Sacha
En cuanto me desperté el lunes siguiente, los gnomos de jardín robados me saludaron desde la estantería con sus sonrisitas burlonas y sus extravagantes capuchones rojos.
Desde que aquella chica llamada Jewel se había cruzado en mi camino ni siquiera los objetos inanimados me daban un respiro.
Los sonidos parecían más intensos. Me restregué los ojos y el ruido de las pestañas fue casi ensordecedor. A través de los listones de las persianas se filtraban haces de luz que formaban dibujos sobre la alfombra de la habitación. El sol brillaba con especial intensidad y el ruido de fondo era cincuenta decibelios más alto de lo que debería ser. El mundo era en alta definición y yo solo quería apagar el show de televisión.
Sonó ruido de cacharros en la cocina (el armario que había debajo de los fogones era un caos de sartenes y bandejas de horno que apenas usábamos, y papá siempre les daba golpes accidentalmente). Salté de la cama.
Fui al lavabo y me remojé la cara contemplando el moho que crecía en el desagüe para no ver mi reflejo en el espejo. Limpiar era cosa mía… No es que mi padre me hubiera asignado tareas alguna vez, pero si no limpiaba el lavabo con cierta regularidad bien podía crecer un auténtico ejército de bacterias dispuesto a devorarnos cuando intentáramos ducharnos.
Hacía un año que mi madre había muerto y todavía esperaba encontrármela en la cocina. Todavía sentía un doloroso nudo en la boca del estómago cuando veía solo a papá. No me malinterpretéis, quiero a mi padre. Pero ella había muerto. Y, a pesar de que jamás había vivido en aquella casa, cuando me despertaba por las mañanas siempre esperaba verla allí, diciendo alegremente: «¡Levántate y sonríe!».
Pero solo me encontraba a mi padre, sonriendo demasiado tenso, afanado entre cacharros, convirtiendo un huevo pasado por agua en un huevo duro, como mamá nunca hacía.
—Hola. —Me quedé en la entrada frotándome el cuello. Siempre dormía en mala posición.
Mi padre levantó la vista.
—Buenos días, Sacha. —Cogió la tostadora y la lanzó sobre la mesa—. Hoy las tostadas tendrán que ser con vegemite[3], colega. —Tenía la camiseta manchada de pintura. Como siempre, estaba trabajando en algo.
—Hacía años que no me llamabas así —dije yo sentándome en un taburete junto a la mesa.
Fue a buscar el vegemite y yo puse el pan en la tostadora.
Mi padre respiró hondo.
—Creo que hoy deberías quedarte en casa. Tenemos mucho de que hablar. En especial, de lo que pasó el sábado en el lago.
—Tengo que ir a clase. Es un curso importante. Ni te imaginas lo que nos están presionando los profesores —repliqué. Mis pensamientos cambiaron de rumbo—. ¿Cuánta gente crees que se muere por meter el cuchillo en la tostadora?
—¿Intentas cambiar de tema?
Me alejé de la tostadora y me serví un vaso de agua.
—Sí. Ya sabes que no puedo pasarme todo el día aquí, papá —contesté sin mirarle.
—Sacha —suspiró mi padre frotándose las sienes—, estás otra vez enfermo. Tenemos que decidir lo que vamos a hacer, y para ello tenemos que hablar. Dentro de un par de semanas ingresarás en el hospital y no podrás seguir el ritmo de las clases.
Me tragué un puñado de calmantes con el vaso de agua. Después de dejarlo en el fregadero me volví hacia mi padre.
—¿Por qué actúas así?
—¿Qué quieres decir? —replicó mi padre. Su frente parecía haberse cubierto de arrugas nuevas durante la noche.
—¿Por qué te preocupas tanto de repente?
—Tienes cáncer, Sacha —dijo él—. Esto es serio.
—Ya lo sé —le espeté—. Claro que lo sé. Recuerdo que he estado enfermo. Sé que ahora estoy enfermo. La pregunta es por qué actúas tú así. Desde que tengo uso de razón, te he visto evadirte emocionalmente… siempre en las nubes con tu pintura y todas esas gilipolleces, sin enterarte ni de la mitad de lo que ocurría a tu alrededor. No te diste cuenta de que mamá se estaba muriendo. Y ahora, ¿a qué viene que te preocupes tanto por mí? ¿Por qué actúas así? —Le miré fijamente.
—Ahora solo estamos tú y yo, ¿de acuerdo? Vamos a solucionarlo todo —dijo él mirando el tarro de vegemite—. Sé que lo que le pasó a Helen fue una tragedia, créeme que lo siento. Pero ahora tenemos que resolver lo tuyo.
Sacudí la cabeza y tragué saliva.
