24

Sacha

¡Eh!

—Pero… ¿qué haces aquí? —Me arrimé a la pared y me tapé en la cama con la manta.

Jewel estaba sentada en el suelo con la espalda apoyada en la puerta y una taza de té en la mano, sonriendo.

—Tu padre me ha dejado entrar antes. Le he pillado a punto de irse a comer con el señor Carr. Ha supuesto que querrías seguir durmiendo.

Miré el despertador.

—¿Ya es hora de comer? —suspiré. Volví a mirar a Jewel—. ¿Qué haces aquí?

—He dicho que tu padre…

—Eso solo explica cómo has entrado —repliqué—. Lo que quiero saber es por qué has venido.

Jewel frunció el ceño, después se levantó y se sentó a los pies de la cama con las piernas cruzadas. Dio un sorbo al té y señaló con un gesto la taza que había en la mesilla de noche.

La cogí.

—Gracias. Me gusta tu vestido.

Jewel se alisó el vestido. Era rojo, le llegaba a las rodillas y se ceñía perfectamente a su cuerpo. El cabello castaño-dorado le caía como una cascada sobre los hombros, ondulado y desordenado.

—Gracias. Me lo han prestado —dijo.

—Deja que adivine —conjeturé yo—. ¿True Grisham?

—¿Cómo lo has sabido?

—Graduación de sexto curso —sonreí.

Jewel rió. Se terminó el té y dejó la taza sobre la cómoda.

—¿Te importa que me siente a tu lado? —preguntó.

—No —contesté. Me aparté para dejarle sitio. Era algo íntimo, porque la cama era individual. Jewel metió las piernas bajo la colcha y una de ellas acabó encima de la mía.

—Has dormido vestido —dijo.

—Sí. A veces lo hago.

Jewel me sonrió, mostrando brevemente los dientes.

—¿Qué pasa? —pregunté.

—Es tu cumpleaños —dijo ella—. Tienes dieciocho años.

Asentí con una mueca.

—Lo sé.

Ella rió.

—¿Por qué no lo estamos celebrando con un desayuno a base de champán?

—Eh… ¿porque es hora de comer? —Me acabé el té y me incliné sobre Jewel para dejar la taza en la mesilla.

Al echarme hacia atrás, Jewel me cogió del brazo. Después sus manos se deslizaron hasta mi cara, y nuestras narices se rozaron.

—Estoy segura de que a la hora de comer también sirven champán —susurró.

—No me trates como a un enfermo, Jewel —dije—. Si fuera un chico normal, ahora no estarías aquí. Me habrías mandado a paseo por gilipollas.

Jewel no se movió, ni tampoco sus manos. Nos quedamos mirándonos, muy cerca.

—No eres como todo el mundo —replicó ella— y no te trato como a un enfermo.

—Jewel —dije, rodeándole la cintura con las manos—. He estado pensando que…

—Ya te he advertido sobre eso, ¿no? —dijo ella—. Sobre lo de pensar.

Los dos reímos. Cuando las risas se apagaron, Jewel ladeó la cabeza y me besó en los labios.

Después se apartó.

—Estas son las opciones. Opción número uno: nos quedamos en la cama todo el día. Opción número dos: salimos y hacemos todo lo que tengo preparado. Me da igual la que elijas. Es tu cumpleaños, así que tú decides. Pero irme no es una opción, y además es esencial que pasemos el día juntos.

—Si es mi cumpleaños, debería poder decirte que te fueras, ¿no?

—Si es necesario, me ataré a ti con unas esposas.

—¿Tienes esposas?

Jewel sonrió.

—No, pero ahora podemos entrar en las tiendas de adultos, así que podría comprarlas sin problemas.

Reí.

Nos besamos dos veces. Jewel me soltó y yo me recosté.

—Te quiero, Jewel —dije.

Jewel bajó la vista.

—Yo también te quiero, Sacha.

—No puedo evitar pensar que actuarías de otra manera si las circunstancias fueran más normales.

Jewel me miró.

—¿Qué es normal, eh?

—Ya sabes a lo que me refiero, Jewel.

—Soy feliz contigo, Sacha —dijo ella—. Y siento que llevo privándome del derecho de ser feliz desde que tengo uso de razón. Porque soy la niña que vivió cuando su hermano murió. En vez de vivir la vida que él no llegó a tener, he vivido como si ya estuviera muerta, como si fuera él. Esto no tiene nada que ver con que estés enfermo, Sacha. Te quiero.

—No llores —murmuré. Después reí suavemente—. ¿True te ha maquillado?

