7

Jewel

Todo el mundo dice que la gente no cambia, pero eso es mentira.

True llevaba el pelo cuidadosamente recogido en un moño y sus ordenadísimos cabellos rubios resplandecían con la luz cada vez que se movía. Cuando se llevó la mano a la cabeza para alisarse unos cabellos que no podían estar más lisos —quizá eran los nervios, aunque la expresión de su rostro no denotaba ningún nerviosismo— vi que tenía las uñas pintadas de rosa pálido, con una medialuna perfecta en cada punta.

¿Sabéis qué pensaba? Pensaba: «No existe gente tan perfecta. La gente perfecta vive en las revistas y en la televisión».

Ahora era delgada e increíblemente alta. Debía de medir al menos un metro ochenta. Su rostro era anguloso y afilado y tenía una piel increíblemente tersa y pálida.

Fuimos al comedor. True me indicó con un gesto que me sentara y fue a la cocina a preparar té. No se puso a hablar desde la cocina a gritos —la gente perfecta no grita, ¿verdad?—, así que esperé sentada a la mesa, siguiendo con los dedos el dibujo del mantel, hasta que volvió con dos tazas de té y una bandeja con galletas. Se fue otra vez y volvió con azúcar moreno y una jarrita de leche.

En serio, ¿quién utiliza jarritas de leche, salvo en los anuncios de cereales?

Yo estaba sentada en la cabecera de la mesa. True se sentó en la silla más cercana y cruzó delicadamente los tobillos. Las dos nos servimos leche y azúcar en el té.

—Mamá, quiero decir, Geraldine, no está —explicó True.

Era increíble. Qué coincidencia más extraña. ¿Cómo no había recordado a True hablando de su madre en la escuela? Supongo que ambas éramos muy pequeñas y que en aquella época Geraldine todavía trabajaba a jornada completa. Nunca habíamos estado una en casa de la otra; True se quedaba casi cada día en el centro infantil y mi madre me hacía ir cada tarde a ballet, natación o cualquier otra actividad. Ninguna de ellas duró mucho. Habíamos sido íntimas amigas, pero aquella amistad se circunscribía al patio del recreo de la escuela. Sea como fuere, yo nunca iba a casa de los demás ni invitaba gente a casa. No sé por qué. Puede que incluso en aquella época quisiera mantener las distancias con la gente. Puede ser que, independientemente de lo que hubiera pasado, habría acabado siendo la marginada social que soy ahora.

Cuando era pequeña, True Grisham no se sentaba erguida como ahora, ni fruncía sus finos labios como si estuviera perpetuamente irritada, ni llevaba rebecas de color rosa de cachemira sin una hebra suelta.

La pequeña True trepaba a los árboles, llevaba las uñas sucias y escribía sin cesar en un cuaderno negro de espiral. Ambas lo hacíamos. Estábamos pasando por una especie de fase Harriett la Espía.

True Grisham había cambiado, pero no estaba segura de que yo lo hubiera hecho.

—¿Qué pasó? —pregunté al cabo de un rato.

Nos habíamos quedado en silencio, yo sorbiendo ruidosamente el té e intentando no tirar migas al suelo y True mirando fijamente el papel de la pared.

—¿Hummm? —murmuró True—. ¿Qué pasó cuándo?

—Cuando me fui.

True sonrió.

—No recuerdo muy bien mi infancia, Jewel. —Suspiró—. Mi padre murió de un fallo cardíaco y en esa época decidí ser periodista. Mi madre está semijubilada, como ya sabes. Me dijo que te había visto. A grandes rasgos, más o menos eso.

—Siento mucho lo de tu padre. Yo… no sé dónde está el mío. Solo he vuelto porque mis abuelos han muerto.

True asintió y sonrió con tristeza.

—Yo también lo siento, Jewel.

—¿Me echaste de menos? —pregunté entonces—. Perdona, es una pregunta muy rara…

—No pasa nada. Sí, claro que te eché de menos.

—¿Y cómo te va con los amigos, el instituto y todo lo demás?

—Bueno, al año de irte vino un niño nuevo a la escuela. Nunca se me han dado bien las relaciones personales, así que es prácticamente mi único amigo. Sacha Thomas… —Se detuvo al ver la expresión de mi rostro—. Sí, ese Sacha Thomas. Este año vuelvo a ser la editora del periódico escolar, así que no tengo mucho tiempo para nuevas amistades.

