5

Jewel

El martes por la tarde, después de clase de arte, el señor Carr me preguntó si podía ver mis trabajos.

—Este es fantástico —murmuró.

Ladeó la cabeza y estudió el dibujo, recorriendo las líneas con los dedos. Parecía entusiasmado. A mí me parecía un dibujo corriente. Unas pocas líneas a lápiz, nada especial. Era un retrato de Geraldine, el rostro arrugado en una sonrisa. Había puesto especial cuidado al trazar las líneas que surcaban los ojos y la frente. Su rostro era viejo, pero la sonrisa era joven, y esperaba que el dibujo hubiera captado su esencia. Al menos al señor Carr parecía gustarle.

—¿Seguro que no tienes formación académica? —preguntó.

—Solo la de la escuela —repliqué yo—. Pero llevo toda la vida dibujando.

—¿Te importaría…? —musitó el señor Carr—. ¿Te importaría que lo expusiéramos? No en el aula… tal vez en el vestíbulo. Enmarcado.

—La verdad es que iba a dárselo a alguien —dije. Quizá se podía exponer y yo estaba poniendo problemas como siempre. Pero realmente tenía la intención de dárselo a alguien. No era ninguna mentira. Lo había hecho para Geraldine.

—Oh —suspiró el señor Carr—. No pasa nada. ¿Y qué te parece el siguiente? ¿Este, por ejemplo?

—¿De verdad cree que es tan bueno? —pregunté. No buscaba cumplidos (de ninguna de las maneras, y menos de un profesor). Solo era escepticismo.

El señor Carr asintió.

—Desde luego. Deberías plantearte muy en serio estudiar bellas artes.

—No tenía pensado ir a la universidad. En realidad, no tenía pensado ir a ningún sitio.

El señor Carr me devolvió el dibujo y se sentó.

—¿Qué quieres hacer después del instituto?

—Puede que comprarme un helado, o alquilar una película de terror, o arrellanarme en el sofá con un buen libro…

El señor Carr sacudió la cabeza.

—Ya sabes a qué me refiero. Tienes que hacer planes, Jewel. Los que sean. Sé que no soy orientador académico, pero ¿por qué no presentas una solicitud de ingreso en un par de universidades? Prepara un book. Tienes talento y nada que perder. Si no sale bien, puedes volver a tu plan de no hacer planes.

—Mi plan sin planes. Sí, y me hago profesora de arte —dije.

Los labios del señor Carr se torcieron en una sonrisa irónica.

—Ya hablaremos del tema. Y veré si el orientador académico se puede reunir contigo y con tu madre. Tienes muchas opciones a tu alcance. Serías tonta si no las aprovecharas.

—¿Opciones que usted no tuvo? —pregunté.

—El talento te abrirá puertas que están cerradas para otros —dijo él—. Con motivación y dedicación, puedes hacer cualquier cosa. Puede que yo quisiera ser profesor. Quizá todo el mundo puede hacer lo que quiere. Habrá gente que querrá ser limpiadora.

Vaciló, como si quisiera decir algo más, pero no lo hizo.

—Será mejor que te vayas si no quieres perder el autobús —dijo finalmente—. Gracias por quedarte.

—No pasa nada —repliqué—. ¿Puedo… puedo preguntarle algo?

—Dispara.

—¿Sabe… el chico con el que estaba hablando ayer antes de clase?

El rostro del señor Carr se tensó.

—Sí.

—¿Se salta las clases a menudo?

El señor Carr suspiró.

—Conozco a su familia de fuera de la escuela. Es un asunto que no es de tu incumbencia, Jewel.

Normalmente, no habría preguntado de forma tan directa —incluso sabía que sonaría grosero—, pero la curiosidad me pudo:

—¿Qué le estaba diciendo antes de que yo llegara? —pregunté—. Estoy segura que toda la clase lo oyó.

El señor Carr cogió una cuartilla de una pila de dibujos y la miró fijamente. No sé cuánto tiempo pasó, pero aunque no podían ser más de unos minutos me pareció una hora.

—Tiene razón, no es asunto mío. Lo siento. —Tenía los labios y la garganta secos.

Cogí mis cosas y fui hacia la puerta.

—Jewel —dijo el señor Carr.

Me di la vuelta.

—¿Sí, señor?

—¿Me prometes que seguirás dibujando?

—Se lo prometo.

Él sonrió. Aquel encuentro había sido vagamente desconcertante.

Tras un breve desencuentro con la combinación de mi taquilla (nunca he sido buena recordando series de números, ni siquiera cortas… de hecho, los números nunca se me han dado bien), cogí la mochila, salí del colegio y fui a la parada a esperar el último autobús con los chicos de la banda de música.

Un chico alto que había al otro lado de la calle miró en mi dirección. Tardé demasiado en apartar la vista y él se acercó de un salto, sonriendo y saludándome como si me conociera… Yo desde luego no le conocía, y dos días de clase no eran suficientes para que la gente me conociera.

—¡Eh! —dijo—. ¡Jewel!

—Perdona, pero no te conozco —repliqué, logrando esbozar una débil sonrisa.

Yo estaba sentada al final del banco, pero de algún modo el chico consiguió sentarse a mi lado y acabé embistiendo a media docena de trompetistas, que cayeron como fichas de dominó. Una chica se quejó entre dientes porque le había tirado al suelo el estuche del clarinete.

—Perdona —murmuré antes de posar la mirada en el chico alto—. ¿Qué haces?

—Sentarme —contestó él despacio. Dejó la mochila entre los pies y sacó una bolsita de M&M.

