Jewel
El viernes por la mañana me despertó el teléfono. Lancé un suspiro, me restregué los ojos y finalmente salí de la cama tambaleándome y contesté.
—¿Sí? —dije.
—¿Rachel? —Al otro lado de la línea se oyó una voz de hombre.
—No, soy su hija —contesté—. Jewel.
—Oh.
—Puede dejar un mensaje. —Cogí un bolígrafo y busqué con la mirada algo donde escribir—. ¿Quién es?
—Soy, eh… soy tu padre.
—¿Qué? —Mi voz se elevó varias octavas. El atontamiento que me nublaba la cabeza desapareció al instante.
—Soy tu padre… soy Kevin —dijo él despacio, pronunciando cada sílaba como si le hablara a un niño de cuatro años.
—Ya lo he oído —repliqué yo—. Solo esperaba que dijeras algo que tuviera sentido.
El bolígrafo que tenía en la mano empezó a temblar sin control.
—Jewel —dijo—. No sabía que habías vuelto con tu madre.
—No sabes nada. —La voz me temblaba—. Llevas diez años fuera. —Mis palabras sonaron tan distantes como las suyas.
—¿Cuánto hace que has vuelto? —Le oí tragar saliva.
—Casi un par de semanas —contesté—. La abuela murió. El abuelo y la abuela están muertos.
—Lo siento, Jewel.
—¿El qué?
Mi padre se quedó en silencio.
—¿Por qué has llamado?
—Para hablar con tu madre —dijo él finalmente—. ¿Está en casa?
—¿Y ahora por qué quieres hablar con ella? —pregunté. Las palabras se me atropellaban en los labios—. Llevas diez años sin hacerlo. ¿Por qué ahora? No me digas que tú también te estás muriendo.
—No me estoy muriendo, Jewel. ¿Quién se está muriendo? ¿Estás bien, Jewel?
—¡Pues entonces explícate! —grité.
Él volvió a tragar saliva ruidosamente.
—No sé qué decir, Jewel…
—¿Quieres parar de repetir mi nombre? —le espeté.
—Hablo con tu madre cada dos meses desde que me fui, Jewel —dijo él con un suspiro—. Rachel me dijo que te había contado que estábamos en contacto. Pensaba que era mejor que no hablara contigo porque estabas muy enfadada, como al parecer lo estás.
—Pues claro que estoy enfadada —murmuré—. Cuando abandonas a un hijo y te pasas la mitad de su vida sin hablar con él, después no esperas que esté encantado de la vida.
Mi padre parecía cansado.
—A tu madre le pareció mejor que vivieras con los abuelos en un entorno estable. Después… después de lo que pasó, ni tu madre ni yo estábamos en condiciones de cuidarte adecuadamente. Lo siento de verdad, Jewel. Te dije cosas horribles cuando eras pequeña antes de irme, y no te merecías que te abandonáramos ni te tratáramos así. Rachel y yo hicimos lo que consideramos mejor. No estábamos en situación de criarte como es debido. Apenas éramos capaces de cuidar de nosotros mismos.
—Ahora tengo dieciocho años.
—Ya lo sé.
—Nunca me hiciste un regalo de cumpleaños.
—Ingresaba dinero en la cuenta de los abuelos —dijo él.
—¿Puedes probarlo? —inquirí—. ¿O te lo estás inventando?
—Tengo los comprobantes. Tanto tu madre como yo ayudábamos económicamente.
—Esto es demasiado. —Intenté hablar con firmeza, pero mi voz flaqueó, cargada por la emoción. Me embargó un sentimiento de traición… esta vez por parte de mi madre.
—No pasa nada.
La puerta se abrió y entró mi madre.
—Me tengo que ir, papá —dije. Y colgué.
Mi madre dejó la chaqueta en el perchero y me miró. Estábamos cada una en un extremo de la habitación.
—¿Es un buen momento para sentarnos a charlar? —preguntó ella.
Asentí.
—Prepararé té. ¿Quieres galletas? Acabo de comprar unas en Tim Tam.
Asentí de nuevo y fuimos a la cocina. Mi madre puso agua a hervir. Yo cogí una bandeja y empecé a colocar las galletas de chocolate en círculo, como si fuera un sol. Cuando el té estuvo listo fuimos a la sala de estar y nos sentamos en el sofá.
Ninguna de las dos probó las galletas. Mi madre sostenía la taza cerca de la boca mientras soplaba.
