I

El viento soplaba en la alta cadena de montañas. Las oscuras nubes se desplazaban por el cielo, creando franjas de sombra que avanzaban a través de las rocas. La mañana estaba tranquila y las tierras parecían vacías mientras los dos hombres cabalgaban a la cabeza de una estrecha columna, un jagun de cien jóvenes guerreros. Los mongoles habían estado solos durante más de mil quinientos kilómetros, y únicamente el crujido del cuero y los bufidos de los ponis rompían el silencio. Cuando se detuvieron a escuchar, fue como si el silencio se replegara ante ellos sobre el suelo polvoriento.

Tsubodai era uno de los generales del gran khan y su posición resultaba evidente en su porte y actitud. Llevaba una armadura muy gastada de escamas de hierro sobre cuero, con agujeros y herrumbre en muchos sitios. Su casco exhibía las marcas de las ocasiones en las que le había salvado la vida. Todo su equipo estaba abollado, pero el propio hombre se mantenía tan duro e implacable como la tierra invernal. En tres años de razias en el norte, sólo había perdido una escaramuza menor y regresó al día siguiente para destruir a la tribu responsable antes de que la noticia se difundiera. Había dominado su oficio en una tierra que parecía tornarse cada vez más fría con cada kilómetro que avanzaban por aquel yermo territorio. No tenía mapas para orientarse en su viaje, sólo rumores de ciudades distantes construidas sobre ríos helados, tan sólidos que podían asarse bueyes sobre el hielo.

A su derecha cabalgaba Jochi, el hijo mayor del khan. Aunque apenas contaba con diecisiete años de edad, ya era un guerrero que podría llegar a heredar la nación y quizá incluso comandar a Tsubodai en la guerra. Jochi llevaba un conjunto similar de cuero engrasado y hierro, así como las mismas alforjas y armas que todos los demás guerreros. Tsubodai sabía sin preguntar que Jochi se tomaría su ración de sangre seca y leche, a la que sólo hacía falta añadirle agua para hacer un nutritivo caldo. La tierra no perdonaba a aquéllos que se tomaban en broma la supervivencia y ambos hombres habían aprendido las lecciones del invierno.

Jochi notó el escrutinio al que estaba siendo sometido y sus oscuros ojos se alzaron, siempre en guardia. Había pasado más tiempo con el joven general del que había pasado nunca con su padre, pero era difícil romper con los antiguos hábitos. Le resultaba difícil confiar, aunque su respeto por Tsubodai no tenía límites. El general de los Jóvenes Lobos tenía intuición para la guerra, aunque lo negara. Tsubodai creía en el reconocimiento del terreno, el entrenamiento, las tácticas y el arte del tiro con arco por encima de todo, pero lo único que los hombres que le seguían veían era que ganaba, independientemente de cuántas probabilidades tuvieran de vencer en un principio. Como otros sabían fabricar una espada o una silla de montar, Tsubodai creaba ejércitos, y Jochi era consciente de que era un privilegiado por poder aprender a su lado. Se preguntó si a su hermano Chagatai le habría ido igual de bien en el este. Era fácil soñar despierto mientras recorrían las colinas, imaginar cómo sus hermanos y su padre se quedaban sin habla al ver cuánto se había fortalecido y había crecido Jochi.

—¿Qué es lo más importante que llevas en tus alforjas? —preguntó Tsubodai de repente. Jochi levantó la vista hacia el tormentoso cielo por un instante. A Tsubodai le gustaba ponerle a prueba.

—La carne, general. Sin carne no puedo luchar.

—¿No es tu arco? —inquirió Tsubodai—. Sin arco, ¿qué eres?

—Nada, general, pero sin carne estoy demasiado débil para utilizar el arco.

Tsubodai gruñó al escuchar cómo repetía sus propias palabras.

—Cuando se haya acabado toda la carne, ¿durante cuánto tiempo puedes vivir a base de sangre y leche?

—Dieciséis días como máximo, con tres monturas para repartir las heridas. —A Jochi no le hacía falta pensar. Tsubodai le había estado inculcando las respuestas desde que habían partido con diez mil hombres de la ciudad del emperador Chin.

—¿Cuánta distancia puedes recorrer en ese tiempo? —dijo Tsubodai.

Jochi se encogió de hombros.

—Unos dos mil kilómetros con monturas frescas. La mitad si duermo y como sin bajarme de la silla.

Tsubodai notó que el joven no estaba concentrado y los ojos le brillaron cuando cambió de táctica.

—¿Cuál es el problema que tiene la cresta de la montaña que tenemos enfrente? —preguntó.

Jochi alzó la cabeza, sobresaltado.

—Eh…

—¡Deprisa! Los hombres están esperando que tomes una decisión. Hay vidas que dependen de tu palabra.

Jochi tragó saliva, pero en Tsubodai había tenido un buen maestro.

—Tenemos el sol a la espalda, así que nos verán durante kilómetros al llegar a ella. —Tsubodai empezó a asentir, pero Jochi continuó—: Hay mucho polvo en el suelo, si avanzamos con cierta velocidad, vamos a levantar una nube.

—Bien, Jochi —aprobó Tsubodai. Mientras hablaba, clavó los talones en su montura y dirigió su caballo hacia la cresta de las montañas. Como Jochi había predicho, los cien jinetes levantaron una niebla de tierra rojiza que quedó flotando por encima de sus cabezas. Sin duda alguien los vería y daría noticia de su posición.