—¿Qué harás el año que viene?

—Iré a la universidad —dijo—. Con un poco de suerte, conseguiré plaza en una universidad de la ciudad. Hay un par que me interesan mucho. Y después sustituciones. ¿Y tú?

No se me ocurrió qué decir.

—Eh, no lo sé.

True asintió un par de veces y después bebió un poco de té.

—Siento… siento mucho lo que te ha pasado, Jewel.

—¿Podemos hablar de otra cosa?

True volvió a asentir.

Nos quedamos en silencio un instante hasta que dijo:

—Has cambiado, ¿sabes? En el fondo me esperaba que siguieras siendo una niña. Sabía que habías crecido, claro, Dios, pero no conseguía imaginármelo.

—Yo iba a decir lo mismo de ti —dije.

—En esencia, no he cambiado, Jewel —replicó True—. Y estoy segura de que tú tampoco. Pero sí, soy diferente. He crecido, y tú también. —No me miraba. Se humedeció los labios. ¿Estaba nerviosa?

La observé.

—Podrías salir en un anuncio de dentífrico blanqueador. Uno de esos con flúor, ¿los conoces?

—Lo que importa no es el aspecto exterior —dijo ella sacudiendo la cabeza, con una leve sonrisa en los labios—. Además, tú pareces la batería de una banda punk.

—Ah, ¿sí? —dije—. ¿Te he comentado lo hardcore que soy ahora?

True rió y volvió a sacudir la cabeza. Yo también reí. Me tomé otra galleta. Me sentía tensa y emocionada.

—El rosa sigue siendo mi color favorito. —Ahora True sonrió de verdad—. Ya sabes, por si necesitas asegurarte de que sigo siendo la misma persona.

—Sería más feliz si te siguiera gustando colorear libros y vestir muñecas-bebé.

—Las muñecas-bebé dan grima —dijo True—. Y detesto que haya muchas más muñecas blancas que negras. Estadísticamente, es incorrecto, además de racista. Y hay muchas más muñecas que muñecos. ¿Qué decir de eso?

—Deberíamos presentar una reclamación.

True asintió.

—Estoy de acuerdo.

A medida que pasaban los segundos, True iba pareciéndose cada vez más a la pequeña True que conocía.

—¿Sabes?, imaginaba que acabarías dedicándote a algo relacionado con la escritura —dije.

—¿De verdad?

Asentí.

—Sí. Pero no al periodismo. Creía que te dedicarías a algo menos relacionado con la actualidad y los hechos objetivos, algo como la poesía o la novela, por ejemplo.

—Quizá. Quizá algún día. —True sonrió otra vez—. ¿Y tú qué? ¿Alguna aspiración creativa?

—El dibujo, evidentemente. —Le mostré mi cuaderno y después saqué el retrato de Geraldine—. Oye, ¿podrías dárselo a tu madre?

True cogió el dibujo y lo miró. Respiró hondo y se lo quedó observando con el ceño fruncido. Después me lo devolvió y posó la mirada en el bordado del mantel.

—Deberías dárselo la próxima vez que quedes con ella —dijo—. Creo que es mejor que se lo des tú misma. —Me sonrió y, bajando de nuevo la mirada, empezó a recorrer el bordado con los dedos. Noté que iba a decir algo más, así que me limité a guardar el retrato en el cuaderno.

Entonces True levantó la vista y me miró directamente a los ojos. Yo intenté no apartar la mirada. Ella ni parpadeó.

—Es fantástico, Jewel. Realmente fantástico.

No se me da bien recibir cumplidos, así que me limité a murmurar «Gracias» y mirar mi cuaderno.

Charlamos un rato más y, aunque la conversación fue algo forzada e incómoda, resultó agradable.

Me fui cuando el sol empezaba a ponerse. Geraldine aún no había vuelto a casa.

—Nos vemos en el colegio —dijo True en la puerta—. Cuídate.

Crucé la zona residencial en autobús y después fui andando desde la parada a casa con una sobrecogedora sensación de déjà vu asaltándome en cada esquina y una intensa añoranza por mi infancia.

Al doblar la esquina de la calle, vi a Sacha Thomas frente a mi casa y me detuve.

Estaba a media manzana, delante de nuestra valla… estrechando entre los brazos un gnomo de jardín. La luz se sumergía entre los árboles, el sol del atardecer derramaba oro sobre los cuidados parterres.

Sacha Thomas, en la acera de mi casa, con un gnomo de jardín.

