Jewel
Había agua por todas partes, pero yo estaba sobre ella caminando. Estaba caminando sobre el agua.
El agua se extendía en todas direcciones, hasta donde alcanzaba la vista. Solo había agua y cielo, de un tenue azul. El silencio era absoluto. No sé por qué, pero llevaba un inmaculado vestido blanco que la brisa arremolinaba entre mis piernas.
Caminaba y caminaba. Caminaba con normalidad, como si fuera una superficie dura, podía caminar sobre el agua contra toda lógica.
De pronto caía la noche y oía el rugir de las olas. Apenas unos instantes antes, el agua estaba en calma. La luna brillaba tenuemente.
Las olas se agitaban bajo mis pies. Yo me tambaleaba y me hundía en el agua.
Me quedaba sumergida un instante, en la más absoluta oscuridad y silencio. Después me abría paso hasta la superficie y daba tantas bocanadas de aire como podía antes de que otra ola me alcanzara y me volviera a hundir.
El agua se volvía casi pegajosa. Miraba a mi alrededor y, a la débil luz de la luna, veía que el agua se había convertido en sangre. La sangre que manaba violentamente de una herida cuando uno se hace un corte profundo o cuando tiene un accidente de coche.
Nunca me había cortado las venas, pero imaginaba que manaría esa cantidad de sangre si alguien intentara suicidarse de ese modo.
El vestido blanco estaba teñido de rojo.
El agua volvía a cubrirme la cabeza y la boca se me llenaba de sangre. Al salir de nuevo a la superficie, no paraba de vomitar. Sentía el interior de la boca caliente y pegajoso. Un sabor metálico. Salado.
Podía distinguir dos cuerpos que flotaban junto a mí. Dos chicos. Mi hermano y Sacha.
—¡Jewel!
Mi hermano jadeaba, aún con vida. Yo cogía aire y nadaba hacia él. La sangre se aclaraba hasta convertirse en agua a la luz de la luna.
Al llegar junto a él, me daba cuenta de que no era mi hermano. Era Sacha.
—¿Dónde está mi hermano? —preguntaba presa del pánico.
Sacha empezaba a nadar, a mi lado.
—Está muerto, Jewel, está muerto. —Después desaparecía.
Y entonces me desperté.
Cuando era pequeña —muy pequeña—, creía que los niños ricos, populares y desenvueltos debían de ser muy desgraciados en casa… que tenían padres maltratadores o hermanos horribles y vivían en cuartuchos bajo las escaleras.
Es bastante retorcido si se piensa bien, pero creía que la vida tenía que ser justa… que todo el mundo debía tener cosas buenas y cosas malas. Que la vida de la gente no podía ser absolutamente buena o absolutamente mala, porque eso alteraría el equilibrio de las cosas.
Ahora sé que me equivocaba.
No he hablado de mi hermano con nadie salvo con los tutores de la escuela que en su momento me arrancaron unos pocos detalles (porque eso tiene un efecto condenadamente curativo), y con mis abuelos, a los que no conté mucho; no fue tan malo como cuando la psicóloga de la escuela me pidió que desnudara mi alma ante ella, pero aun así resultó increíblemente incómodo… No creo que eso cambie nunca.
Aunque no lo hacían abiertamente, yo sabía que la gente me culpaba de la muerte de mi hermano. No leo el pensamiento, pero por las lastimosas miradas que me lanzaron durante el funeral y los comentarios de desprecio de las ancianas que habían oído los rumores, lo noté. Sabía que lo pensaban.
Porque, aunque solo tuviera ocho años, había que culpar a alguien.
Esto se debe a un hecho incuestionable: la gente mayor muere. Los abuelos y los parientes lejanos mueren. La gente con enfermedades cardíacas, insuficiencia renal o cáncer de colon mueren.
Los niños también mueren. Los niños calvos de los hospitales. No los niños llenos de vida y vitalidad como mi hermano. No al menos de una forma tan inesperada y fortuita.
Cuando pienso en ello —cosa que ocurre a menudo aunque intente evitarlo; no puedo quitármelo de la cabeza— me doy cuenta de que podría haber sido yo la del pequeño ataúd. Las ancianas habrían lanzado entonces sus miradas de recelo y resentimiento a mi hermano. Creo que en su caso habría sido peor, porque era mayor.
Y siempre me pregunto: «¿Por qué yo? ¿Por qué fui yo la que viví?».
Cuando era pequeña —antes de que él muriera— tenía esa retorcida idea de que el mundo era justo. Con los años llegué a pensar que todo lo que había ocurrido estaba destinado a ocurrir de aquella forma y no podía cambiarse. Ambas ideas eran ridículas y ahora para nada lo creo.
Pienso mucho. Cuando lo único que haces es dibujar, ir a la escuela y dormir, y no tienes amigos ni vida propia, piensas mucho. Eso no es necesariamente malo, pero a veces lo parece. Me siento como una bestia horrible y solitaria a la que nadie querrá nunca, a la que jamás podrán querer.
Pienso en lo que habría ocurrido si mi hermano hubiera vivido y yo hubiera muerto, o si hubiéramos vivido los dos.
Al principio soñaba despierta que mi hermano no moría, que nuestras vidas eran perfectas: mis padres estaban juntos, los abuelos venían a vernos en vacaciones y yo seguía en la escuela de siempre.
Esos sueños cesaron a los doce o trece años, cuando renuncié a la idea de que las cosas volverían a ir bien. Ahora que vivo otra vez con mi madre, han vuelto. Y cuando estoy tumbada en la cama por la noche, intentando dormirme, sueño despierta.