Tsubodai no se detuvo al alcanzar el risco. Avanzó con su yegua al trote hasta más allá del borde y las patas traseras removieron las piedras sueltas. Jochi le imitó y, a continuación, tragó una bocanada de polvo que le obligó a toser contra su mano. Tsubodai había parado a unos cincuenta pasos después de la cresta, donde el terreno accidentado empezaba a descender convirtiéndose en valle. Sin esperar órdenes, sus hombres formaron una amplia fila doble a su alrededor, como un arco dibujado en la tierra. Hacía mucho tiempo que se habían familiarizado con el carácter ardiente del general que Gengis había elegido para liderarlos.

Tsubodai miró con fijeza hacia lo lejos, frunciendo el ceño. Las colinas rodeaban una plana llanura a través de la cual discurría un río, cargado de lluvia primaveral. A lo largo de sus orillas, una lenta columna avanzaba al trote, portando brillantes banderas y estandartes. En otras circunstancias, la visión le habría dejado sin aliento y, aun cuando se le encogió el estómago, Jochi no pudo evitar sentir una punzada de admiración. Diez, quizá once mil caballeros rusos cabalgaban juntos, con los colores de su casa en oro y rojo ondeando tras sus cabezas. Un número casi igual de personas los seguían en una hilera formada por monturas de refresco y carromatos cargados con el bagaje, las mujeres, los niños y los sirvientes. El sol eligió ese momento para atravesar las oscuras nubes y encender el valle con un potente rayo que hizo que los caballeros resplandecieran.

Sus caballos eran animales inmensos, lanudos, que parecían pesar casi el doble que los ponis mongoles. Incluso los hombres que los montaban eran una raza extraña a los ojos de Jochi. Cabalgaban como si estuvieran hechos de piedra, sólidos y pesados en la armadura metálica que les cubría desde las mejillas hasta las rodillas. Sólo sus ojos azules y sus manos quedaban desprotegidos. Los caballeros estaban pertrechados para la batalla y portaban largas lanzas acabadas en una punta de acero. Llevaban las armas enhiestas, con los extremos apoyados en una especie de copa de cuero que colgaba junto a los estribos, por detrás. Jochi vio hachas y espadas pendiendo de los cinturones y notó que todos los hombres llevaban un escudo en forma de hoja enganchado a la silla. Los banderines serpenteaban por encima de sus cabezas y su aspecto era imponente bajo las móviles franjas de sol y sombra.

—Tienen que estar viéndonos —murmuró Jochi, lanzando una ojeada a la nube de humo que volaba sobre ellos.

El general le oyó hablar y se volvió en la silla.

—No son hombres de las estepas, Jochi. A esa distancia es como si estuvieran medio ciegos. ¿Tienes miedo? Son tan altos y fornidos esos caballeros. Yo lo tendría.

Durante un instante, Jochi se encolerizó. Si el comentario hubiera venido de su padre, habría sido una burla. Pero Tsubodai hablaba con una luz en la mirada. El general todavía estaba en la veintena, era joven para mandar sobre tantos hombres. Sin embargo, Tsubodai no tenía miedo. Jochi sabía que al general no le impresionaban en absoluto los gigantescos caballos de guerra o los hombres que los montaban. En vez de eso, depositaba su confianza en la velocidad y en las flechas de sus Jóvenes Lobos.

El jagun estaba compuesto de diez arbans, cada uno de ellos comandado por un oficial. Por orden de Tsubodai, sólo esos diez hombres llevaban armadura pesada. El resto vestía túnicas de cuero bajo los acolchados deels. Jochi sabía que Gengis prefería la carga pesada a la ligera, pero los hombres de Tsubodai parecían seguir sobreviviendo. Podían atacar y galopar más deprisa que los pesados guerreros rusos y no había temor en sus filas. Como Tsubodai, miraban con avidez la columna al final de la ladera y aguardaban a ser descubiertos.

—¿Sabes que tu padre envió a un jinete para decirme que debía regresar a casa? —dijo Tsubodai.

—Todos los hombres lo saben —asintió Jochi.

—Confiaba en poder llegar aún más al norte, pero soy uno de los hombres de tu padre. Él habla y yo obedezco, ¿comprendes?

Jochi clavó la mirada en el joven general, olvidando por un momento a los caballeros que cabalgaban por el valle.

—Por supuesto —dijo, sin dejar que su rostro revelara nada.

Tsubodai le devolvió la mirada, divertido.

—Espero que sea verdad, Jochi. Tu padre es un líder, el tipo de hombre que los demás siguen. Me pregunto cómo reaccionará cuando vea lo bien que has crecido.

Durante un momento, la ira desfiguró el rostro de Jochi, pero suavizó sus rasgos y respiró hondo. Desde muchos puntos de vista, Tsubodai había sido más un padre para él que su propio padre, pero no olvidaba cuál era la auténtica lealtad de aquel hombre. A una sola orden de Gengis, Tsubodai lo mataría. Mientras observaba al joven general, pensó que sentiría un cierto pesar, pero no el suficiente para detener el golpe.

—Necesitará hombres leales, Tsubodai —aseguró Jochi—. Mi padre no nos haría regresar para construir algo o para descansar. Habrá encontrado otro territorio que hacer pedazos. Como el lobo, siempre está hambriento, hasta el punto de arriesgarse a que le reviente el estómago.

Tsubodai frunció el ceño ante aquella descripción del khan. En tres años, no había percibido ningún tipo de afecto en Jochi cuando hablaba de su padre, aunque, en ocasiones, había notado una cierta añoranza, que fue apareciendo cada vez menos a medida que pasaban las estaciones. Gengis se había despedido de un muchacho, pero sería un hombre el que volviera ante él. Tsubodai se había asegurado de que fuera así. A pesar de su amargura, Jochi mantenía la cabeza fría en combate y los hombres le miraban con orgullo. Jochi estaba preparado.