—No me lo puedo creer. Tú sabes que la mataste. Y ahora, de repente, ¿quieres hablar? —farfullé.
—No seas ridículo —replicó mi padre cruzándose de brazos y apoyándose en la nevera.
—Tengo que irme a la escuela —dije, saliendo de la cocina para ir a buscar la cartera del colegio.
—¡Ignorar el problema no hará que desaparezca, Sacha! —gritó mi padre.
—¡A ti te funcionó bastante bien cuando mamá se estaba muriendo! —le grité yo.
Mi padre no mató a mi madre en el sentido literal de la palabra, pero no puedo evitar culparle. Siempre estaba tan ausente, tan sumido en su mundo que no prestó atención a los cambios que se producían en ella. Los cambios que hizo, creo, para que él le prestara atención. Unos cambios que fueron demasiado lejos.
Yo también me odiaba por no haberme dado cuenta.
Ahora que estaba enfermo otra vez —la leucemia había vuelto más agresiva que nunca—, sí que prestaba atención. Quería ayudar. Yo solo quería que acabara todo.
Ojalá él la hubiera ayudado. Ojalá yo la hubiera ayudado.
Al salir de la sala de estudiantes, True me agarró de la manga del jersey y me dio la vuelta.
Levanté la vista y la miré.
—No me gusta que me maltraten.
—Era Jewel Valentine, ¿verdad? —dijo ella apartándome bruscamente de la puerta para que no me arrollaran.
—Una cosa que nunca he entendido —repliqué yo— es por qué la gente pregunta si ya sabe la respuesta.
True lanzó un suspiro y se puso bien el pasador de pelo.
—Me vuelves loca.
—En el sentido de «me gustaría arrancarte la ropa» o…
—He ido a secretaría y adivina… Jewel Valentine empieza justo hoy en el instituto y está en tu clase de arte.
—¿Te lo ha dicho la secretaria? —pregunté con los ojos como platos—. Me sorprende. La última vez que le pedimos el horario de alguien nos soltó ese rollo sobre la ley de privacidad.
—¿«Pedimos»?
—Little Al y yo. Little Al intentó conseguir tu horario cuando tenía catorce años. No recuerdo por qué, pero estoy seguro de que Al… Acabaré pensando que tienes la capacidad de hipnotizar e inducir a la gente a darte lo que quieres. —Me cambié los libros de brazo. ¿Por qué los hacían tan pesados? ¿Es que la gente que los escribía no podía ser más concisa?
—Aquí le caigo bien a todo el mundo. —True se encogió de hombros—. Menos a los estudiantes. Pero ellos tampoco me caen bien a mí, así que no me preocupa.
—¿A qué viene entonces esa fascinación por Jewel Valentine? —pregunté. Me sentí un poco extraño al pronunciar su nombre, como si estuviera traicionando una especie de secreto entre los dos; al fin y al cabo, se había ido antes de que llegara la ambulancia. No tenía por qué hablar de ella con nadie. ¿Por qué lo había hecho, entonces?
—¿No quieres encontrártela en una situación que no sea a vida o muerte? —preguntó True. Gracias por dar respuesta a mi pregunta.
Mi mente dijo: «Sí, sí que quiero». Pero tenía miedo. Y eso no se lo podía decir a True.
Empecé a caminar por el pasillo para ir a clase de geografía. True se puso a mi lado.
—Sí… Puede… No sé. ¿Tú qué opinas?
—He hipnotizado a la secretaria por ti, así que más te vale no dejar la clase de arte. Tampoco tienes muchas opciones. En carpintería te rebanarías un dedo y en las demás clases esperan que trabajes.
—Bueno, nunca me ha gustado mi meñique izquierdo. Es un poco rechoncho. Tampoco sería una gran pérdida.
True sacudió la cabeza.
—Tengo literatura inglesa. Hazme un favor y no le rebanes nada a nadie, al menos hasta que haya enviado las solicitudes de acceso a la universidad. Ahora no puedo lidiar con esa clase de problemas.
—Me contendré hasta la semana que viene, si es tan importante para ti.
True sonrió.
—Gracias. Te lo agradezco mucho.
Llegué pronto a arte, mi última clase del día, la clase en la que me pasaba el rato mirando al vacío e ignorando al señor Carr.
No dibujaba bien, pero seguía haciendo arte porque era una asignatura fácil, porque el señor Carr no le fallaba a nadie (tenía veinticuatro años y todavía no había caído en el papel de profesor hastiado y despiadado), y porque no tenía ni idea de lo que quería hacer con mi vida.
El señor Carr estaba sentado en un taburete tras la mesa del profesor, concentrado en su dibujo. Yo me dirigí sigilosamente hasta la esquina del aula, me senté, dejé la mochila a mis pies y observé por la ventana a los desorganizados chicos de séptimo que jugaban al fútbol en el campo de deportes.