—¿No me estarás confundiendo con otra persona? —pregunté—. De verdad que no te conozco. Solo llevo aquí dos días.

—¿Te importa apartarte un poquito? —inquirió él—. Tengo que organizarlos por colores.

—¿Por qué me hablas? —le pregunté.

—Soy amigo de un amigo —replicó él, como si eso lo explicara todo. Después se lanzó un M&M rojo a la boca.

No me aparté.

—No tengo amigos. —No sentí la necesidad de añadir «todavía», aunque tal vez debería haberlo hecho.

—Ya lo creo que sí —dijo él—. Te está evitando, porque ahora está pasando por un momento difícil, ya verás como al final cambiará de idea.

—¿Qué? ¿Quién? ¿Por qué me hablas?

—Yo tampoco tengo muchos amigos.

Me miró fijamente al hablar, lo que resultó inquietante, y tuve que apartar la mirada.

Me ofreció un M&M y yo negué con la cabeza.

—¿Qué te trae por aquí? —preguntó—. Supongo… y, ojo, es solo una suposición, que no es por nuestra extraordinaria cantina, que sigue ofreciendo un ratio de cien a cero, desde donuts de mermelada a sanos productos dietéticos.

Sacudí la cabeza.

—Acabo de volver. Cuando era pequeña vivía aquí, y esta escuela es la más próxima.

—¿Y has asumido el papel de superheroína del barrio?

—¿Perdona?

—Dices mucho esa palabra. No hace falta disculparse, de verdad. Hablo de salvar vidas y cosas por el estilo.

—¿Cómo te has enterado?

—De noche me gusta subirme a los árboles. ¿Cómo crees que me he enterado? Ya te lo he dicho, soy amigo de un amigo.

—No tengo amigos —repetí.

—Pues seré tu amigo —dijo él antes de mirar al otro lado de la carretera—. Aunque la amistad hoy ya no significa nada. Solo es un número en la pantalla, amigos de quita y pon, con muy poca interacción humana. Una pena, la verdad. Acabará llevando seguramente al colapso de la comunicación y, por consiguiente, de la sociedad.

No se me ocurrió qué contestar.

El último autobús paró frente a nosotros. Me levanté y esperé a que la sección de metales de la banda subiera.

El chico no se levantó.

—¿No subes? —pregunté.

—Tengo coche. —Señaló un prehistórico BMW color caca de bebé que estaba en el aparcamiento.

—Y entonces, ¿por qué te has quedado aquí todo este rato? —pregunté.

—Estaba hablando contigo —dijo él—. ¿Qué creías que hacía, paracaidismo acrobático?

Sacudí la cabeza.

—¿Quieres que te lleve? —preguntó él.

—No, gracias —contesté—. No suelo subirme a los coches de los desconocidos.

Él me tendió la mano.

—Me llamo Michael Mitchell, también conocido como Little Al, niño prodigio y el próximo ganador del premio Nobel de Química.

Le estreché la mano.

—Jewel Valentine, aunque imagino que ya lo sabes.

Sonrió.

—¿Ves? Ya no soy un desconocido.

Le devolví la sonrisa.

—El autobús para justo donde voy. Gracias por ofrecerte.

—Le gustas, Jewel —dijo Little Al—. Le conozco muy bien.

Subí al autobús y me senté en la segunda fila y, no sé cómo, tenía media bolsita de M&M en la mano.

Cuando el autobús llegó a mi parada, tenía los dedos teñidos con los colores del arco iris y la bolsita estaba vacía.

Llamé a la puerta con los nudillos y apreté el cuaderno de dibujo bajo el brazo.

A los diez segundos empecé a debatirme entre quedarme o dar media vuelta y marcharme por donde había venido. Pero entonces la puerta se abrió y ya era demasiado tarde para dar media vuelta.

En lugar de abrir Geraldine, con sus curtidas manos de jardinera y su arrugada sonrisa, me encontré a una chica alta y rubia con una rebeca de color rosa pálido.

¿Me había equivocado de casa?

Parecía más o menos de mi edad, y tuve la impresión de que ya la había visto antes… A lo mejor me había cruzado con ella en los pasillos del colegio.

—Jewel —dijo ella—. Oh, Dios mío… Jewel.

Aquello empezaba a parecer una competición por el récord Guinness en número de encuentros desconcertantes en una tarde con gente que me conocía a mí pero a quien yo no conocía.

Y entonces me acordé.

Ya sabéis a qué sensación me refiero: te encuentras a alguien que te conoce y empiezas a repasar a toda velocidad las montañas de archivos que no has ordenado alfabéticamente desde el principio de los tiempos, intentando ponerle nombre a una cara, o cara a un nombre, mientras piensas: «Maldita sea, ¿de qué te conozco?».

Ya sabéis, a veces olvidas a una persona que en el pasado fue muy importante para ti, olvidas su rostro y su nombre, su color favorito y que siempre llevaba calcetines largos. Y cuando de pronto un día te la vuelves a encontrar, te preguntas si el tiempo ha pasado realmente.

Ya sabéis, ya sabéis, ya sabéis.

Así estaba yo en ese momento… buscando su nombre en mi base de datos cerebral, recordándolo todo, sintiéndome una niña de ocho años otra vez.

Era True Grisham, mi mejor amiga de segundo curso, la que siempre llevaba calcetines de colores y cuyo color preferido era el rosa pálido, la de los rizos rubios que a los ocho años ya leía a nivel de instituto.

Era True Grisham, pero no la pequeña True Grisham que yo conocía. Había diez años de diferencia entre la pequeña True Grisham y aquella True Grisham adulta, y yo no conocía en absoluto a la True Grisham adulta.