—Tengo otra pregunta para ti, Jochi —dijo Tsubodai.

Jochi sonrió durante un instante.

—Como siempre, mi general —contestó.

—Hemos hecho que esos caballeros de hierro nos siguieran durante cientos de kilómetros, agotando a sus caballos. Hemos capturado a sus exploradores y los hemos interrogado, aunque no conozco esa «Jerusalén» que buscan, o quién es ese «Cristo blanco». —Tsubodai se encogió de hombros—. Quizá me encuentre con él un día al otro extremo de mi espada, pero el mundo es grande y soy un solo hombre.

Mientras hablaba, contemplaba a los caballeros con sus armaduras y las filas de bagaje que los seguían, esperando que vieran a sus jinetes mongoles.

—Mi pregunta, Jochi, es ésta. Esos caballeros no son nada para mí. Tu padre me ha pedido que vuelva y podría regresar ahora, mientras los ponis están gordos por la hierba del verano. ¿Por qué, pues, estamos aquí, esperando que nos lancen su desafío?

Cuando respondió, los ojos de Jochi tenían un brillo frío.

—Mi padre diría que eso es lo que hacemos, que un hombre no tiene mejor manera de pasar sus años que luchando contra sus enemigos. Podría decir también que tú disfrutas de esto, general, y que no necesitas ninguna otra razón.

La mirada de Tsubodai no vaciló.

—Tal vez dijera eso, pero te escondes detrás de las palabras. ¿Por qué estamos aquí, Jochi? No queremos sus grandes caballos, ni siquiera por la carne. ¿Por qué arriesgaré las vidas de mis guerreros para aplastar la columna que tienes frente a ti?

Jochi se encogió de hombros, irritado.

—Si no es por eso, no lo sé.

—Por ti, Jochi —contestó Tsubodai con seriedad—. Cuando vuelvas junto a tu padre, habrás participado en todo tipo de batallas, en todas las estaciones. Tú y yo hemos tomado pueblos y asaltado ciudades; hemos cabalgado a través de desiertos y de bosques tan tupidos que apenas podíamos abrirnos paso a través de ellos. Gengis no encontrará ninguna debilidad en ti. —Tsubodai sonrió brevemente al ver la expresión impasible de Jochi—. Me sentiré orgulloso cuando los hombres digan que aprendiste tus habilidades a las órdenes de Tsubodai el Valiente.

Jochi no pudo evitar sonreír al escuchar el apodo de los propios labios de Tsubodai. En los campamentos no había secretos.

—Ahí está —dijo Tsubodai entre dientes, señalando a un distante mensajero que corría a la cabeza de la columna rusa—. Tenemos a un enemigo que dirige a sus ejércitos desde el frente, un líder muy valeroso.

Jochi se imaginó la súbita consternación que habría surgido entre los caballeros al avistar a los guerreros mongoles en la hondonada entre las colinas. Tsubodai emitió un suave gruñido cuando toda una fila se separó de la columna enemiga y empezó a ascender las laderas al trote, con las largas lanzas en ristre. La distancia que los separaba empezó a disminuir y el joven enseñó los dientes. En su arrogancia, iban a cargar en una cuesta arriba. Estaba deseando hacerles ver el error que habían cometido.

—¿Tienes ahí tu paitze, Jochi? Enséñamelo.

Jochi se dio media vuelta y alargó la mano hacia la funda de su arco, que estaba atada a la silla. Levantó una solapa de rígido cuero y sacó una tabla de oro macizo, que llevaba grabada una cabeza de lobo. Con veinte onzas, resultaba pesada, pero era lo suficientemente pequeña para cogerla en una mano.

Tsubodai hizo caso omiso de los hombres que ascendían obstinadamente la colina para enfrentarse al hijo mayor de Gengis.

—Te he dado ese paitze y el derecho a comandar a mil hombres, Jochi. Los que lideran un jagun poseen uno de plata, como éste. —Tsubodai sostuvo en alto un bloque más grande de metal blanquecino—. La diferencia es que el de plata se le da a un hombre elegido por los oficiales de cada uno de los arbans que tiene a su mando.

—Lo sé —dijo Jochi.

Tsubodai lanzó una rápida mirada a los caballeros que subían trabajosamente, cada vez más cerca.

—Los oficiales de este jagun me han pedido que los lideres tú, Jochi. No ha sido cosa mía. —Le tendió el paitze de plata y Jochi lo cogió con alegría, pasándole a su general la placa de oro. Tsubodai actuaba con solemnidad y deliberada formalidad, pero le brillaban los ojos—. Cuando regreses junto a tu padre, Jochi, habrás pasado por todos los rangos y posiciones. —El general hizo un gesto, cortando el aire con la mano—. A la derecha, a la izquierda y en el centro. —Miró hacia las cabezas de los esforzados jinetes que trotaban colina arriba, notando el parpadeo de un movimiento en un peñasco lejano. Tsubodai asintió bruscamente—. Es la hora. Sabes lo que tienes que hacer, Jochi. El mando es tuyo. —Sin una palabra más, Tsubodai palmeó al muchacho en el hombro y se alejó por el risco, dejando el jagun de jinetes al cuidado de un líder repentinamente nervioso.

