Sacha
Mentiría si dijera que no estaba pensando en sexo.
Pero antes de que empecéis a pensar que soy una especie de pervertido (de lo que no os culparía porque yo mismo empiezo a tener sospechas al respecto), era mucho más que eso.
No sé muy bien cómo —en ese momento estaba viviendo una alucinante experiencia extracorpórea y no lo recuerdo muy bien—, Jewel me llevó a la pequeña cafetería llena de humo que había bajo la mercería, la pequeña cafetería llena de humo cuyo nombre nadie recuerda y que probablemente infringe todas las normativas de sanidad.
Una mujer alta y de hombros anchos embutida en una camiseta deconstruida del Che Guevara (estaba tan desgastada que apenas se podía leer «Revolución») cruzó la sala con aire despreocupado, nos alargó un par de menús y nos dijo que nos sentáramos donde quisiéramos.
Había pocas personas sentadas a las mesas. Algunas fumaban, la mayoría vestían como raramente se veía en los respetables barrios residenciales de la zona sur. Un hombre parecía llevar algo similar a un saco.
Las paredes estaban pintadas de verde oscuro y había incienso ardiendo. Un chico tocaba la guitarra en una esquina mientras discutía acaloradamente con una mujer de cabello gris y cortado a cepillo. De no ser por el humo de tabaco, habría sido acogedor.
Yo me sentía como un intruso (era como estar en el salón de alguien y no en un establecimiento), pero Jewel se sentó en un sillón, dejó la mochila a sus pies y me indicó con un gesto que me sentara frente a ella, al otro lado de la mesita. Ella miró el menú —papel artesanal con los platos vegetarianos garabateados en él pero sin precios— y yo la miré a ella.
Lo hice con mucho disimulo, naturalmente.
Pensaba en su extraña belleza y en por qué me había invitado a tomar café.
Pensaba en cómo inclinarme hacia ella y apartarle el pelo de la cara.
Quería darme de bofetadas por ser tan idiota.
Jewel tosió.
—¿Estás bien? —pregunté.
—Sí. —Jewel sonrió—. Es por el humo.
Quería tocarle los labios. Eran preciosos.
¿Veis lo que quiero decir con pensar en sexo? Eso era lo más cerca que había estado de una chica que no fuera True Grisham (True Grisham, que, a pesar de su belleza e inteligencia, no me atrae lo más mínimo). Es un misterio… a lo mejor se debe a la diferencia de altura, o simplemente al hecho de que somos amigos desde primaria.
Y, no sé, Jewel Valentine tenía algo especial. Había una extraña fiereza en sus ojos, iba sin maquillar, llevaba las uñas muy cortas y unos sencillos pendientes de plata, sin darle la menor importancia a su aspecto.
Cada rasgo en ella era hermoso y único.
Pedimos chocolate caliente con leche de soja orgánica del comercio justo porque no había nada más salvo café. Cuando la mujer alta de la camiseta hecha jirones dejó las tazas en la mesa y yo me incliné para coger la mía, mis dedos rozaron los de Jewel. El corazón casi se me sale del pecho. Seguí dando golpecitos nerviosos en el suelo con el pie.
Me asustaba la intensidad de mis sentimientos por aquella casi-desconocida… una hermosa casi-desconocida que me había salvado la vida, pero aun así una casi-desconocida.
El chocolate caliente estaba, tal como habían prometido, caliente, demasiado caliente, y me quemé la boca. Cuando se enfrió mis papilas gustativas seguían escaldadas y no noté el sabor, aunque tampoco habría notado nada en el estado en que me encontraba.
El guitarrista dejó de tocar y pusieron una música que recordaba vagamente a Bollywood. Entraron algunas personas más con interesantes sombreros y ropa de tienda de oportunidades.
Nos sonrieron a Jewel y a mí, el chico demasiado delgado y demasiado bajo. Yo me sentía estúpido sentado allí con mi uniforme escolar. Sin embargo, Jewel hacía que el suyo pareciera un disfraz, como si ella en realidad no fuera una colegiala y solo lo llevara por diversión.
—Gracias —le dije, intentando romper el silencio que había entre los dos.
No sabía a ciencia cierta si aquel silencio era incómodo o agradable, pero quería decir algo antes de que Jewel pensara que era un aburrido.
Lo cual era cierto, aunque me mentí a mí mismo y me dije que podría engañarla.
Ella sonrió y, tras una pausa, dijo:
—¿Así que tú y los gnomos de jardín?
Eso no me lo esperaba, aunque probablemente debería haberlo hecho. A lo mejor solo me había invitado a tomar chocolate caliente porque le gustaban los bichos raros. ¿Tenía que seguirle el juego o quitarle importancia?
No iba a ser fiel a la verdad. La verdad era peor que cualquier otra cosa. Podía mentir y decirle que era gay y tenía un largo historial de citas con hombres mayores que parecían gnomos de jardín, y aun así habría sido mejor que la verdad.
—Sí —contesté—. Gnomos de jardín. ¿Y tú qué robas para entretenerte?
Jewel sonrió de nuevo. Sus ojos iban del chocolate a mí. Yo no quería que parara de sonreírme.
—Ah —dijo—. La verdad es que soy una auténtica fan de los flamencos de plástico. Deberíamos fundar un grupo de apoyo para ladrones de ornamentos de jardín.
