Antes de llegar a la Tierra…
<Preparados para entrar en espacio normal>, nos comunicó el capitán Nerefir por telepatía.
Me hallaba en el puente de mando de nuestra nave cúpula. Estaba eufórico porque era la primera vez que me permitían quedarme allí en lugar de obligarme a permanecer en mi camarote o arriba, en la cúpula. Para mí era todo un honor compartir el puente de mando con los guerreros, los príncipes y el mismísimo capitán.
De no haber sido el hermano pequeño de Elfangor, a un aristh como yo, es decir, a un guerrero cadete, jamás le habrían permitido estar allí. Y menos todavía después de haber chocado contra el capitán Nerefir con tanta violencia que éste cayó al suelo y se lastimó una de sus antenas oculares. Fue un accidente, de acuerdo, pero de cualquier manera no es muy oportuno ni conveniente para un cadete ir por ahí derribando héroes.
Pero como todos querían a Elfangor, me toleraban. Es la historia de mi vida. Estoy seguro de que aunque viviese doscientos años sería recordado como el hermano pequeño de Elfangor.
Salimos del espacio cero, del gran vacío blanco, para adentrarnos en el espacio normal, una inmensa negrura tachonada de estrellas según reflejaban los monitores y, justo delante de nosotros, a miles y miles de kilómetros de distancia, se empezaba a distinguir un pequeño planeta azul en su mayor parte.
<¿Es eso la Tierra? —le pregunté a Elfangor—. No imaginaba que hubiera tanta agua. ¿Por qué no convences al viejo carcamal para que me permita ir con vosotros allí?>
<¡Aximili!, ¿te quieres callas?>, ordenó con severidad mi hermano quien, visiblemente molesto, miró de reojo al capitán Nerefir.
Elfangor temía que el capitán hubiese oído mis palabras pues, según él, había «hablado» muy alto. Yo, en cambio, habría apostado a que no. Nunca hubiera pensado que…
<Así que viejo carcamal, ¿eh? —interrumpió el capitán Nerefir—, así es como me llamáis, ¿no?>
<Estoy convencido de que este aristh no pretendía ofenderle>, se disculpó mi hermano tras fulminarme con la mirada.
Creo que, de haber podido, mi hermano me hubiera arrojado por la esclusa más cercana.
Nerefir giró la cabeza lentamente hacia mí. El viejo andalita tenía un aspecto imponente. Era un gran guerrero, un héroe, y por eso mi hermano lo admiraba. Era su ídolo.
<Vaya, pero si es el mocoso que me tiró al suelo —recordó Nerefir—, conque viejo carcamal, ¿eh? No está mal, me gusta —miró a Elfangor y le guiñó un ojo—. Por esta vez, le perdonaremos la vida, ¿vale?>
De repente…
<¡Yeerks! ¡Señor, hemos detectado una nave nodriza yeerk en órbita sobre el planeta!>, exclamó el guerrero a cargo del sensor.
<¡Atención, han laznado varios cazas-insecto, doce en total! —informó otro—. Se disponen a atacar. Nos alcanzarán en doce minutos terrestres.>
El capitán Nerefir miró a mi hermano mientras sus antenas oculares permanecían fijas en los monitores. En su rostro ya no quedaba ni rastro del buen humor anterior.
<Príncipe Elfangor, ha llegado la hora. Disponga los cazas para la ofensiva.>
Elfangor no aguardó a recibir órdenes y para cuando el capitán terminó de dar la orden, mi hermano ya casi había abandonado la sala. Yo lo seguí y al cruzar la puerta me golpeé la cola.
<¡Aximili, vete a la cúpula enseguida!>, me ordenó mi hermano.
<¡Yo también quiero luchar! —repliqué—. Sé manejar esos cazas tan bien como…>
<¡No hay más que hablar, Aximili! Los aristh no luchan. Todavía no estás preparado. Vete a la cúpula, allí estarás a salvo.>
<¡No quiero estar a salvo!>. Pero un guerrero, incluso un guerrero cadete, debe acatar las órdenes. Elfangor era mi hermano, pero también mi Príncipe.
Desde el puente de mando me llegaban por telepatía voces nerviosas:
<Los cazas yeerks se aproximan rápidamente.>
<Están entrando en el campo gravitacional externo del planeta.>
Elfangor y yo llegamos a los conductos. Decenas de guerreros descendían por ellos a toda velocidad hacia las pistas de lanzamiento, y yo estaba obligado a subir a la parte de arriba y refugiarme en la cúpula. El conducto que llevaba a la parte superior, como os podéis imaginar, estaba vacío.
Estaba furioso. Todos iban a lucha excepto yo. Cuando todo acabara, mi hermano se habría convertido en un héroe y yo seguiría siendo su hermano pequeño, un niño.
Elfangor vaciló durante unos segundos antes de precipitarse por el conducto. Enarcó hacia delante su cola y yo le imité y nuestras colas se tocaron.
<Ya llegará tu momento, Aximili —me consoló mi hermano—. Muy pronto tu caza volará junto al mío, pero no será en esta batalla.>
<Sí, mi Príncipe —acaté en un tono formal y rígido. Sin embargo, antes de que desapareciera por el conducto, como no quería que se fuera pensando que estaba enfadado, añadí—: ¡Ey, Elfangor! Acaba con todos esos gusanos.>
<Ésa es mi intención, hermanito —respondió tras soltar una carcajada—. Ésa es mi intención.>
Fue la última vez que lo vi.