Jochi sintió las miradas sumadas de cien hombres sobre su espalda mientras se esforzaba por ocultar su placer. Cada arban de diez elegía a un hombre para liderarlos, después esos hombres elegían a uno de su grupo para liderar a los cien en la batalla. Ser elegido era un honor. Una voz en su mente susurró que sólo estaban honrando a su padre, pero la acalló, negándose a dudar. Se había ganado el derecho y la confianza que sentía crecer en su interior.

—¡Líneas de arqueros! —exclamó Jochi. Aferró las riendas con fuerza para esconder su tensión mientras los hombres formaban una línea más amplia con el fin de que hubiera espacio para que todos los arcos pudieran disparar. Jochi lanzó una mirada por encima del hombro, pero Tsubodai se había ido de verdad, dejándole solo. Los hombres seguían observándole y se obligó a mantener una expresión impasible, sabiendo que recordarían que había mostrado calma. Mientras alzaban los arcos, Jochi sostuvo el puño cerrado en alto, esperando con el corazón batiendo dolorosamente en su pecho.

Cuando sus rivales estuvieron a cuatrocientos pasos, Jochi dejó caer su brazo y la primera ráfaga de flechas silbó en el aire. Había demasiada distancia y aquéllas que alcanzaron a los caballeros se astillaron contra sus escudos, que ahora sostenían en alto y hacia delante de modo que sus cuerpos quedaban protegidos casi por completo. Los largos escudos mostraron su eficacia cuando la segunda descarga golpeó las filas sin que cayera un solo jinete.

Los poderosos caballos no eran rápidos, pero, aun así, la distancia disminuía mientras Jochi, inmóvil, los observaba. A doscientos pasos, levantó el puño una vez más y otras cien flechas aguardaron en las tensas cuerdas. No sabía si la armadura de los caballeros los salvaría a esa distancia. Hasta entonces eso nunca había sucedido.

—Disparad como si nunca hubierais poseído un arco —gritó.

Los hombres que le rodeaban sonrieron y las flechas partieron con un chasquido. Jochi se estremeció instintivamente al ver que los proyectiles pasaban con claridad por encima de las cabezas de sus enemigos, como si los hubieran lanzado unos necios asustados. Sólo unas cuantas flechas hicieron blanco y, de ésas, un número aún menor derribó un caballo o un hombre. Ahora podían oír el estruendo de la carga y vieron las primeras filas empezar a bajar sus lanzas, preparándose.

Al tenerlos frente a sí, Jochi dominó su miedo con un súbito arrebato de ira. No había nada que deseara más que desenfundar su espada y espolear a su montura para descender la ladera hacia el enemigo. Pero, temblando de frustración, dio una orden diferente.

—Retirada hacia el risco —gritó. Tiró de las riendas y su caballo corcoveó y salió a la carrera. Los hombres de su jagun lanzaron gritos incoherentes, girándose caóticamente tras su general. Detrás de él, oyó voces guturales emitiendo aullidos triunfales y notó cómo le subía un sabor ácido por la garganta, aunque ignoraba si era por miedo o por rabia.

Ilya Majaev parpadeó para quitarse el sudor de los ojos cuando vio que los mongoles daban media vuelta como los sucios cobardes que eran. Como había hecho mil veces antes, tomó las riendas de su montura con suavidad y se dio varios golpecitos en el pecho, rezando a santa Sofía para que los enemigos de la fe cayeran bajo sus cascos. Por debajo de la cota de malla y la túnica acolchada, llevaba un fragmento del hueso de su dedo en un relicario de oro, su posesión más valiosa. Los monjes de Novgorod le habían asegurado que no le matarían mientras lo llevara consigo y se sintió fuerte mientras sus caballeros superaban el risco con un ruido atronador. Sus hombres habían abandonado la ciudad de la basílica dos años antes, llevando al este mensajes para el príncipe antes de dirigirse finalmente hacia el sur y comenzar la larga marcha que los llevaría a Jerusalén. Ilya, junto con los otros, había consagrado su vida a defender ese lugar santo de los infieles que intentaban destruir sus monumentos.

Debería haber sido un viaje de oración y ayuno para poder prepararse antes de utilizar su destreza con las armas contra hombres impíos. Por el contrario, habían sido provocados una y otra vez por el ejército mongol, que estaba haciendo incursiones de asalto en la zona. Ilya ansiaba tenerlos lo suficientemente cerca para poder matar y se inclinó en la silla hacia delante mientras su montura arremetía contra los jinetes en fuga.

—Entrégamelos, oh, Señor, y les romperé los huesos y pisotearé a sus falsos dioses —susurró para sí.

Los mongoles corrían como locos pendiente abajo, pero los caballos rusos eran fuertes y la brecha que los separaba se reducía poco a poco. Ilya sentía el estado de ánimo de los hombres que lo rodeaban, que gruñían y se llamaban entre sí. Habían perdido algunos compañeros bajo las lluvias de flechas que habían caído sobre ellos en la oscuridad. Varios exploradores habían desaparecido sin dejar rastro, o peor, habían sido hallados con heridas cuya sola visión era insoportable. En un año, Ilya había visto más pueblos arder de los que podía recordar y las nubes de humo negro le habían hecho emprender muchas persecuciones desesperadas. Todas las veces, cuando llegó, se había encontrado con que las partidas de mongoles se habían ido. Espoleó a su montura para que se pusiera al galope, aunque los costados del cansado animal ya subían y bajaban palpitantes y escupiduras de saliva blanca saltaban desde su boca golpeando los brazos y el pecho de Ilya.