—¿Parezco una de esas conejitas playboy?

Negué con la cabeza.

—No, solo tienes un aspecto diferente.

Nos quedamos tumbados en la cama, abrazados, puede que durante mucho rato o puede que no. No estoy seguro.

—Sacha —murmuró Jewel—. ¿Puedes hablarme del… cáncer?

No dije nada durante un instante. Solo oía su respiración, y mi respiración, y el zumbido sordo de la nevera en la cocina.

—Asusta —dije finalmente—. Me encuentro mal. —Quise decir algo más, pero no salió nada.

—Tranquilo —dijo ella—. Por favor, cuéntamelo.

Fruncí el ceño. Después empecé a hablar, y las palabras se atropellaron inconexas y tan débiles que apenas me oía a mí mismo.

—Lo hemos cogido demasiado tarde —expliqué—. Pero creo que yo ya lo sabía. Me he encontrado muy mal todo el año. La gente pensaba que era porque estaba afectado por lo de mi madre, pero también debía de ser el cáncer. Ahora ya es tarde. Los médicos quieren ponerme bajo tratamiento, o al menos hacer que el final sea más agradable, menos doloroso. Pasado mañana ingreso en el hospital.

—Oh —murmuró ella.

—Hay algo que habría querido decirle a mi madre —susurré. Cogí la mano de Jewel y nuestros dedos se entrelazaron.

—¿Qué? —preguntó ella.

—Desde su funeral no dejo de desear haberle dicho lo preciosa que era —susurré—. Quiero decirle: «Me olvidé de lo guapa que eras porque te veía cada día». Pero ahora ya no la veo cada día. Ya no.

Un instante después Jewel me preguntó con mucha suavidad:

—¿Qué le pasó?

—Era anoréxica —dije—. Pero no fue la falta de alimentación, fue el corazón. Un día le falló, simplemente. Los médicos creen que ya sufría del corazón y que debido al desorden alimentario sometió su cuerpo a un estrés que acabó provocando el fallo cardíaco.

Jewel me apretó la mano con ternura.

—La encontré yo en la cocina de nuestra antigua casa —murmuré.

—Oh, Sacha —dijo ella—. Lo siento mucho.

Nos quedamos en silencio largo rato.

—¿Qué te apetece hacer hoy? —preguntó Jewel al final.

—Me gustaría salir —susurré—. Y tal vez otro día podamos quedarnos en la cama.

—Eso parece un buen plan —susurró Jewel.

Los olores favoritos de Sacha

La hierba recién cortada.

El café matutino de su padre.

El rocío de la mañana al ir al instituto.

El cloro en las competiciones de natación de la escuela.

Después de vestirme cerré con llave la casa y subimos al coche… La madre de Jewel se lo había prestado todo el día.

—¿Adónde vamos? —dije.

—A muchos sitios —respondió ella—. Y haremos un montón de cosas. Primero iremos a comer y después haremos lo que te apetezca.

Cruzamos la zona residencial y las avenidas arboladas que bullían de actividad: gente cortando el césped, paseando al perro, quemando calorías practicando jogging matutino. Había niños montando en bicicleta y jugando en los jardines, un grupito de niñas haciendo un picnic con sus osos de peluche en la entrada de una casa. Todo casas de ladrillo rojo y arenisca artificial, céspedes cuidadosamente cortados y árboles cubriendo las calles con sus hojas.

Sentía en la cara el calor del sol que brillaba en lo alto del cielo, mientras la brisa que entraba suavemente por las ventanillas abiertas refrescaba el coche.

A medida que nos adentrábamos en los suburbios las parcelas se volvían cada vez más pequeñas, y había más gente en las calles y menos garajes en las viviendas. Al llegar a la ciudad circulamos por calles repletas de casas adosadas, todas iguales, apretujadas las unas contra las otras.

Cuando nos detuvimos en un paso de cebra para dejar cruzar a una madre que llevaba a un bebé en un cochecito y a un niño pequeño colgado del brazo, Jewel se giró y preguntó:

—¿Piensas alguna vez en las últimas palabras?

—Puede que alguna vez —dije—. No mucho, la verdad. ¿Te refieres a mis últimas palabras o a las últimas palabras de alguna celebridad?

Jewel volvió a posar la vista en el parabrisas y giró a la derecha en un cruce.

—Las de todo el mundo. Las últimas palabras de la gente corriente, la gente que no es famosa. Nunca queda constancia de sus últimas palabras. Odio eso. Es como si valieran menos que alguien que ha actuado en un par de películas.

