Sacha
Mi madre siempre había sido delgada… pequeñita, esbelta, de formas angulosas que disimulaba con vestidos de volantes. Siempre se pintaba las uñas de rojo y se teñía su largos cabellos hasta la cintura un tono más oscuro de su castaño natural.
Recuerdo que una vez, cuando tenía nueve o diez años, visitamos el cementerio en el que estaban enterrados sus abuelos (pasado un tiempo, unos seis años que me parecieron toda una vida y a la vez apenas un instante, enterrarían a mi madre en la misma parcela). Extendimos una manta de picnic en la hierba y nos tomamos unos bocadillos. Mi padre pintaba el paisaje. Mi madre estaba apoyada en la lápida de su abuelo mientras ella y yo armábamos mucho jaleo.
Mi padre intentaba hacernos callar —tenía miedo de que nos metiéramos en un lío por hacer tanto ruido—, pero creo que lo que le gustaba de mi madre era su indiferencia por las normas sociales y por lo que hacía la gente adulta. O lo que hizo que se enamorara de ella. No lo sé. No soy él, así que no lo sé.
Después del picnic exploramos el cementerio. Mi madre reía y saltaba como una niña, sin darse cuenta de que estaba bailando sobre ataúdes.
Recuerdo con mucho afecto ese día, porque fue una de las pocas veces que pude salir del hospital y estaba suficientemente sano para correr y jugar. Papá me cogía en volandas y dábamos vueltas como una peonza, y yo me sentía embargado de pura felicidad.
Conservo una foto de aquel día con mi madre (además de pintar, mi padre tenía cierta afición a la fotografía), yo con el pelo corto y rizado y mi madre con una sonrisa que casi le llegaba a las orejas.
Antes de su muerte solo la veía como una madre. Cuando murió se convirtió en una persona real y no solo en alguien que existía exclusivamente para hacerme feliz.
Tras su muerte todo eran «porqués»: ¿por qué se había hecho aquello a sí misma? ¿Por qué no lo había impedido? ¿Por qué nos pasaba eso a nosotros? ¿Acaso no éramos buenas personas?
Me culpo a mí mismo, como también haríais vosotros si vuestra madre se tuviera en tan baja estima que se matara de hambre. ¿A quién si no se podría culpar?
Cuando salió a la luz que mi padre era gay, las cosas cobraron sentido… de esa forma retorcida en que cobran sentido las cosas terribles, como cobra sentido una guerra mundial, como cobra sentido el abuso de menores, como cobran sentido los tiroteos en las escuelas. Recordé a mi madre intentando hacer que papá se fijara en ella, intentando que volviera a encontrarla atractiva. Yo había crecido sabiendo que mi padre era distante y se perdía en su propio mundo, y estaba acostumbrado a que a veces se pasara el día pintando y se olvidara de mí. Así era él. Pero para mi madre era diferente, ella recordaba la época en que la quería y era lo más importante para él. Creo que mi padre siempre la quiso, pero su forma de quererla fue cambiando con el tiempo.
Mi padre no es una mala persona, que quede claro. Pero ha hecho algunas estupideces. Aunque no ayudó, tampoco fue el único responsable de su muerte. A mi madre le afectaba demasiado lo que pensaran de ella, y eso fue su perdición. Se preocupaba demasiado. Solo era lo que los demás veían en ella o, mejor dicho, lo que creía que veían en ella.
Y cerca del final, apenas quedaba nada que ver de ella.
Mierda, estoy divagando demasiado. A veces creo que la entiendo, que entiendo por qué hizo lo que hizo. A veces creo que entiendo a mi padre y por qué se evade de la realidad. Pero la mayoría de las veces no entiendo nada. Por no entender, no me entiendo ni a mí mismo.
Ahora estoy enfermo otra vez. La leucemia ha vuelto después de años de remisión. Casi consigo completar el instituto sin pasar por el hospital. No tengo la culpa de estar enfermo, pero puede que, en cierto modo, sea el merecido castigo kármico de un ser superior por dejar que mi madre muriera. Estoy enfermo, me estoy muriendo, la leucemia me está matando, y las cosas van perdiendo poco a poco su sentido.