—¡Oh, hermanos! —gritó Ilya a los demás. Sabía que no desfallecerían teniendo a los hombres de las tribus por fin a su alcance. Los mongoles eran una afrenta contra todo lo que Ilya valoraba, desde las pacíficas calles de Novgorod, pasando por la tranquila calma y dignidad de la catedral, hasta su bendita santa.

Delante, los guerreros mongoles corrían en confusión a través de una nube de su propio polvo. Ilya chillaba órdenes y sus hombres se unieron formando una sólida columna, cincuenta filas de veinte en fondo. Ataron sus riendas a los cuernos de las sillas de montar y se echaron sobre los cuellos de los caballos con el escudo y la lanza en ristre, impulsando a los animales sólo con las rodillas. ¡Sin duda nunca había habido una fuerza así de hombres y hierro en la historia del mundo! Ilya enseñó los dientes anticipando la primera sangre.

La ruta que los mongoles habían tomado en su huida les llevó al otro lado de una colina cubierta por viejos olmos y hayas. Al atravesarla como un rayo, vio que algo se movía en la verde penumbra. Apenas tuvo tiempo de gritar una advertencia antes de que el aire se llenara de silbantes saetas. Aun entonces, no vaciló. Había visto cómo se rompían las flechas contra los escudos de sus hombres. Vociferó la orden de mantener la formación, sabiendo que podrían abrirse paso y arrollarlos.

Un caballo relinchó y chocó contra él desde su izquierda, le aplastó la pierna y estuvo a punto de desmontarle. Ilya, dolorido, soltó una maldición y se giró, cogiendo una brusca bocanada de aire al ver al jinete colgando sin vida del animal. De los oscuros árboles llegaba descarga tras descarga de flechas y, horrorizado, vio a varios de sus hombres caer al suelo desde las sillas de montar. Las saetas atravesaban las cotas de malla como si estuvieran hechas de lino, haciendo brotar un chorro de sangre con cada disparo certero. Ilya gritó como un salvaje, espoleando a su montura para que avanzara y, entonces, frente a él, vio cómo los mongoles daban media vuelta al unísono, como una máquina perfecta, y se encontró con la mirada fija de su comandante clavada directamente en él. Los mongoles no se detuvieron para tensar los arcos: sus ponis se arrojaron hacia delante como uno solo y los guerreros dispararon sus flechas mientras cabalgaban.

Ilya notó que una flecha se hundía en su brazo, pero, al instante, las dos fuerzas chocaron y se dispuso para la lucha. Su larga lanza alcanzó a un guerrero en el pecho, pero éste se la arrancó de la mano con tanta rapidez que pensó que le había roto los dedos. Con una mano demasiado entumecida para aferrar nada, sacó la espada. Había polvo rojo por todas partes y, en medio de la nube, los mongoles cabalgaban como diablos, arrojando con calma flecha tras flecha sobre las apretadas filas de sus hombres.

Ilya levantó su escudo y el envite de una saeta, cuya cabeza surgió claramente a través de la madera, le empujó hacia atrás. El pie derecho se le salió del estribo y se tambaleó, perdiendo completamente el equilibrio. Otro proyectil le hirió en el muslo antes de que pudiera recuperarse y chilló de dolor, alzando la espada mientras cabalgaba hacia el arquero.

Mientras se acercaba, el mongol lo observó con el rostro vacío de toda emoción. Ilya se percató de que no era más que un muchacho imberbe. El ruso blandió su acero, pero el mongol se agachó esquivando el golpe y le empujó al pasar por su lado. El mundo giró en silencio durante un momento y, a continuación, Ilya se estrelló contra el suelo, aturdido.

La pieza de nariz de su casco se había hundido por el impacto, rompiéndole los dientes delanteros. Ilya se puso en pie, cegado por las lágrimas y escupiendo sangre y fragmentos de diente. Le falló la pierna izquierda y cayó torpemente, buscando desesperado la espada que se le había caído de la mano.

Oyó el ruido de cascos a su espalda en el mismo momento en que descubría su arma tirada sobre el polvoriento terreno. Alargó la mano hacia el relicario que colgaba de su pecho y murmuró una oración mientras la hoja mongola hendía su cuello, casi seccionándole la cabeza. No vivió para ver cómo eran asesinados el resto de sus hombres, demasiado pesados y lentos para defenderse de los guerreros de Tsubodai, el general de Gengis Khan.

Después de ordenar a una docena de hombres que peinaran el área e informaran de cualquier movimiento de la columna principal, Jochi desmontó para examinar a los muertos. La cota de malla rusa no los había salvado. Muchos de los cuerpos despatarrados habían sido heridos más de una vez. Sólo los cascos habían aguantado. Jochi no pudo encontrar a un solo hombre derribado con una flecha en la cabeza. Recogió uno de los cascos y frotó con el dedo una brillante raja de metal donde había rebotado una flecha. Era un buen diseño.

La emboscada había funcionado tal como Tsubodai había planeado, pensó Jochi con ironía. El general parecía poder leer la mente de sus enemigos. Jochi respiró profundamente, haciendo un esfuerzo para controlar el temblor que le invadía después de cada batalla. No podía dejar que los hombres le vieran temblar. No sabía que observaban cómo avanzaba a grandes zancadas con los puños apretados y sólo veían que seguía hambriento, sin darse nunca por satisfecho fuera lo que fuera lo que consiguiera.