—¿Por qué es tan importante que quede constancia de las últimas palabras? —pregunté.

Jewel dejó pasar unos segundos.

—¿Cuáles fueron las últimas palabras de tu madre, Sacha?

—No lo sé —repliqué—. Yo estaba de campamento. No siento no haber oído sus últimas palabras. Lo que de verdad me importa es no haber impedido que muriera.

Jewel asintió.

—Siempre pienso en las últimas palabras que pronunciaron mis abuelos, y mi hermano, como si tras ellas hubiera algún mensaje. Y siempre pienso en lo que diré yo.

Se volvió a quedar callada.

—¿Qué dirías? —pregunté con dulzura.

—No es algo que pueda preparar de antemano, porque no sé cuándo moriré —dijo Jewel—. Pero no me gusta pensar que diré algo horrible y que así es como me recordará la gente.

—No creo que la gente te juzgue por lo último que dices. Lo que cuenta es lo demás. Quién eres. Las últimas palabras son una insignificancia comparado con lo otro. Y si no eres famosa y no queda constancia, ¿qué más da?

—¿Qué importa nada si nadie te recuerda? —preguntó Jewel.

—Oh, Jewel —suspiré—. Te recordarán, estoy seguro. Lo importante es pasarlo bien mientras estás aquí y hacer cosas buenas.

Jewel rió levemente.

—Dios, deberías escribir un libro de autoayuda.

Nos detuvimos frente a un semáforo en rojo y ella se volvió hacia mí.

—¿Cuáles hubieran sido tus últimas palabras de haber muerto aquella noche en el lago?

Tuve que pensar un momento.

—Ya me había despedido de mi padre antes de salir de casa. —Vacilé un instante—. Pero da igual, porque no fueron mis últimas palabras. Sigo vivo. Sigo aquí.

Jewel asintió.

—Tienes razón. Estás aquí.

Ninguno de los dos habló durante el resto del camino. De vez en cuando alargaba el brazo y apretaba la mano de Jewel para asegurarme de que estaba allí, de que estaba conmigo. Cruzamos la ciudad en dirección al paseo marítimo.

Al cabo de diez minutos nos detuvimos en el arcén opuesto a la playa, frente a una parada de pescado frito. Jewel se volvió hacia mí.

—Primero comeremos. Seguramente te esperabas un restaurante de lujo o algo parecido, pero vamos a tomar pescado frito con patatas, ¿vale?

—Pescado frito con patatas me parece genial —dije—. Perfecto, en realidad.

Jewel sonrió.

Nos dieron un gran cucurucho de patatas fritas con un montón de sal condimentada, porque todo el mundo sabe que pides el pescado para que te den las patatas, y en los cumpleaños ni te planteas comer algo que sea remotamente sano.

Caminamos hasta la playa, repleta de gente. Había gente nadando mar adentro y familias con niños jugando en la parte baja… algunos chiquitines sin bañador gritaban y reían en los brazos de sus padres. Había parejas tumbadas en la arena, un grupito jugando al voleibol. Nos descalzamos. Yo me remangué los pantalones y nos comimos las patatas fritas mientras caminábamos por la arena.

—¿Quieres tener hijos? —me preguntó Jewel.

—No creo —contesté—. A ver, me gustan los niños. Me encanta la hermanita de Al. Pero no me parece algo que vaya a querer. Y cuando me enteré de que… bueno, ya sabes, pensé: Mierda, ni siquiera voy a tener la opción. A lo mejor es lo mismo que siente la gente que se entera de que es estéril, aunque haya decidido no tener hijos.

—Se puede adoptar —dijo Jewel—. O ser padre de acogida.

—No creo que sea lo mismo —repliqué—. La gente está obsesionada con todo eso de la propia sangre.

—Esa es la única razón por la que estamos aquí —dijo Jewel—. Todo el mundo busca el significado profundo de las cosas; todo el mundo quiere que haya algo grandioso detrás. Pero el motivo por el que estamos aquí es el de perpetuar nuestra especie.

—Pero ¿con qué objetivo nos perpetuamos?

—Con el objetivo de seguir reproduciéndonos para hacernos más fuertes y más grandes, evolucionar hasta ser los mejores, y así poder borrar de la faz de la tierra todo lo demás. —Jewel sonrió.

—Pues estamos haciendo un buen trabajo —dije—. Así que, básicamente, ¿solo estamos aquí para reproducirnos porque somos una raza egocéntrica?

—Sí. Nada que ya no supiera.

—¿Y tú? —pregunté.

