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«E.T. llama a casa». Cuando leí esta frase en el libro de citas humanas de Cassie, me quedé aturdido. La verdad es que me asusté. Era como si la hubieran escrito para mí. Incluso llegué a pensar que quizá mis amigos humanos habían descubierto de algún modo mis planes y habían escrito aquello para que yo lo leyera.

Extraído del diario terrícola de Aximili-Esgarrouth-Isthill

El sol empezaba a despuntar en la Tierra.

Realicé mi ritual de todas las mañanas, aunque esa mañana me sentía particularmente impaciente. Tobías había salido de caza muy temprano y estaría de vuelta en cuanto se zampara algún que otro infeliz ratoncillo o musaraña.

<Mi única causa es sólo la libertad, mi único guía, mi pueblo, y mi única gloria, la obediencia a mi Príncipe.>

Cuando Tobías regresara de la cacería, me guiaría hasta el observatorio, hasta el gran radiotelescopio. Con un poco de suerte, conseguiría ponerme en contacto con mi familia.

<Yo, Aximili-Esgarrouth-Isthill, guerrero cadete andalita, ofrezco mi vida.>

En ese momento, mis antenas oculares captaron la silueta de un ratonero descendiendo. Tobías se posó en una rama y me miró fijamente con aquellos ojos suyos tan intensos.

<¿Has acabado?>, me preguntó.

<Sí, ya he completado el ritual.>

<Estupendo porque hoy es un día perfecto para volar. Hay unas corrientes térmicas fabulosas y sopla una ligera brisa que nos irá de perlas para retomar el vuelo desde el suelo.>

<Tobías, no tienes por qué hacer esto, quiero que quede muy claro —le advertí—. Puede ser peligroso.>

<Vale, vale. Venga, vamos.>

No era la primera vez que me transformaba en pájaro. De hecho, me iba muchas veces a volar con Tobías. Por lo general, me transformaba en un aguilucho, que es un tipo de halcón, de un tamaño aproximado al de Tobías. Las plumas de mi amigo son en su mayoría marrones y de color café claro, mientras que las de un aguilucho son grises y blancas.

Intenté dominar la emoción y el miedo que sentía para concentrarme en el animal. El cuerpo de un aguilucho me resultaba muy extraño. Para empezar, el tamaño del animal y el de un andalita son totalmente diferentes, incluso tratándose de un ave más grande seguiría siendo muy distinto.

La primera sensación fue de caída, empecé a encoger de repente.

Mis ojos adicionales perdieron la visión y de mis patas delanteras crecieron alas, lo cual no sólo resultaba bastante raro, sino que me hizo perder el equilibrio y, como era de esperar, caí de bruces, puesto que mis patas traseras no podían soportar todo el peso. Además, éstas ya habían empezado a arrugarse para formar unas diminutas y escamosas patas amarillas de pájaro. Mi cola de andalita también empezó a disminuir y, progresivamente, se fue deshaciendo en docenas de plumas alargadas.

Los aguiluchos también tienen boca, al igual que los humanos, sólo que no producen palabras y apenas aprecian el sabor pero, por otro lado, las bocas de estos pájaros constituyen una fantástica arma natural. Son afiladas y se curvan hacia abajo como un garfio mortal.

Las garras también son increíbles. Yo siempre he admirado a Tobías por su forma de utilizarlas. Es impresionante, es capaz de planear muy deprisa casi a ras de suelo y levantar con sus garras un ratón, o incluso un conejo pequeño.

Las plumas de color gris plateado iban sustituyendo al pelaje azul de mi cuerpo. Era muy curioso porque primero se derretía el pelaje dejando al descubierto la piel que había debajo y, casi de inmediato, se cubría de millones de nervaduras de plumas.

Como ya me había transformado otras veces en aguilucho, conocía su mente y había aprendido a controlar sus instintos, mucho más fuertes que los de los humanos.

<Hay una cosa que siempre te he querido preguntar, Ax —observó Tobías—. No te ofendas, pero ¿cómo es posible que Cassie sea mejor que tú a la hora de transformarse? Tú eres un andalita y, sin embargo, cuando cambias de forma resulta igual de repulsivo que cuando lo hacen Jake o Rachel.>

<Cassie tiene un talento especial —repliqué un poco molesto—, y yo no.>

<Oh. ¿Listo para volar?>

Comprobé que todo estuviera a punto. Extendí las alas que tenían casi un metro de envergadura. Moví las plumas de la cola. Enfoqué la vista en un árbol, a lo lejos, y pude distinguir todas y cada una de las hormigas que trepaban por su tronco.

Ejercité mi superoído y percibí hasta el más leve sonido del bosque. Oí a los insectos corretear por debajo de la pinaza, a las ardillas mordisquear nueves y el corazón de Tobías latir a toda velocidad.