Otros tres jaguns habían tomado parte en la emboscada. Jochi vio a los oficiales salir a caballo de detrás de los árboles donde habían aguardado durante toda la noche. Después de pasar años con Tsubodai, conocía a todos esos hombres como a hermanos, como Gengis le aconsejó en una ocasión. Mekhali y Altan eran hombres sólidos, leales, pero sin imaginación. Jochi saludó a ambos con una inclinación de cabeza cuando pasaron trotando con sus ponis en dirección al campo de cadáveres. El último de ellos, Qara, era un guerrero bajo, nervudo, cuyo rostro estaba atravesado por la cicatriz de una antigua herida. Aunque era impecablemente formal, Jochi percibía en él un rechazo que no conseguía comprender. Quizá el adusto hombre estuviera resentido con él por causa de su padre. Jochi se había encontrado con muchos que consideraban sospechoso su ascenso en la tropa. Tsubodai no había sido sutil a la hora de incluir a Jochi en todos los planes y estratagemas, actuando del mismo modo que Gengis con el chico de los uriankhai que había llegado a ser su general. Tsubodai miraba hacia el futuro, mientras que hombres como Qara imaginaban que sólo veían a un mimado principito, ascendido por encima de sus habilidades.

Cuando Qara se aproximó con su montura y gruñó a la vista de los caballeros muertos, Jochi se dio cuenta de que ya no era el superior de aquel hombre. Había aceptado la plata con la batalla cerniéndose sobre ellos y todavía sentía el honor de que le hubieran confiado cien vidas. Sin embargo, significaba que, por un tiempo al menos, Qara ya no tenía que estar alerta junto al hijo del khan. Una sola mirada le dijo a Jochi que el menudo y enjuto oficial ya había reflexionado al respecto.

—¿Por qué estamos esperando aquí? —preguntó Qara de pronto—. Tsubodai atacará mientras nosotros olemos la hierba y permanecemos mano sobre mano.

A Jochi le ofendieron sus palabras, pero habló con ligereza, como si Qara no hubiera hecho más que saludarle. Si aquel hombre hubiera sido un verdadero líder, ya habría iniciado el regreso con Tsubodai. Con una súbita intuición, Jochi comprendió que Qara todavía esperaba órdenes de él, a pesar de su descenso en rango. Mirando a Mekhali y a Altan, descubrió que ellos también le estaban observando. Tal vez fuera sólo un hábito que tenían, pero notó que una idea empezaba a formarse en su mente y supo que no debía dejar pasar el momento.

—¿Ves su armadura, Qara? —inquirió—. La primera pieza cuelga del casco, cubriendo todo el rostro excepto los ojos. La segunda capa de anillos de hierro llega hasta las rodillas.

—No detuvo nuestras flechas —replicó Qara encogiéndose de hombros—. Cuando no van a caballo, se mueven tan despacio que es fácil derribarlos. No necesitamos una protección tan mala, yo creo.

Jochi le sonrió de oreja a oreja, disfrutando de la confusión que provocaba.

—Sí que la necesitamos, Qara.

En lo alto de las colinas que descendían hacia el valle, Tsubodai aguardaba a pie, mientras su poni olfateaba las agujas de pino del suelo. Casi cinco mil hombres descansaban a su alrededor, esperando su decisión mientras él aguardaba a los exploradores que había enviado a rastrear. Doscientos hombres habían salido en todas direcciones y sus informes le permitirían al general hacerse una idea de las características de la zona en muchos kilómetros a la redonda.

Sabía que la emboscada de Jochi había sido un éxito casi antes de que concluyera. Mil enemigos menos dejaban sólo diez mil, pero todavía eran demasiados. La columna de caballeros avanzaba despacio a través del valle fluvial, aguardando que el grupo de ataque regresara victorioso. No habían traído arqueros a aquellas tierras desiertas y eso había sido un error que les costaría caro. Con todo, eran hombres corpulentos y tan fuertes que Tsubodai no podía arriesgarse a enfrentarse a ellos en un simple asalto frontal. Había visto caballeros atravesados por varias flechas que habían seguido luchando y habían matado a dos o hasta tres de los suyos. Eran guerreros de gran valor, pero Tsubodai creía que su coraje no sería suficiente. Los hombres valientes avanzaban cuando los atacaban y el general elaboró sus planes teniendo eso en cuenta. Cualquier ejército podía ser aplastado en las condiciones adecuadas, de eso estaba seguro. No el suyo, por supuesto, sino el de cualquiera de sus enemigos.

Dos de los exploradores llegaron al galope para señalar la última posición de la fuerza rusa. Tsubodai los hizo desmontar y dibujarla en el suelo con un palo para estar seguro de que no había ningún malentendido.

—¿Cuántos exploradores han mandado ellos de reconocimiento? —preguntó.

El guerrero que estaba dibujando respondió sin vacilar.

—Diez en retaguardia, general, en una batida muy amplia. Veinte al frente y a los lados.

Tsubodai asintió. Por fin sabía lo suficiente para avanzar.

—Deben morir, sobre todo los que están detrás de la columna de caballeros. Asaltadlos cuando el sol esté más alto y no dejéis que escape ni uno. Atacaré tan pronto como me indiques con la bandera que han sido abatidos. Repite tus órdenes.