Estar enfermo de pequeño significó meses de hospital, medicación, inyecciones y pruebas constantes. Mis padres siempre estaban nerviosos y yo me sentía culpable por ello. Me imaginaba en algún otro sitio. Mientras que los demás chicos fantaseaban con hacerse astronautas o cantantes, yo solo quería volver a ser normal. Quería volver al colegio, estar con mis amigos. True iba a visitarme, pero no era lo mismo. Lo único que deseaba era no tener que vivir cada día agotado, con dolores y temiendo una posible infección. Cuando estaba demasiado enfermo para ir al colegio miraba la tele, hacía los deberes cuando podía y True me llamaba por teléfono para contarme cómo les iba a mis compañeros.
No podía jugar al fútbol ni ir a clase de arte (y me negaba a que me enseñara mi padre). Casi ninguna actividad era factible, incluso cuando no estaba ingresado en el hospital. No podía arriesgarme a caer enfermo. Ya en el instituto, aunque estaba mejor, no logré encontrar nada en lo que fuera bueno. No tenía más distracciones que el colegio y los amigos. Y después de clase, sin mis amigos, me sentía como si no fuera nada. La enfermedad me había absorbido de tal forma y durante tanto tiempo que no sabía con qué llenar el vacío o cómo llenarlo.
Pero ahora me estoy muriendo. Dentro de poco no tendré que preocuparme por el vacío que siento en mi vida ni por mi sentimiento de culpabilidad por mamá.
—¿Has hablado con ella? —pregunté incrédulo—. ¿Por qué?
Little Al habló con suavidad al otro lado del teléfono.
—Eh, eh, eh, te estaba haciendo un favor.
—Voy a colgar ahora mismo —dije—. Amigo mío, eres un…
—¿Niño prodigio?
—No estaba pensando en eso precisamente.
—Estás deprimido, lo noto —dijo Al—. Pásate por casa. Seguramente iremos a buscar comida china preparada. A Mason le gusta una de las chicas de Lucky House e intenta ligársela mientras pide los dim sim. Es muy divertido.
—No sé, Al. —Contemplé la valla trasera con su pintura desconchada y el tendedero que se agitaba al viento—. Tengo cosas que hacer.
—¿Duck?
—¿Sí?
—Ven.
—No…
—Voy a buscarte ahora mismo. ¡No te muevas de ahí!
—Al… —intenté protestar.
Pero Al ya había colgado.
Diez minutos después llamaron a la puerta. Al abrir me encontré a Little Al devorando unas patatas fritas en el porche.
—Me ha entrado hambre por el camino —explicó alargándome el cucurucho de patatas.
—No voy a ir —dije—. No puedes obligarme. —Intenté ignorar el hecho de que medía casi treinta centímetros más que yo y que, si quería, podía cargarme a hombros y llevarme contra mi voluntad.
Al sonrió. Asomó la cabeza por la puerta y gritó:
—¡Señor Thomas, ¿le importa que secuestre a su hijo esta noche?!
—¡En absoluto! —gritó él—. ¡Quédatelo si quieres!
Lista de Sacha de formas extrañas de morir
Envenenado con semillas de narciso.
Alcanzado por varios rayos.
Aplastado por un satélite perdido.
Ahogado en un bol de cereales.
Asfixiado con una hamburguesa.
La familia de Al vive en uno de los barrios más marginales de la ciudad. De noche nadie sale a pasear, pero de día las calles están llenas de niños jugando descalzos a la pelota. Hay coches destartalados en las entradas y uno o dos alcohólicos en cada familia.
La gente con dinero tiene tantos defectos como ellos, unos diferentes, otros similares, pero los ocultan mejor (casi siempre).
Junto a la casa hay una caravana, en la que una hermana de Al, su novio y el bebé están viviendo temporalmente. «Hasta que se recuperen», dice la madre de Al. En la casa hay unos cinco dormitorios ocupados hasta los topes por más hermanos y hermanas (todos mayores que Al, salvo Maddie, la pequeña), por los padres, que están separados pero viven bajo el mismo techo (el padre con su novia actual; algo completamente normal para Al y su familia, pero que a mí me parece alucinante, aunque jamás lo he dicho en voz alta), y por un par de tías y la abuela.