Desapareció por el conducto y yo me dirigí hacia la parte superior, hacia el corazón de nuestra nave: una enorme llanura circula cubierta por una cúpula en cuyo interior había hierba, árboles y agua corriente procedentes de nuestro planeta.
No había nadie más allí. Era el único ocupante en aquella enorme nave, un cadete sin batalla en la que luchar.
Por encima de mi cabeza veía el planeta azul suspendido en un cielo negro. Tenía una luna que más bien parecía una pelota de polvo estática. El planeta, en cambio, parecía rebosante de vida. Sus nubes blancas se arremolinaban sin parar y la luz fulgurante del sol iluminaba vastos océanos.
Se dice que este planeta está habitado por seres inteligentes. Habíamos aprendido sobre ellos en la escuela.
Pero mis ojos principales seguían atentos a las brillantes llamaradas que despedían las toberas de nuestros cazas al lanzarse contra los imparables yeerks.
Me hallaba lejos del puente de mando y fuera del alcance de nuestro campo telepático de comunicación. No oía nada, salvo la suave brisa artificial acariciando las hojas de los árboles. Permanecí de pie sobre la hierba verde azulada, sin perder de vista los diminutos puntos de luz de la batalla que se libraba en la órbita del planeta azul.
Entonces… noté su presencia, sentí una vibración, una ola helada, que me anunciaban que algo terrible iba a ocurrir. La pesadilla estaba a punto de empezar.
Enfoqué mis antenas oculares hacia la luna muerta del planeta azul y allí estaba, una sombra negra se destacaba en la luz blanquecina de la luna, una sombra con la forma de una enorme hacha de guerra.
<¡Una nave-espada! —murmuré—, ¡la nave-espada de un Visser!>
No había ningún caza disponible, todos estaban en la batalla. La nave cúpula contaba con unas armas muy potentes, pero la nave-espada resultaba muy manejable y rápida, quizá demasiado.
Los guerreros del puente de mando no tenían otra opción. Si querían atacar tendrían que separarse de la cúpula. Un chirrido me anunció que la cúpula se había desligado de la parte central de la nave. Entonces, libre y en silencio, vagué sin rumbo.
Luego, la parte de la que me había separado apareció ante mis ojos. Sin la cúpula, la nave no era sino una especie de bastón alargado cuya base sobresalía por el enorme volumen de sus motores, y en cuya parte central se distinguía el puente de mando. Estaban tratando de girar para enfrentarse a la nave-espada, sin embargo no lo hicieron con la suficiente rapidez y la nave-espada disparó.
<¡NO!>
La maldita nave disparó una y otra vez. Los rayos dragón centelleaban en el espacio. De repente… ¡una explosión de luz! Una explosión de luz silenciosa, como la supernova de una pequeña estrella.
La nave… mi nave… se deshizo en mil átomos. Hubo un enorme resplandor de luz y cientos de andalitas resultaron muertos. La onda expansiva llegó hasta la cúpula transformada en sonido. Aquella sacudida atronadora hizo temblar la hierba que yo pisaba, el ruido era infernal.
<¡AHHHH!>
Mis rodillas cedieron y me desplomé. La cúpula giraba fuera de control y la gravidez artificial comenzaba a debilitarse, los estabilizadores habían fallado y la cúpula se precipitaba al vacío, fuera de órbita.
Enseguida entré en el campo de atracción del planeta azul. La atmósfera de un fulgor rojizo me fue descubriendo un cielo que más bien parecía fuego. Los motores de emergencia se activaron con un ruido ensordecedor pero lo único que podían hacer era frenar la nave, que caía a una velocidad vertiginosa hacia el mar resplandeciente.
¡CRRRRAAAAASSSHHHHH!, la cúpula chocó contra la superficie del mar. El agua bullía alrededor de la nave. ¡Me estaba hundiendo!, me hundía en las profundidades del mar del planeta azul. Me encontraba indefenso y completamente aterrorizado.
Estaba solo.
Después de una eternidad, la nave crujió. Había tocado fondo. Al mirar hacia arriba, apenas distinguía la superficie, que debía de estar a unos treinta metros o más de donde yo me encontraba.
Me incorporé con dificultad, me temblaban las piernas, y miré a mi alrededor. Allí estaba yo, en aquella gran llanura extraída de mi planeta, un parque verde azulado perdido en las profundidades de un océano alienígena.
Esperé semanas y semanas. Envié llamadas de auxilio por telepatía a mi hermano. Sabía que él acudiría en mi ayuda… si es que todavía se encontraba con vida.
Al final no fue Elfangor quien me sacó de allí, sino cinco criaturas de este planeta, cinco «humanos», como ellos mismos se llaman. Fueron ellos los que me informaron de que mi hermano había muerto y de que éste, en contra de las leyes y costumbres de nuestro planeta, les había otorgado nuestro poder: la capacidad de la metamorfosis. Cuando me lo contaron me quedé atónito, pero traté de disimular.
Además habían sido testigos de su espantosa muerte a manos de un terrible asesino, el todopoderoso yeerk Visser Tres.
Visser Tres había acabado con la vida de mi pobre hermano indefenso y malherido. Ese monstruo es el único yeerk que ha ocupado y controlado un cerebro andalita.
Visser Tres, una abominación para mi gente, es el único controlador andalita, es decir, el único yeerk con cuerpo de andalita.
Esa horrible sabandija había matado a Elfangor y eso representaba una enorme responsabilidad para mí.
Según la tradición andalita, debía venga la muerte de mi hermano. Algún día yo tendría que matar a Visser Tres.