El guerrero habló deprisa, repitiendo sus órdenes palabra por palabra, como había sido entrenado para hacer. Tsubodai no permitía que hubiera ningún tipo de confusión en el campo de batalla. Por mucho que emplearan las banderas para comunicarse en grandes distancias, seguía estando obligado a confiar en el amanecer, el mediodía y el anochecer como los únicos indicadores de tiempo. Alzó la vista entre los árboles al pensarlo, viendo que el sol no estaba lejos del mediodía. Lo alcanzaría pronto y sintió el familiar cosquilleo en el estómago que llegaba antes de cada batalla. Le había dicho a Jochi que los atacaba para formarle y era verdad, pero no era toda la verdad. Tsubodai le había ocultado que los caballeros transportaban forjas portátiles en los carros de bagaje. Los herreros eran más valiosos que ningún otro artesano que pudieran capturar y a Tsubodai le habían intrigado los informes que hablaban de carros de hierro que escupían humo mientras rodaban.

Tsubodai sonrió para sí, disfrutando de su creciente exaltación. Como Gengis, no lograba amar el saqueo de aldeas y ciudades. Era algo que había que hacer, por supuesto, como un hombre derramaría agua hirviendo en un nido de hormigas. Pero eran las batallas lo que Tsubodai ansiaba, ponerse a prueba o aumentar su maestría en cada nuevo combate. Nunca había sentido mayor satisfacción que cuando vencía a sus enemigos con el ingenio, confundiéndolos y destruyéndolos. Había oído hablar de la extraña empresa que llevaba a los caballeros hacia una tierra tan distante que nadie conocía su nombre. No importaba. Gengis no permitiría que unos hombres armados cabalgaran por sus tierras… y todas las tierras eran suyas.

Tsubodai borró los dibujos del suelo con la punta de la bota. Se giró hacia el segundo explorador que esperaba pacientemente, sobrecogido por el respeto que le inspiraba su general.

—Ve hasta Jochi y averigua qué le ha retrasado —ordenó Tsubodai—. Lo situaré a mi derecha en este ataque.

—Como desees, señor —dijo el explorador, haciendo una reverencia antes de subir apresuradamente a su caballo y partir como alma que lleva el diablo a través de los árboles. Tsubodai entrecerró los ojos para mirar al sol entre las ramas. Se pondría en marcha muy pronto.

Rodeado por el ruido atronador de diez mil caballos, Anatoly Majaev echó una mirada por encima del hombro hacia el risco por el que había desaparecido el pequeño Ilya. ¿Dónde se había metido su hermano? Seguía pensando en él como el pequeño Ilya, a pesar de que le superaba tanto en músculos como en la fuerza de su fe. Cansado, Anatoly meneó la cabeza. Le había prometido a su madre que cuidaría de él. Ilya los alcanzaría, estaba seguro. No se había atrevido a detener la columna ahora que los mongoles habían hecho notar su presencia en la zona. Anatoly había enviado exploradores en todas direcciones, pero ellos también parecían haber desaparecido. Volvió a mirar hacia atrás, esforzando la vista para intentar vislumbrar los estandartes de un grupo de mil hombres.

Más adelante, el valle se estrechaba formando un puerto entre montañas que podría haber pertenecido al Jardín del Edén. Las laderas estaban cubiertas de una hierba tan verde y tupida que un hombre tardaría más de medio día en cortarla de raíz. Anatoly amaba esa tierra, pero sus ojos no se apartaban del horizonte y un día vería Jerusalén. Murmuró entre dientes una oración a la Virgen y en ese momento el paso se oscureció y vio al ejército mongol abalanzándose sobre él.

Entonces, como había temido, los exploradores estaban muertos. Anatoly lanzó una maldición y no pudo evitar mirar hacia atrás una vez más buscando a Ilya.

Oyó gritos a sus espaldas y Anatoly se giró completamente en la silla, volviendo a maldecir al ver otra oscura masa de jinetes aproximándose a toda velocidad. ¿Cómo habían pasado por su lado sin que los vieran? La forma en que sus enemigos se movían como fantasmas entre las colinas resultaba casi increíble.

Sabía que sus hombres podían dispersar a los mongoles cargando contra ellos. Ya habían descolgado y alzado sus escudos, y le miraban esperando órdenes. Como hijo mayor de un barón, Anatoly era el oficial de más alta graduación. De hecho, había sido su familia la que financiaba todo el viaje, utilizando parte de su vasta fortuna para ganarse la buena voluntad de los monasterios, que tanto poder habían llegado a acumular en Rusia.

Anatoly sabía que no podía cargar dejando expuestos los carros de equipaje y las filas traseras. Nada perturbaba más a los combatientes que ser atacados por delante y por detrás al mismo tiempo. Comenzó a vociferar una orden para tres de sus oficiales: debían tomar sus centenas y dar media vuelta para cargar contra los hombres que atacaban por la retaguardia. Al girarse, captó un movimiento en las colinas y sonrió aliviado. A lo lejos, divisó una línea de caballería pesada rusa regresando por encima de la cresta de los montes, con sus estandartes volando ligeros en la brisa. Anatoly calculó las distancias y tomó una decisión. Llamó a uno de los exploradores.

—Cabalga hasta mi hermano y dile que ataque a la partida que tenemos a la espalda. Debe evitar que se unan a la batalla.

El joven se alejó a la carrera, sin sentir el peso de la coraza o las armas. Anatoly se volvió hacia el frente, ahora con creciente confianza. Teniendo la retaguardia segura, superaba en número a los guerreros que galopaban hacia él. Sólo había perdido un instante dando las órdenes y sabía que podía perforar el grupo de mongoles como un puño blindado.

Anatoly pasó su larga lanza por entre las orejas de su montura.

—¡Cambio de formación! ¡Por el Cristo blanco, avanzad!