Little Al vive a gusto con su familia —todos son exageradamente altos—, pero no es como ellos. Será el primer miembro de la familia que acabe el instituto y el primero en ir a la universidad en vez de hacer formación profesional. Su padre es albañil y un par de hermanos carpinteros y electricistas; la mayoría de las mujeres de la familia son peluqueras o trabajaban en salones de belleza, excepto una tía que también es albañil (usa zapatos cómodos, lleva el pelo muy corto y nunca ha tenido novio y, aunque todo el mundo supone que es lesbiana, nadie habla de ello). Los Mitchell son agradables, ruidosos y simpáticos, siempre están organizando barbacoas o haciendo hogueras y te invitan a cenar aunque apenas te conozcan.
El hermano mayor de Al, Mason, se cruzó con nosotros cuando salía.
—Tííío —me saludó—, ¿cómo te va?
—Bien, gracias. ¿Y a ti?
—Genial, tío, genial. —Mason se giró hacia Al—. Me cae bien este chico —dijo señalándome.
Al rió.
—Vale, Mason.
Fuimos a la cocina. La madre de Al iba de un lado a otro afanada entre cazuelas y sartenes con un cigarrillo colgando de los labios. Era corpulenta y agradable, de ojos pequeños y vivos. La hermana mayor de Al, Miri, le estaba dando una papilla verde a su hijo. El niño (Nathan, creo) la escupió sobre el babero y lanzó una risita alegre.
La madre de Al estampó una cazuela en el fogón.
—Johnny se ha vuelto a largar, leches —le dijo a Al—. Menudo cuñado.
Entonces me vio.
—¡Sacha! ¡No te había visto! ¿Cómo le va a tu padre?
—Genial, señora Mitchell.
—¿Por qué nunca me llamas Sal? —preguntó ella riéndose—. Dile a tu padre que puede venir cuando quiera. —Guiñó un ojo a la hermana mayor de Al—. Deberías conocer al padre de Sacha, Miri. Está como un tren, aunque es gay. Los que valen la pena siempre lo son.
Little Al rió.
—Hablando de estar como un tren —Miri apuntó a Al con la cucharita de bebé—, ¿dónde está True Grisham?
—Ya sabes que puedes traerla cuando quieras; no tienes por qué ocultarnos tu relación con ella —dijo su madre—. ¿Es que tu madre te hace sentirte incómodo?
—Para nada, mamá —dijo Al—. True y yo no somos amigos.
Su madre le miró escéptica y después se giró hacia mí:
—¿Quieres una cerveza, cariño? No se lo diremos a nadie. —Me guiñó un ojo.
—No, gracias. Estoy con medicación —contesté.
—¿Te quedas a tomar el té? —preguntó Sal—. Mason ha ido a comprar comida china y yo voy a hacer un poco de arroz extra.
—No sé —contesté—. Puede que mi padre quiera que vaya a casa.
—Bueno, mamá, nos vamos. —Al me arrastró fuera de la cocina.
—¡Cuida de tu padre, Sacha! —gritó su madre—. ¡Podéis venir a cenar cuando queráis!
—Siguen creyendo que me acuesto con True —dijo Al ya en la entrada.
Me reí.
—Ni en sueños.
Little Al se detuvo frente a la puerta de su cuarto.
—Ya, ya lo sé.
Sacudí la cabeza y le seguí dentro. Después me senté en la cama y busqué debajo alguna pelota de tenis. Encontré una que representaba una neurona, pintada así para algún proyecto del instituto (o, conociendo a Al, solo por diversión). Empecé a lanzar la pelota contra el techo, tumbado en la cama, mientras oía el barullo de gritos, discusiones y risas procedente de las demás habitaciones de la casa.
En ese momento, me di cuenta de lo mucho que echaba de menos el ruido. En mi casa reina una especie de silencio perpetuo que no creo que haya existido nunca en casa de Al.
Al se sentó en su silla giratoria y empezó a dar vueltas y vueltas. En la mesa tenía un modelo de ADN hecho con palillos y bolas de poliestireno.
Dejé de lanzar la pelota contra el techo, volví la cabeza y le miré. Él se paró.
—¿Qué?
—¿Por qué creen que te acuestas con True? Nunca viene a tu casa.
Al se encogió de hombros.
—Han visto el anuario —dijo con un suspiro—. No me dejan tranquilo desde que han visto esa etiqueta de «pareja ideal».