—Trabaja en la industria del ópalo, en Alice Springs —dijo suavemente—. ¿Te lo ha dicho?
—No. Tampoco le he dado la oportunidad. ¿Por qué no me habías dicho que estabas en contacto con él, que sabías dónde estaba?
Mi madre sorbió el té ruidosamente.
—Porque necesitabas estabilidad, Jewel —murmuró—. Ni tu padre ni yo podíamos ofrecértela mientras crecías. Después de la muerte de Ben, no. No podía contarte lo de tu padre… te habría confundido, te habría complicado todavía más la vida. Los abuelos eran la mejor opción.
—Pero ahora están muertos.
Mi madre me miró.
—¿Acaso no te criaron bien, Jewel? ¿No fuiste feliz?
—Supongo que sí.
—¿Cómo crees que habría sido tu vida aquí? —preguntó con voz suave, derrotada—. Tu padre no ha vuelto, ya lo sabes. Solo hablamos por teléfono. Le he ido explicando todo lo que la abuela me contaba sobre ti. Los dos te queríamos y te queremos mucho, Jewel. Pero aquí no podíamos criarte adecuadamente. Y creo que los abuelos te criaron bien.
—¿Por qué no fuiste a sus funerales? —pregunté—. A los de los abuelos.
—La gente vive el duelo de diferentes formas —dijo ella—. No me sentí con fuerzas. Eran mis padres, y me hubiera gustado estar a tu lado para apoyarte. Pero crecí allí, y no me vi capaz de volver. Lo siento. Siento mucho no haber estado contigo. Debería haber ido.
—Te echaba de menos —dije—. No solo a ti, sino a la persona que eras antes de que Ben muriera. —Se me secó la garganta, así que murmuré las palabras, pero pude decir su nombre.
Mi madre alargó el brazo y me apretó la mano.
—Ninguno de nosotros volveremos a ser los que éramos antes de que Ben muriera. Pero en lo más profundo de nuestro ser no hemos cambiado tanto. Podemos seguir siendo básicamente las mismas personas y aun así cambiar. Y cambiar no tiene por qué ser malo.
Ninguna de las dos parecía tener nada que añadir. En mi cabeza bullían tantos sentimientos y tantas preguntas sin respuesta que no podía elegir solo una sin que se agolparan todas confusamente. Era demasiado para asimilarlo en una mañana.
—¿Hay algo más, Jewel? —preguntó mi madre.
—Hoy, no —repliqué.
Ella asintió.
—Te quiero mucho, Jewel, pero desearía recuperar a la niña de ocho años. Ojalá hubiera podido criarte y verte crecer como no he tenido la oportunidad de hacer. Espero no haberte destrozado la vida. —Las lágrimas asomaron a sus ojos.
Me incliné y la abracé.
—No pasa nada, mamá. No has destrozado nada. Lo hiciste lo mejor que supiste, y eso es más que suficiente.
Nos acabamos el té y después dimos cuenta del plato de galletas. Mi madre encendió el televisor y nos pasamos toda la mañana viendo la tele sin fijarnos en lo que ponían. Mi madre no paró de llorar, y yo no sabía si lloraba por mí, por papá, por ella misma o por Ben. Tal vez lloraba por todos.
Aquella tarde, mientras charlaba con Geraldine en el porche de su casa, sonó el teléfono.
Geraldine fue a la cocina a contestar. Yo me quedé en el porche, contemplando el jardín.
Era una tarde tranquila y soleada. Los profesores de todo el estado habían ido a la huelga para reclamar mejores sueldos, lo cual significaba que teníamos el día libre. True estaba estudiando en la otra habitación y yo charlaba con Geraldine de todo y de nada mientras ella empalmaba un cigarrillo tras otro después de una mañana dedicada a la jardinería.
Sacha no había ido a la escuela ni el miércoles ni el jueves, y yo no había reunido el valor suficiente para preguntarle al señor Carr si sabía dónde estaba. Creo que no habría sido capaz de asimilar que estuviera en el hospital. Así que había pasado como pude dos días de escuela sola. True y Al se evitaban desde el martes.
No oí lo que decía Geraldine, pero regresó al jardín al poco rato.
—¿Quieres venir conmigo a la comisaría? —me preguntó.
—Claro —dije—. ¿Por qué?
Geraldine sonrió.
—Han arrestado a Sacha por robar gnomos.
Enarqué las cejas.
True apareció en la puerta.