Dirigí mi rostro hacia la brisa y extendí las alas. Las moví arriba y abajo varias veces y, enseguida, mis pequeñas patas se separaron del suelo. La brisa me envolvió y alcé el vuelo, pero aun así tuve que aletear con fuerza para remontar las copas de los árboles. Tobías se encontraba mucho más arriba que yo, era lógico, tenía mucha más práctica que yo.

Por fin, después de aletear y planear sin descanso, superé las copas de los árboles. El sol brillaba con fuerza, lo cual provocaba corrientes térmicas ascendentes. Me sumergí en una de ellas que me transportó hasta lo más alto. En tan sólo unos segundos me había elevado unos sesenta metros.

Allá abajo divisé la granja de Cassie y cuando me elevé todavía más, vi todos los lugares que me resultaban familiares: las casas de los otros, el centro comercial y el colegio.

<No te separares demasiado —me recomendó Tobías—. Bordearemos la costa. El observatorio queda al norte, a una hora más o menos.>

Llegamos a la costa y enseguida descubrimos los acantilados que descendían hacia el mar. El vuelo era fácil porque allí las corrientes térmicas, que se componen de aire caliente, eran abundantes. Cuando te sumerges en una de ellas, experimentas la misma sensación que si volaras en un ascensor o te deslizaras por un conducto. La corriente envuelve tus alas y te impulsa hacia arriba.

Es una sensación de vértigo fantástica y salvaje, pero al mismo tiempo debes mantenerte alerta y no salirte de la corriente. Por esa razón, para poder seguir a Tobías, giraba a la izquierda y derecha o me daba la vuelta.

<Tenemos que volar por encima de las gaviotas —informó Tobías—. Si están de mal humor y les da por fastidiar, nos perseguirían.>

Era muy emocionante. Allí estábamos nosotros, a centenares de metros del suelo, y abajo, en las playas, los humanos, tumbados en la arena, con menos ropa de la habitual. La ropa es una de las costumbres más raras de los humanos. Siempre se cubren el cuerpo, excepto en la playa, donde llevan menos ropa de lo habitual.

Ésa es una de las cosas que todavía no entiendo, y El almanaque del mundo no servía de mucha ayuda. Sólo decía que Estados Unidos importaba 36,7 billones de dólares en ropa.

<No pierdas de vista a ése de allí>, me advirtió Tobías.

<¿Dónde? ¿El qué?>, pregunté sorprendido. Estaba tan absorto en mis pensamientos que me costó un poco reaccionar.

<Es un halcón peregrino. Probablemente sólo quiera atrapar alguna gaviota, pero quizá cambie de opinión y decida que nuestra carne es más tierna. Aunque es muy pequeño es muy veloz, y también es malo.>

Me mantuve alerta. La Tierra puede resultar un lugar inhóspito y peligroso, al menos para un pájaro.

Pensé que debía de ser muy duro para Tobías vivir así, siempre expuesto a peligros desconocidos para un humano. Tobías había perdido su puesto en lo alto de la cadena alimenticia de la Tierra. Los halcones son ambas cosas: depredadores y presas. Sin embargo, parecía haberse resignado a su destino. ¿Y si en realidad él prefería ser un halcón? Ésa podría ser la razón de que nunca me hubiera preguntado nada sobre los nothlits.

¿Pensaría mi amigo que yo no le contestaría o, todavía peor, que le diría alguna mentira?

Por suerte, el halcón peregrino nos ignoró y nosotros seguimos nuestro camino por la costa. Muy pronto dejamos la ciudad atrás, y enseguida también las playas. La costa se iba haciendo cada vez más abrupta y las olas, al romper contra las rocas afiladas, provocaban una explosión de espuma.

Tan sólo se distinguía una carretera que corría paralela a la costa. Había algunos coches pero pocos edificios. A continuación, y a lo lejos, me llamó la atención una enorme estructura blanca. Bueno, de hecho, había varias. Divisé también un edificio alto coronado por una cúpula y rodeado por una colección de lo que parecían enormes cuencos planos de color blanco orientados en distintas direcciones. Tardé unos minutos en deducir para qué servían.

<¡Ésos son los radiotelescopios! —me reí—. ¿Todavía utilizáis filas de reflectores?>

<¿No te sirven para… lo que intentas hacer?>, preguntó Tobías.

<Sí, en principio no debería haber ningún problema. Si consigo acceder a los ordenadores, en teoría tendrían que ponerse en funcionamiento. Me hace gracia porque son tan primitivos…>

<Supongo que no me vas a decir qué hacemos aquí, ¿verdad?>

<¿Que qué hacemos aquí? Pues, volar, ¿no lo ves?>

<Vaya, pero si resulta que hasta sabes bromear. ¡Estupendo!>