—Pero ¿a ti te gusta?
—Ya sabes que sí. —Al se llevó la mano a la frente y suspiró con aire melodramático—. Ah, los sinsabores del amor no correspondido…
—Me pregunto por qué actúa así. —Seguí lanzando la pelota contra el techo.
—Mujeres —dijo Al imitando a David Attenborough—. Una desconcertante especie. —Después añadió con voz normal—: Creo que me odia.
Negué con la cabeza.
—No, no te odia. ¿Por qué no hablas con ella, Al? Pregúntale si quiere salir contigo. Tampoco es para tanto.
Al rió y también negó con la cabeza.
—Ya sabes que no le gusto.
—No le gustabas cuando teníais trece años. Han pasado cinco años. A lo mejor solo está esperando a que se lo pidas.
—Ya sabes que ese no es su estilo —dijo Al.
Dejé de lanzar la pelota y me senté.
—A veces tienes que correr riesgos, ¿vale? ¿Y si mañana te atropellara un autobús? —pregunté.
Al dijo:
—Ya no importaría. Estaría muerto.
Suspiré.
—¿Y si mañana se acabara el mundo?
Al dejó de dar vueltas un momento y ladeó la cabeza.
—Hummm, entonces estaríamos todos muertos. Tampoco importaría —dijo.
—¡Ufff! —exclamé derrumbándome en la cama—. No lo coges. Lo que intento decir (lo que intentas ignorar deliberadamente) es que quizá mañana no quede nada. Tienes que hacer y coger lo que quieres ahora.
Al rió, pero esta vez su risa no era sincera.
—¿Desde cuándo te pones en plan Eckhart Tolle conmigo?
Me senté de golpe en la cama, hundí la cabeza entre las manos y suspiré.
Al añadió:
—Creo que deberías seguir tu propio consejo.
—Es más fácil dar consejos que seguirlos —mascullé con la cabeza entre las manos.
—Yo diría que tienes muchos números con la tal Jewel. Está muy buena.
—Dicho así, suena bastante ofensivo —repliqué mirándole.
Al lanzó un bufido.
—Sacha, conoces a mi familia, ¿verdad?
—Lo que he dicho antes iba en serio —dije yo.
Al extendió los brazos por encima de la cabeza y casi tocó el techo. Después aplaudió sin ganas.
—La vida es algo más que salir con alguien.
—No me habría esperado nunca oír eso de ti, Al —dije yo.
Él sonrió.
—Ya lo sé.
—¿Y si True se muere?
—¿Qué? —exclamó Al mientras la sonrisa se le borraba de los labios—. ¿Se está muriendo? ¿Está enferma?
—No, no, no. Que yo sepa, al menos. —Lancé una mirada a Al—. Estoy hablando hipotéticamente.
—De verdad, ¿qué te pasa esta tarde? —preguntó Al incrédulo—. Dentro de nada irás por ahí vestido de negro y escuchando música emo.
Sonreí.
—Bonita imagen.
Al asintió mientras sonreía burlón.
—Sí, tú y Draco Malfoy.
Los dos lanzamos una carcajada tras lo cual nos quedamos en silencio.
—Me quedaría hecho una mierda si se muriera —dijo Al poco después—. Pero no se va a morir. Y aunque así fuera, daría lo mismo que estuviéramos saliendo o no. Probablemente, me sentiría peor si estuviéramos saliendo.
—Pero lamentarías —dije yo—, no habérselo pedido.
—¿Has visto cómo me machaca con la mirada? —preguntó Al.
—No es para tanto —repliqué—. A mí a veces también me mira mal. Casi siempre pone esa cara.
—No creo que True sea tan especial —dijo Al encogiéndose de hombros.
Le miré escéptico.
Él torció el gesto y después dijo atropelladamente:
—Vale, me parece fantástica. Pero, Dios, ella nunca pensará eso de mí.
—De verdad, creo que deberías ir a por todas —dije.
—De verdad, creo que deberías meterte en tus asuntos —replicó Al.
—Míralo así —dije yo levantando la mano para hacerle callar—. En lo que a True se refiere, tu orgullo quedó reducido a cenizas a los trece años. Ya no te queda nada que perder.
—Lo más probable es que a finales de año estemos en universidades diferentes —replicó Al—. No tiene sentido pedírselo.