Era como uno de esos sueños extraños que se tiene antes de despertarse, en los que nada tiene sentido y se suele descuartizar a la gente y hacer sopa con ellos.

¿O eso solo me pasa a mí?

Sacha Thomas… el chico que había sacado del lago y reanimado; el chico que True Grisham me acababa de decir que había sido su único amigo desde que me había ido; el chico al que le gustaba, según decía Little Al, aquel tío tan ridículamente alto (no es que me tome en serio lo que me dicen los tíos ridículamente altos respecto a la gente cuya vida he salvado, pero valía la pena tomar nota).

Era escalofriante, pero también intrigante.

En lugar de lanzarme a por él y exigirle explicaciones, me quedé observándole. Supongo que eso me convertía en un bicho raro, pero me daba igual. Hacía una década que había asumido que mi papel era hacer sentirse incómoda a la gente.

Era tan delgado que un dibujo de palitos lo habría retratado a la perfección, y tan bajo —más alto que yo, naturalmente, pero eso no tenía ningún mérito— que comprendí por qué aquella noche en el lago había pensado que era más joven que yo.

Entonces él me miró (tenía esa clase de rostro al que los antiguos poetas habrían dedicado sonetos, de haber vivido en la época isabelina y ser aprendiz de un juglar gay), sus ojos se cruzaron un instante con los míos y acto seguido soltó el gnomo.

Dio rápidamente un paso atrás y miró el suelo. El gnomo se había partido en pedazos que bailoteaban por la acera. El ruido me hizo estremecerme. Él volvió la vista hacia mí y se mordió el labio inferior. Parecía un pajarillo herido, un pajarillo herido que acababa de destrozar el gnomo de jardín de alguien. Mi gnomo de jardín. O como mínimo el gnomo de jardín de mi familia.

De lo que quedaba de la familia.

Empecé a caminar hacia él. Vi que tragaba saliva y se arrodillaba para recoger el gnomo. Uno, dos, tres, cuatro pedazos. Después se puso en pie, apretándolos entre los brazos y evitando mirarme a los ojos.

Cuando me detuve frente a él, me miró por debajo del flequillo. Tenía el pelo rubio y fino.

—¿Es tuyo? —preguntó.

Me alargó los restos del gnomo y, al cogerlos, nuestros dedos se tocaron un instante. Tenía las manos húmedas.

—Supongo que era —dije yo. Señalé la casa con la cabeza—. Vivo aquí.

—Es bonita —asintió él mirando la Casa de los Recuerdos Dolorosos hecha de arenisca artificial—. Siento lo del gnomo.

De los pedazos grandes de cerámica se habían desprendido pequeños trocitos que ahora estaban esparcidos por el suelo. No valía la pena arreglarlo.

Habían recogido la basura por la mañana, pero nuestro cubo seguía en la acera. Me acerqué y tiré el gnomo.

—No sabía que era tu casa —dijo él—. No estoy acosándote.

Parecía sincero, pero ya se sabe, los acosadores siempre parecen sinceros. Quería decírselo, gastarle una broma, pero no lo hice. Me volví hacia él y nos quedamos en silencio unos segundos.

—¿Te apetece ir a tomar un café? —pregunté entonces con ese tono ligero y jovial que no se sabe de dónde proviene. Ni el menor rastro de sarcasmo a la vista.

Él vaciló y me miró directamente —sus ojos eran como brillantes estrellas sin fondo, de un gris tan pálido que parecían no tener iris—, tal vez intentando dilucidar si hablaba en serio o no, calculando cómo debía reaccionar.

—No bebo café —musitó.

Sonreí.

—Yo tampoco. Debería haber preguntado si te apetecía ir a tomar un chocolate caliente.

—¿Quieres decir ahora? —preguntó.

Asentí.

—De acuerdo —sonrió él con timidez—. Y… siento lo del gnomo.

—Eso ya lo has dicho. No te preocupes. Después me pasaré por Bunnings.

No había ido a los almacenes Bunnings en mi vida, pero qué demonios. Podía atropellarme una carretilla elevadora y acabar con mi absurda existencia.

Sin embargo, ahora que estaba frente a aquel extraño chico, no tenía especial interés en que me atropellara una carretilla elevadora.

Quería ir a tomar café o chocolate con el ladrón de gnomos de jardín, con el chico al que le había salvado la vida.

El gnomo de jardín tendría que esperar.