Sueño despierta que mi hermano está vivo y que mis padres siguen juntos. Mi padre es un buen hombre y mi madre sigue siendo la madre que recuerdo de mi infancia. Mi hermano ha acabado el instituto y yo estoy a punto de hacerlo, tengo plaza en la facultad de arte para el próximo año. Mi hermano va a ser abogado, médico o algo igual de elegante e importante. Su novia se parece mucho a True. True y yo hemos ido a la misma escuela, hemos crecido juntas y somos tan amigas que vamos a vivir juntas. Conozco a un chico llamado Sacha y también somos amigos y quizá algo más.
Entonces me duermo y tengo pesadillas. Después me despierto y me encuentro con el mundo real, y no sé qué es peor. No sé cuánto tiempo podré aguantarlo.
Mis sueños nunca se harán realidad. Ni siquiera en parte. Concebir grandes planes en los que están implicados gente muerta y desconocidos es un ejercicio de futilidad. Por la mañana me siento peor al recordar los planes de futuro que he ideado en mi cabeza la noche anterior.
La gente siempre dice lo correcto:
«No te culpes».
«Está en un sitio mejor».
«Todo pasa por alguna razón».
«Es bueno llorar a alguien».
«Si puedo hacer algo, dímelo».
Son palabras vacías y carentes de significado que aparecen constantemente en los libros de autoayuda que hablan del duelo y la superación del dolor. Esos que te encuentras en los quioscos y en las estanterías de liquidación, a la entrada de las librerías de ocasión. Solo son palabras que no sirven para nada y que a nadie le importan en realidad.
Por supuesto, me pregunto dónde está mi padre. Al menos sé que el abuelo, la abuela y mi hermano están muertos y enterrados. Pero a saber dónde está mi padre. ¿Está vivo o muerto? A saber quién es ahora…
Con quien estoy más enfadada es con él. Por dejar a mi madre y verse forzada a enviarme con mis abuelos. Me pregunto cómo habrían ido las cosas si tras la muerte de mi hermano los acontecimientos se hubieran desarrollado de otra forma. Si papá hubiera sido capaz de quedarse con nosotros, con mamá, para que volviéramos a ser una familia. O si los abuelos hubieran vendido su propiedad en el campo y comprado una casa cerca de nosotros, para poder cuidar de mí sin que yo perdiera a mi madre. ¿Qué habría ocurrido si hubiera podido quedarme en mi escuela de siempre, ir a clase con True, conocer antes a Sacha?
Las cosas no fueron fáciles en la escuela tras la muerte de mi hermano. Corrían muchas historias. Los niños no eran necesariamente malos… solo sentían curiosidad, consternación, mi hermano les caía bien. Los niños no mueren. ¿De verdad lo había empujado? También se puede hacer daño sin querer.
Mi padre se fue —una tarde se subió al coche con una bolsa de viaje llena de ropa y ya no volvió—, y mi madre fue a peor con los antidepresivos y las sobredosis. Poco después me alejaron de todo aquello.
Lo recuerdo de un modo confuso, como en una ráfaga, y creo que en aquel momento también fue así… todo sucediéndose a una velocidad vertiginosa, sin nada a lo que pudiera aferrarme. Mi madre desmayada en el suelo, yo al teléfono, una mujer con chaqueta y pantalón y un velado bigote. Después los abuelos abrazándome, apretándome la mano y apresurándose a llevarme a su casa en el campo. Al principio me parecieron solo unas vacaciones —ya había estado allí en verano—, pero después empecé la escuela y el tiempo fue pasando, y de repente mi vida había cambiado drásticamente sin mi permiso.
Todo era diferente. No solo había muerto mi hermano, también había perdido a mi familia. Había dejado atrás amigos, escuela y todo lo que conocía, sin que nadie me preguntara una sola vez si eso era lo que quería. Pero por mucho que lo deseara, no podía volver atrás.
Hace mucho tiempo que no digo su nombre en voz alta.
Ben. Se llamaba Ben. Benjamin Valentine.
Es un nombre muy común. He conocido a muchos Bens. Pero —estoy segura de que sonará patético— cada vez que oigo ese nombre pienso en él, en su rostro, en el hermano mayor a quien medio odiaba y medio quería y admiraba como solo puede hacerlo una niña de ocho años. Y siento un nudo en la garganta. Han pasado diez años y todavía me entran ganas de llorar, si no es que lloro.
Ocho años con Ben. Diez años sin Ben. Aunque recuerdo poco de esos ocho años, os puedo asegurar que estos diez años han sido peores.
Por la noche, en la cama, lloro por su muerte, y también lloro por seguir viva.
Estoy sola; increíble, profunda e infinitamente sola.
Siento un constante dolor en mi interior: aturdimiento, ira, tristeza. El vacío me consume.
No es solo el hecho de que mi hermano muriera. No es solo el hecho de que mi padre se fuera.
No es solo el hecho de que me enviaran con mis abuelos, y no es solo el hecho de que ambos hayan muerto.
No es solo el hecho de que mi madre tomara antidepresivos y llevara su propia vida, al margen de mí.
No es solo el hecho de que me siento responsable de la muerte de Ben, y no es solo el hecho de que no tengo amigos.
Es todo, y todo me supera y me aplasta al mismo tiempo.
Me siento rota por dentro.
Y, peor aún, tengo la sensación de que nadie se da cuenta y de que a nadie le importa, que podría morir y todo seguiría igual sin mí.
Solo deseo que alguien me escuche y se preocupe por mí, y no solo Geraldine, porque a ella le pagan para que me escuche, le pagan para que se preocupe por mí.
Eso me molesta. Pero Geraldine es muy amable e intento que no sea así.