El explorador de Anatoly atravesó el polvoriento terreno a galope tendido. Con dos ejércitos abalanzándose a la vez sobre la columna, la velocidad lo era todo. Cabalgaba con el cuerpo tan apretado contra la silla como podía y la cabeza de su caballo subía y bajaba junto a la suya. Era joven y estaba nervioso y casi había llegado hasta los hombres de Ilya Majaev cuando frenó en seco, aturdido. Sólo cuatrocientos habían regresado del risco y los supervivientes habían vivido un infierno: muchos de ellos exhibían manchas marrones de sangre y, mientras se aproximaban a él, percibió algo extraño en su manera de cabalgar.

De repente, el explorador comprendió y, presa del pánico, dio un fuerte tirón de las riendas. Era demasiado tarde. Una flecha se clavó bajo su brazo levantado y el joven se desplomó por encima de las orejas de su caballo, haciendo que el animal echara a correr desbocado.

Jochi y los demás mongoles pasaron al galope junto a la figura tendida sin mirarla. Habían tardado mucho tiempo en despojar a los muertos de su cota de malla, pero el ardid estaba funcionando. Ninguna fuerza enemiga les salía al encuentro y, aunque los rusos lo ignoraban, estaban siendo atacados por tres frentes. Cuando la pendiente se suavizó, Jochi clavó los talones en su montura y sacó la pesada lanza de su bolsillo de cuero. Era un objeto voluminoso y difícil de manejar, y tuvo que hacer un esfuerzo para mantenerla inmóvil mientras él y sus hombres progresaban con enorme estruendo hacia el flanco ruso.

Anatoly avanzaba a galope tendido: más de media tonelada de carne y hierro focalizada en la punta de una lanza. Vio cómo las primeras filas se estremecían cuando los arqueros mongoles arrojaron sus primeras flechas. El enemigo era rápido, pero, a esa velocidad, era imposible contener la columna o hacer que girara. El ruido de los cascos y de los impactos contra los escudos era ensordecedor, pero oyó gritos a su espalda y logró obligarse a recuperar la claridad mental. Estaba al mando y, cuando su mente se despejó, sacudió la cabeza horrorizado. Vio cómo Ilya atacaba el flanco principal, abriendo una brecha en los mismos hombres que se habían comprometido con la familia Majaev en la peregrinación.

Mientras los observaba boquiabierto, Anatoly notó que los hombres eran más bajos y que sus corazas estaban ensangrentadas. Algunos habían perdido los cascos en el primer encontronazo y habían quedado al descubierto los rostros aulladores de guerreros mongoles. Entonces palideció, sabiendo que su hermano había muerto y que ese ataque simultáneo arrollaría las filas de retaguardia. No podía volverse y, aunque se desgañitaba gritando órdenes frenéticas, nadie le oía.

Frente a él, los mongoles permitieron entrar a los suyos mientras disparaban miles de flechas contra los jinetes rusos. Los escudos estaban abollados y la columna corcoveaba como un animal herido. Los hombres caían a cientos. Era como si una guadaña estuviera pasando por el frente de la columna, segando hombres vivos con su filo.

Detrás, los mongoles subían y bajaban a lo largo de la columna de bagaje, matando a cualquiera que blandiera un arma desde los carros. Anatoly se esforzó en pensar, en distinguir detalles, pero los enemigos le rodeaban por completo. Su lanza desgarró el cuello de un caballo, abriendo un largo tajo que le salpicó de sangre caliente. Una espada relampagueó junto a él y Anatoly recibió un impacto en el casco que casi le hizo perder la conciencia. Algo le golpeó el pecho y de pronto notó que no podía respirar, ni siquiera para pedir ayuda. Luchó por aspirar al menos un poco de aire, aunque fuera un sorbo, pero el aire no llegó y se derrumbó, golpeando el suelo con tanta fuerza que apenas sintió nada durante su agonía final.

Aquella noche, a la luz de las hogueras, Tsubodai cruzó a caballo el campamento de sus diez mil. Los caballeros muertos habían sido despojados de todo objeto de valor y el general había complacido a los hombres rechazando su diezmo personal. Para aquéllos que no recibían ningún pago por sus batallas, la colección de relicarios, anillos y gemas manchados de sangre era algo codiciable en la nueva sociedad que Gengis estaba creando. Un hombre podía enriquecerse en el ejército de las tribus, aunque los guerreros siempre medían su fortuna en términos de cuántos caballos podrían comprar con ella. A Tsubodai le interesaban más las forjas de los caballeros, así como las propias ruedas con radios de sus carros, reforzadas con círculos de hierro y más fáciles de reparar que los discos macizos que utilizaban los mongoles. Tsubodai ya había dado instrucciones a los armeros capturados de que enseñaran la técnica a sus carpinteros.

Jochi estaba examinando la pezuña delantera de su poni favorito cuando Tsubodai llegó trotando a su lado. Antes de que el muchacho pudiera hacer una reverencia, Tsubodai inclinó la cabeza ante él, honrándole. Los hombres del jagun que Jochi había comandado se llenaron de orgullo.

Tsubodai levantó la mano y le mostró a Jochi el paitze de oro que el chico le había entregado antes del mediodía.

—Hiciste que me preguntara cómo podían los rusos regresar de entre los muertos —dijo Tsubodai—. Ha sido una apuesta audaz. Coge esto otra vez. Vales más que la plata.

Lanzó la placa de oro al aire y Jochi la cogió al vuelo, esforzándose por guardar la compostura. Sólo el elogio del propio Gengis habría significado más para él en ese momento.

—Mañana nos vamos a casa —continuó Tsubodai, tanto para los hombres como para Jochi—. Estad listos al amanecer.