—¿Que si soy egocéntrica? —preguntó Jewel.

—No, respecto a tener hijos.

Jewel se quedó callada un momento mientras yo seguía comiendo patatas fritas.

—No me he parado a pensar en eso —murmuró—. No sé. Me parece que no quiero tener hijos. Pero si me arrebataran esa posibilidad… No sé. No lo sé. —Me sonrió—. Estamos hablando de la vida, del universo y de todo lo demás cuando deberíamos estar cogiendo una cogorza de campeonato. ¡Tienes dieciocho años!

—No noto ninguna diferencia —dije yo sacudiendo la cabeza.

—Eso no se nota —replicó Jewel—. Las cosas cambian tan despacio que no te das cuenta. Además, eso de los cumpleaños es un invento. Como si la gente cambiara un día determinado.

Jewel lanzó una patata frita a una gaviota y toda una bandada se abalanzó sobre ella para cogerla.

—¿Echas… echas de menos alguna vez la persona que eras antes? —pregunté.

—Constantemente —contestó ella—. Echo de menos ser pequeña. Echo de menos cómo era de niña cuando Ben vivía. De haber vivido, creo que ahora yo no sería así. Toda mi vida habría sido diferente.

—¿Qué le pasó?

—¿Recuerdas el lago en el que…?

—Claro. ¿Murió en ese lago?

—Sí. Yo tenía ocho años y él diez. Era verano. Estábamos jugando en el lago, empujándonos mutuamente. Nuestros padres estaban allí, pero no nos prestaban mucha atención. Ben se estaba balanceando sobre algo poco estable que había bajo el agua. Yo le empujé más fuerte de lo normal y se cayó. Pero no tenía intención de hacerle daño. Se golpeó la cabeza contra una roca y un instante después se hundía en el agua, inerte.

Su voz se rompió al pronunciar la última palabra.

—Lo único que recuerdo después de eso es la sangre, las luces de la ambulancia y los gritos. Yo temblaba como una hoja. En el funeral, estaba como paralizada.

Habíamos llegado al final de la playa. Jewel tiró el envoltorio de las patatas en un cubo de basura. Nos quedamos parados allí un momento. Ella hundió la cara en mi hombro y susurró entre sollozos:

—Ha pasado mucho tiempo, debería haberlo superado. Debería haberlo superado.

—Chissst —murmuré—. Tranquila, tranquila, no pasa nada.

Jewel se secó los ojos.

—Este maquillaje no aguanta mucho —dijo sorbiendo la nariz.

Dimos la vuelta y recorrimos la playa cogidos de la mano, observando a la gente que se bañaba e inventándonos historias sobre sus vidas.

—¿Ves ese chico de allí? —preguntó Jewel señalando a un hombre que jugaba al voleibol en la playa—. Es un travesti. Ahora no, pero de noche su álter ego Roberta se monta toda clase de juergas. Roberta es pelirroja, siente debilidad por los tacones de aguja y le encantan las joyas. Tiene un spaniche diminuto…

—¿Qué es un spaniche? —pregunté, riendo.

Jewel me lanzó una mirada.

—No me puedo creer que no sepas lo que es un spaniche. Es el cruce de caniches con spaniels que hacen los criadores de perros que juegan a ser Dios. Pero a Roberta le encanta su spaniche, Donnie.

—¿Y cuál es su nombre real?

—Su nombre real no importa —dijo ella—. Él se siente Roberta. Representa su papel: juega al voleibol con sus amigos de día y trabaja en una oficina, pero en su interior es Roberta. Ahora te toca a ti.

—Vale —dije—. ¿Ves esa chica? —Señalé una chica tumbada en la arena—. Nació hombre.

—¡Eh! —exclamó Jewel—. Es casi un calco. Y ni siquiera parece transexual.

—Los de verdad nunca lo parecen. Los llaman chicos-damiselas. En Asia son increíblemente populares.

Jewel rió.

—¿Sabes que decir «nació hombre» no tiene sentido? Parece que naciera un hombre totalmente desarrollado en vez de un bebé.

—Eso es porque nació totalmente desarrollado —asentí.

Jewel negó con la cabeza.

—No, tienes que limitarte a lo que es posible.

—Si los spaniches son posibles, es perfectamente posible que un hombre nazca totalmente desarrollado y se transforme en mujer.

Jewel rió de nuevo y me apretó la mano, y yo me giré y la besé. Debíamos de parecer unos chiquillos tontos, pero no me importaba porque era feliz. Lo que pensara la gente ya no importaba.