Me reí.
—¿Tienes alguna afición de verdad?
Jewel se puso algo más seria.
—Me gusta dibujar. —Le costó decirlo. Después se estremeció, como si temiera mi reacción.
Parecía que iba a continuar, las palabras en la punta de los labios, pero se detuvo y bajó la mirada con repentina timidez.
Yo llené el silencio, confuso pero lleno de curiosidad, diciendo:
—¿Puedo ver algún dibujo?
Ella me sonrió.
—Puede que algún día.
No tenía claro si aquello era bueno o malo.
Junto a la mesa vi el borde de lo que quizá era un cuaderno de dibujo, aunque también podía ser uno de sus libros de texto asomando por la mochila.
Me incliné y lo saqué, agitándolo con aire burlón. Era un cuaderno de dibujo.
Ella se inclinó e intentó quitármelo. Parecía nerviosa.
—No pasa nada si le echo un vistazo, ¿no? —Dejé que lo cogiera.
Ella se lo quedó mirando, sopesándolo entre las manos. Entonces se levantó, rodeó la mesa y, sentándose en el brazo de mi sillón, me lo dio con rostro inexpresivo.
Abrí el cuaderno de dibujo y empecé a pasar las páginas.
Había retratos, desnudos y bosquejos al carboncillo y a lápiz. Apenas unas líneas creando imágenes de proporciones perfectas y trazos impecables.
Eran increíbles.
Levanté la vista y la miré. Ella se inclinó y observó los dibujos con los labios entreabiertos, concentrada. El cabello le cayó sobre los hombros y me rozó la mejilla. Estábamos muy cerca, pero sin tocarnos.
—Son fantásticos —dije—. ¿Te lo he dicho ya?
Jewel sonrió, después se apartó bruscamente al darse cuenta de que la miraba.
—Gracias —dijo con voz neutra.
Nuestros dedos volvieron a tocarse cuando cogió el cuaderno. Después lo cerró y lo metió en la mochila.
Se sentó y cogió la taza de chocolate.
Una hoja suelta se había caído del cuaderno. La miré antes de devolvérsela a Jewel.
—Es exacta a la madre de mi amiga —dije.
—Sí. —Jewel la cogió y la guardó cuidadosamente en el cuaderno—. Geraldine Grisham. Me he olvidado de dárselo.
—¿Conoces a Geraldine? —pegunté.
—Sí. —Jewel apuró el chocolate que le quedaba—. ¿Has acabado?
Dejó un billete de diez dólares en la mesa.
—Gracias. ¿Trabajas? —pregunté.
—Mis abuelos me dejaron algo de dinero —contestó ella como si eso le molestara.
Guardé como en un archivo todo lo que contó de sí misma. Imaginé que era un especialista en perfiles del FBI. Anoté hasta el último detalle y lo memoricé. Intenté formular una identidad a partir de las cosas que revelaba. Intenté descubrir si ocultaba secretos. Cómo era su familia. Si había tenido muchos novios. Qué quería ser de mayor.
Quería saber más. Quería saberlo todo.
Dejamos aquella nube de humo y salimos a la calle. La mercería ya estaba cerrada y había oscurecido. Era una noche apacible.
Jewel empezó a caminar calle abajo.
Después de dar unos pasos se giró y preguntó:
—¿Vienes o no?
—Vivo en la otra dirección —expliqué.
Creo que se sorprendió. Esperaba que viviera más cerca de su casa, se preguntaba por qué me había alejado tanto de mi barrio.
Yo quería que preguntara más, quería hablar con ella un rato más, y quería que ella quisiera saber tanto de mí como yo de ella.
Quería demasiado.
Ella se sintió incómoda.
—Ah, vale. Adiós —dijo.
Me quedé mirando cómo se alejaba. Cuando llegó a la altura de la farmacia, la llamé.
—¿Irás a la fiesta del instituto el domingo? —pregunté.
Constantemente me venía a la cabeza una especie de letanía que decía: «No tienes nada que perder».
Ella se giró, como si no supiera si volver sobre sus pasos. Se quedó donde estaba. La calle estaba tan silenciosa que podíamos hablar sin levantar la voz y aun así oírnos a varios metros de distancia.
—¿Por qué?
—Está bastante bien. Es muy de barrio, pero por la noche tocan buenos grupos de música. Y las tazas y las atracciones que hay durante el día son geniales. —Le sonreí.
—Entonces puede que vaya.
—Vale.
Ella vaciló sonriendo y bajó la mirada.
—Entonces nos vemos.
No sabía si sentirme eufórico o deprimido. Contemplé cómo se alejaba calle abajo y daba la vuelta a la esquina.
Después me fui por mi camino, bajo las farolas. Y, si las cosas estaban poco claras antes, aún se enturbiaron más.
No podía dejar de pensar en sus ojos, sus labios, su cabello y su sonrisa, y me pregunté qué me pasaba, además de lo obvio.
Platos favoritos de Sacha
El desayuno con huevos y beicon de su madre.
La comida china para llevar.
La pizza barata de los miércoles, una tradición iniciada por su padre.
Las barbacoas en casa de Al.
Los calabacines en rodajas de Geraldine, marca de la casa.