—Ya que coges el coche, voy contigo. ¿Después puedes llevarme a la biblioteca? —preguntó mientras se recogía el pelo en una cola de caballo.
Geraldine cogió las llaves. Llamaron a la puerta. True fue a abrir y se encontró con Al.
—¿Qué demonios haces aquí? —preguntó True.
—Estaba por el barrio, solo venía a charlar un rato —dijo Al con las manos hundidas en los bolsillos.
—Vivimos en el mismo barrio, Al —replicó True.
Geraldine les interrumpió.
—Han arrestado a Sacha por robar gnomos. Vamos a buscarle a la comisaría.
—¿En serio? —preguntó Al incrédulo.
Nos apiñamos todos en el coche. Geraldine iba al volante, yo en el asiento del copiloto y True y Al detrás. Geraldine puso una cinta de música —era un coche bastante viejo— y sonó una canción de INXS a todo trapo.
—¡Mamá! —protestó True—. Bájalo un poco.
Geraldine le sonrió por el retrovisor y bajó un poco el volumen.
—Gnomos de jardín —dijo sacudiendo la cabeza.
Tres canciones de INXS más tarde (¿cómo se me había pasado por alto que Geraldine era una gran fan de INXS?) llegamos a la comisaría y vimos a Sacha sentado con el señor Carr en un banco del parque de enfrente.
Cuando paramos el coche nos saludó.
Bajamos todos. Geraldine, True y Al fueron hacia él y yo me apoyé en el capó del coche. Geraldine y el señor Carr intercambiaron un saludo.
—¿Qué ha pasado? —sonrió Al—. ¿Ha presenciado su arresto, señor Carr? ¿Le han puesto esposas? ¿Han dicho: «Tiene derecho a permanecer en silencio»?
—Te había advertido que no robaras en los jardines a plena luz del día, Sacha —dijo Geraldine.
Sacha hizo un gesto negativo con la cabeza.
—Estaba en Bunnings. Tenía que reemplazar el gnomo que le había roto a Jewel. No iba con la idea de robarlos.
—¿Cuántos has robado? —preguntó Al. Sonreía de oreja a oreja y los ojos le brillaban de excitación.
—No he conseguido sisar ninguno —replicó Sacha—. He intentado llevarme cuatro y se me han roto tres. Me han soltado con un aviso.
Me acerqué.
—¿Por qué no lo has robado de otro jardín?
—Porque, Jewel, esta mañana he devuelto todos los gnomos, y eso habría hecho que perdiera el sentido.
—¿Has devuelto un puñado de gnomos para poder robar más esta tarde? —dijo Al—. Estás como un cencerro.
—Ya lo sé —sonrió Sacha. Paseó la mirada por todos, evitándome a mí.
—Ja —dijo True—. ¡Menudo fiasco!
—Creía que habías venido porque querías que te llevara a la biblioteca —dijo Geraldine.
True asintió.
—También quería ver si al final Sacha había perdido la cabeza.
Geraldine sacudió la cabeza.
—¿Llevas tú a casa a nuestro ladronzuelo de tiendas, Jason?
—Sí —dijo él—. Siento las molestias.
—No pasa nada.
—Voy con vosotros, chicos —dijo Al a Sacha y al señor Carr—. ¿Nos vemos más tarde, True?
True asintió.
—Pues en marcha —dijo Geraldine—. Hasta luego. ¡No robes más gnomos, Sacha!
—No —respondió él sonriendo a Geraldine. Después se giró y nos quedamos los dos mirándonos hasta que me di la vuelta y fui al coche.
Esto es lo que soñé por la noche:
Volvía a nadar en aquel mar infinito, el agua espesa de sangre. Estaba flotando en el agua —la sangre— a la tenue luz de la luna.
Las olas empezaban a estrellarse contra mí tan rápido y con tanta fuerza que no podía oír nada ni podía respirar. A los pocos instantes perdía la noción de dónde estaba la superficie. No había luz, solo sangre. Yo luchaba por respirar y sin querer tragaba sangre.
Me hundía en aquel mar rojo.
Alguien me agarraba de la mano y tiraba de mí. Tenía la cabeza en la superficie y empezaba a escupir y escupir sangre, pero no era sangre, era agua.
Entonces Sacha se sentaba junto a mí y me acariciaba la mano mientras me decía sin parar, como un sacerdote: «No pasa nada, no pasa nada, todo va bien».
Esta vez Sacha no desaparecía. Pero mi hermano seguía muerto.