Faltaba un poco para que empezara la clase. Los únicos estudiantes que había, dibujando o charlando, eran los que disfrutaban realmente con el arte y los que hacían los deberes cinco minutos antes de clase.
—Sacha —dijo el señor Carr—, ¿te importa que hablemos un momento?
Le lancé una mirada y él me sonrió. Me dirigí hacia él con rostro inexpresivo.
Cuando llegué a su mesa me pasé la lengua por los dientes y clavé la mirada en un dibujo al carboncillo que había colgado en la pared tras él.
—Sí, señor.
—¿Cómo estás? —preguntó. La suavidad de su voz resultaba más inquietante que agradable. Qué repelús.
—Estoy bien, señor.
—No me llames «señor», por favor.
—Sí, señor Carr.
Suspiró y repiqueteó con los dedos sobre la mesa.
—¿Qué te pasa, Sacha?
—¿De verdad cree que merece la pena tener esta conversación en clase, señor Carr? —le pregunté, apretando los dientes.
—Si no, no hablas conmigo —respondió el señor Carr—. No sé qué he hecho para caerte tan mal.
Me mordí con fuerza el labio inferior. No conseguí que sangrara, pero lo intenté; lo que fuera con tal de salir de allí e ir a la enfermería.
—Me gustaría que me ayudaras a entenderlo —dijo.
Casi suelto una carcajada.
—Me sorprende que no te resulte obvio, Jason.
Él se quedó mirando mientras esperaba mi respuesta.
Esbocé una tensa sonrisa.
—Muy bien. Cierra los ojos… e imagina un hogar feliz…
—Sacha, si no quieres hablar de esto ahora…
—No, no pasa nada. Tú escucha. Quiero que imagines que tu madre acaba de morir. Estás deprimido, algo desengañado y le estás dando vueltas a eso de: «¿Por qué a mí? ¿Qué he hecho yo para merecer esto?». ¿Me sigues?
El señor Carr asintió y se pasó la mano por el pelo. En sus ojos brilló algo que no pude determinar. Tuve la esperanza de que fuera terror.
—Un día —dije entre risas— tu padre vuelve a casa de una de esas reuniones de padres y profesores. —Por la expresión de su cara, creo que mi sonrisa le irritaba—. Y te dice que ha conocido a alguien, que quiere contártelo antes de seguir adelante. Quiere tu aprobación. Tú le das una patada a la pared, lanzas una lámpara al suelo. Recuerda, tienes diecisiete años. No es la rabieta de un crío de seis años. Así que pones fin a la historia. Naturalmente, sigues preguntándote qué profesora era. Aunque tienes la esperanza de que no sea una profesora, sino alguien que ha conocido en el supermercado al volver a casa. Sientes náuseas ante la mera idea de que tu padre esté con alguien que no sea tu madre cuando hace tan poco tiempo que ha muerto.
Llegados a este punto de mi perorata, toda la clase estaba ya pendiente de mí y pude notar sus miradas taladrándome el cogote. Yo seguía de frente al señor Carr, y él seguía mirándome, sin decir palabra.
Volví a reírme.
—Ahora viene lo bueno. Una semana después vuelves de casa de un amigo un poquito antes de lo previsto… digamos que el amigo se llama Little Al, porque, bueno, así es como se llama. Y adivina: tu padre está con alguien. No es una situación especialmente comprometida; de lo contrario, probablemente habría acabado en un asesinato en segundo grado. No. Pero es bastante evidente que se trata de alguien a quien quiere; alguien importante para él. A eso le siguen unos cuantos objetos rotos, algunos gritos, muchas palabrotas, algún que otro cabezazo contra la pared…
El señor Carr respiró inquieto y bajó la mirada. De ser yo amable y discreto, habría parado en ese momento y después alegado locura transitoria ante el director.
—En lugar de encontrarte a tu padre riendo y bebiendo vino con tu madura profesora de inglés, a la que supones culpable de robarle el corazón en una reunión de quince minutos y a la que has jurado clavar una estaca en el corazón, resulta que es tu profesor de arte, diecisiete años más joven que tu padre y, para colmo, un hombre.
La vieja puerta corredera del aula se abrió y al instante todo el mundo desvió la atención hacia Jewel Valentine, que acababa de entrar en clase.
—Siento llegar tarde —murmuró ella.
En ese momento tuve la sensación de que había oído desde fuera la última parte de mi discurso. Sus ojos —aquellos ojos brillantes— se posaron sobre mí un brevísimo instante. Yo fingí no reconocerla.
El silencio que envolvía el aula era antinatural.