—Exacto —dije yo—. Pero deberías hacerlo. Si sale mal, dentro de un par de meses ya no tendréis que veros más. Si no se lo pides, cada uno se irá a una universidad distinta y te garantizo que te arrepentirás de no habérselo pedido. Y al cabo de los años, morirás solo.
—No tenías por qué añadir eso último.
Asentí.
—Entendido.
—Pero, ahora en serio —dijo Al—, ¿desde cuándo te has convertido en Emma?
—¿Emma?
—Emma, la del libro de Jane Austen, titulado igual, Emma. —El rostro de Al se sonrojó mientras se explicaba.
—¿Te has leído ese libro?
—No —espetó Al—. Claro que no. Mi hermana.
—¿En tu familia lee alguien?
—Tenía que acabar pasando —dijo Al—. En fin, ¿qué vas a hacer cuando acabe el curso? ¿Irás a la universidad con True o conmigo?
Negué con la cabeza.
—No voy a ir a la universidad.
—Entonces, ¿adónde irás?
—No… no lo sé.
Al me miró con recelo.
—Tienes que ir a algún sitio, Duck. ¿No has hecho ningún plan?
—Dejemos eso por ahora, ¿eh? —dije yo, esperando que no insistiera en el tema.
—Vale —repuso Al—. ¿Pasamos de cosas profundas y serias a dar toques a la pelota? Dios, eres una nenaza, ¿lo sabes?
—Solo los martes —contesté.
—Siempre puedes hacerte drag queen —dijo Al con expresión muy seria.
—No lo descarto —repliqué irónico.
—Bueno, ¿qué te apetece hacer? —Al volvió a sonreír—. ¿Te he dicho que Mason se ha comprado el último número de Halo? Está un poco estropeado y descolorido porque se lo ha comprado a esos piratas del mercado… no son piratas de verdad, ja, eso sería divertido, son esos que…
—Hummm, ¿Al? —le interrumpí.
—¿Qué? —preguntó él.
—La verdad es que tengo cosas que hacer en casa —dije—. Me voy, si no te importa.
—¿Y qué pasa con la cena? —preguntó él—. La comida está a punto de llegar.
—Es mejor que cene con mi padre —repliqué—. Está un poco nervioso. —Lo cual se acercaba bastante a la verdad.
Al asintió despacio.
—Vale. Te llevo a casa.
Fue a la cocina a coger las llaves. Una vez fuera, antes de subir al coche, me tocó el hombro y me detuve.
—Sabes que puedes hablar conmigo de lo que pasó el sábado, ¿verdad?
—Oh, Dios —gemí—. Todo el mundo me dice lo mismo, Al. Todo va bien. Estoy bien.
—Lo digo en serio —dijo Al preocupado.
Sentí náuseas: náuseas de mí mismo principalmente, por razones que no estaban claras.
—Gracias —logré decir.
Confío en Al. Confío en True. Confío en mi padre, a pesar de que estoy cabreado con él y con el señor Carr. Pero todavía no estoy preparado para hablar. No sé si algún día lo estaré. Tampoco sé si eso ayudaría en algo.
Algunas veces discuto mentalmente conmigo mismo, señal de locura, imagino. Una voz me dice: «No hay nada peor que guardártelo para ti mismo. ¡Cuéntaselo a alguien! ¡Cuéntaselo a todo el mundo!».
La segunda voz es más calmada, más propia de mí. Por eso confío en ella. Me dice: «No tienen por qué saberlo. No les obligues a saber que estás enfermo; no deben compadecerte, no deben quedarse en vela toda la noche, preocupados. Estarás bien, puedes arreglártelas solo».
Sé que ambas voces soy yo, pero aun así las escucho. Me engaño pensando que me dirán algo que todavía no sé.
Mi padre lo sabe; sabe que estoy enfermo porque me acompaña a hacerme las pruebas. Lloró en su habitación la semana que supimos que volvía a tener cáncer y que esta vez era más agresivo. Cada vez que intenta sacar el tema, que intenta hablar conmigo de ello, me voy de la habitación. No puedo hacerlo. Hay muchas cosas de las que no se habla en mi casa. Del silencio. Del señor Carr. De mi madre.
Simplemente, no estoy preparado para hablar de ello, ¿vale?