No me quedé a ver cómo acababa la escena. Cogí la bolsa, pasé majestuosamente junto a Jewel Valentine y no paré de correr hasta que llegué a la tienda de la esquina.
No siempre he sido ese león cobarde, sino que es algo que ha ido creciendo en mi interior, como un tumor, y ahora corre tan espeso por mi sangre que se ha convertido en parte de mí.
Letreros en los escaparates de High Street
Estudiantes: de uno en uno.
Vidente: se lee el futuro.
Se necesita aprendiz de pastelero. Preguntar dentro.
Oferta del día: tinte de pestañas gratuito por cada depilación de piernas enteras.
No garantizamos que las hembras de ratón no estén embarazadas.
Paseé por las calles con las manos en los bolsillos. Cuando se encendían las farolas y los últimos rayos de sol crepuscular se abrían paso entre las hojas otoñales, tiñendo de oro entradas y alfombras de césped, se respiraba una gran serenidad.
Los fines de semana, tras acabar las clases, me encantaba tumbarme en el jardín por la tarde, cerrar los ojos y sentir que los luminosos rayos de sol penetraban en mi cuerpo, llenando mi interior de una brillante luz dorada. Pero cuando anochecía, pasear solo bajo las farolas encendidas era una sensación mágica.
Percibí el lejano zumbido de las radios, la vibración del suelo que provocaban los graves de la música que alguien había puesto demasiado alta, el brillo de las pantallas de televisión en las salas de estar antes de que se corrieran las cortinas con la caída de la noche.
Contemplé cómo el cielo se volvía azul, después índigo, y luego negro. Contemplé cómo renacían las estrellas y esperé a que la luna asomara. Deambulé aspirando la vida que bullía a mi alrededor.
Las mañanas eran dolorosas y amargas, pero al caer la noche podía olvidar parte de mis problemas… nunca del todo, pero sí por unos breves instantes, como en ese momento.
Era reconfortante: la gente volviendo a sus casas, los ruidos de fondo, el brillo de las estrellas que tal vez habían muerto mientras su luz viajaba hacia la tierra. Mientras escuchaba y absorbía todo aquello, me di cuenta de lo poco que encajaba allí. Me quedé en medio de la calle y recorrí con la mirada la línea de puntos que formaban todos los contenedores cuidadosamente alineados, acortándose su distancia a medida que se perdían en la lejanía, como en los dibujos de perspectiva…
Las hojas crujían bajo mis pies. Me detuve frente a una casa en una calle arbolada; los cubos de basura ya estaban en la acera, llenos.
La casa era como todas las demás: fachada de arenisca artificial, habitación adicional añadida por si acaso y cocina de cara a la calle.
Mi antigua casa.
Había luces en el interior y gente moviéndose. Gente que vivía allí.
No me imagino viviendo en una casa en la que ha muerto alguien. No sé si el agente de la inmobiliaria se lo había contado, pero era mejor que no lo supieran.
Me quedé frente a la entrada de mi antigua casa, con su murito de ladrillo rojo y su verja de hierro forjado. El jardín estaba lleno de maleza —algo que mis padres no habrían permitido— y el arbusto de lavanda estaba sin podar.
Mi madre cortaba tallos de lavanda cada semana. Yo solía ayudarla a meterlos en los cajones, a colgarlos de las lámparas, a preparar ramos para adornar la mesa de la cocina.
Dudaba que la gente que vivía allí hiciera lo mismo. Me pregunté quién dormía en mi habitación, la habitación que había ocupado desde los ocho años. Me pregunté si esa persona contemplaba los alegres remolinos de colores que mi padre había pintado en el techo al mudarnos allí.
Junto al arbusto de lavanda había un gnomo.
No tenía nada de especial. Era el típico gnomo de jardín: gorro amarillo, camisa roja, bombachos azules. La pintura estaba algo desconchada, pero parecía listo. Podría haberse presentado perfectamente a una entrevista-audición para el papel de ayudante de Santa Claus. La nariz sugería algunos problemas con la bebida. Cerámica. Fabricado en China.
Miré hacia la ventana de la cocina. Un hombre se acercó al fregadero y dejó algo. Estaba mirando a alguien con sus ojos brillantes de alegría. Después se alejó de la ventana, saliendo de mi campo visual.
No me molesté en abrir el pestillo; a pesar de mi baja estatura podía saltar el murito sin problemas. Recorrí el caminito de entrada con los ojos puestos en la ventana. Después miré el gnomo, que ponía cara de agravio, y lo cogí de un zarpazo.
Al levantar la vista y mirar hacia la ventana de la cocina, mis ojos se cruzaron con los del hombre que vivía en la casa en la que mi madre había muerto. Su rostro expresaba sorpresa. ¿O era regocijo?
Apreté mi nuevo gnomo contra el pecho y salí corriendo.