Sacha
Esto es lo que pasó el día anterior a mi cumpleaños:
Era viernes, pero todos teníamos el día libre porque los profesores estaban de huelga. (El señor Carr le había dicho a mi padre que tal vez se pasaría por casa a vernos, cosa que me complacía en grado sumo).
No solo estaba aburrido, sino paralizado. Me había pasado en la cama los dos días anteriores, aletargado y deprimido, repartiendo el tiempo entre la telebasura nocturna y el techo sin dejar de repetirme lo idiota que era. Mi padre no me dijo nada, se limitó a pintar en su estudio y a ofrecerme algo de comer de vez en cuando. De todos modos, el lunes me ingresaban en el hospital.
A las diez de la mañana estaba tumbado en la cama con dolor de cabeza y un terrible sentimiento de culpabilidad en el bajo vientre. Me sentía como una mierda. Tenía que haber alguna forma de redimirse y sentirse mejor.
Observé la estantería repleta de gnomos, cuya mirada de desinterés se posaba en mí o en la pared gris que tenía detrás. Y decidí: «Eh, esa será mi buena obra. Devolveré todos los gnomos que he robado durante el último año».
Vete a saber qué me había llevado a obsesionarme con los gnomos de jardín, a robarlos de los jardines de la gente y a colocarlos en la estantería de mi cuarto para que acumularan polvo. Empezó con la muerte de mi madre, y la madre de True me decía, con su jerga psiquiátrica, que solo era un mecanismo de defensa. Yo había hecho psicología en décimo curso y hasta ahí llegaba.
Pero maldita sea, era un mecanismo de defensa bastante raro e inquietante.
Little Al creía que estaba relacionado con el hecho de que yo también era bajo. Cuando decía cosas de aquellas solía tirarle el objeto pesado que tenía más a mano, que, en la mayoría de los casos, era un gnomo de jardín.
Así que aquella mañana, más o menos a las diez, cuando debería haber estado en clase de matemáticas para vivir (algo que evidentemente no iba a necesitar), me dio un ataque de remordimientos por los gnomos de jardín. De repente, me sentí increíblemente culpable por habérmelos llevado y no dejar que sus dueños supieran qué había sido de ellos.
Me levanté y me puse una sudadera con capucha encima del pijama. Después de engullirme la medicación con un vaso de agua, cogí una bolsa de basura negra de la cocina y metí todos los gnomos dentro.
«Meter» es una palabra del todo incorrecta, porque lo que hice fue colocarlos cuidadosamente unos sobre otros en la bolsa, entre camisetas, para que no chocaran entre sí. Me daba pánico que se rompieran o se descascarillaran… más de lo que ya lo estaban. Algunos se habían deteriorado bastante en los jardines antes de que los pispara.
Salí de mi cuarto y dejé la bolsa con los gnomos en la puerta principal.
Mi padre me oyó y gritó desde su estudio, como el fantástico padre que era:
—Eh, supongo que sabes que hoy hay colegio, ¿no?
Entré en su estudio.
—Escucha, papá —dije—, acepto el hecho de que seas gay, y también acepto tu relación con el señor Carr, y ya no te culpo por la muerte de mamá.
—¿Es que esta noche has leído algún libro de autoayuda o algo así? —preguntó mi padre dejando el pincel en el caballete y volviéndose hacia mí—. ¿Es el paso número 5: Perdonar?
—No, papá —contesté—. Me estoy muriendo.
Mi padre suspiró.
—Un poco de optimismo no haría daño.
—Ya sabes lo que ha dicho el médico. Mi cuerpo se está apagando. Ya me he resignado.
—Creía que eras un poco más luchador, Sacha —dijo mi padre—. ¿No te das cuenta de que eres lo único que me queda? ¿Qué crees que querría tu madre?
—Tienes a Jason, papá —repliqué—. A veces la gente está destinada a morir. Va a pasar tanto si mamá quiere como si no.
—Ah, Sacha —dijo él yendo hacia el sofá que había junto a la ventana—. Por favor, no hagas esto. Sentémonos y hablemos. Lo solucionaremos.
—No hay nada que solucionar —repuse.
Mi padre se volvió y suspiró de nuevo.
—Me voy a dar una vuelta —seguí—. Volveré pronto.
—Jason va a venir —dijo él mientras salía del estudio—. Ya sé que lo aceptas y todo eso, pero, por favor, sé amable cuando vuelvas.
Cuando ya había entreabierto la puerta de casa, mi padre apareció en la entrada.
—Te quiero, Sacha —dijo.
—Yo también te quiero, papá.
—¿Qué llevas en la bolsa, Sacha?
—Drogas.
Mi padre sonrió, se acercó y me cogió la bolsa de las manos. La abrió y miró dentro.
—Ah —dijo.
—Las drogas están dentro de los gnomos —expliqué.
Él me devolvió la bosa y se apoyó en el marco de la puerta.
—¿Te apetece hablar? Por favor, no quiero que pienses que no estoy a tu lado, Sacha. Es solo que… yo también lo estoy pasando muy mal.
Cogí la bolsa de gnomos supuestamente llenos de droga y me quedé en silencio un instante.
—No pasa nada, papá. Yo… hablaremos pronto. Tengo cosas que hacer. —Levanté la bolsa con aire resuelto. Los gnomos chocaron entre sí.
—Dame un abrazo —me pidió mi padre. Nos abrazamos incómodos en la entrada. Él me rodeó entre sus brazos y yo le di palmaditas en el hombro con una mano mientras con la otra sujetaba la bolsa de los gnomos, que pesaba una barbaridad.
Él se apartó.
—Bueno, supongo que vas a tirar los gnomos.
—No —respondí—. Voy a devolverlos.
Fue muy catártico, ¿sabéis? Pasearse por las calles vacías del barrio y volver a poner los gnomos en su sitio.
Cada vez que dejaba uno, sentía un gran alivio. Como si se me quitara un peso de encima. Y así era, en efecto… cada vez que sacaba un gnomo y lo colocaba en el jardín (recordaba de dónde era cada uno, probablemente porque sabía que algún día los devolvería) la bolsa se aligeraba. Pero no se trataba tan solo de un peso físico.
Debía de parecer una especie de Santa Claus pordiosero y raro. Un chico pálido con una gran bolsa negra llena de gnomos viejos.
Poco a poco, a medida que recorría las calles prácticamente vacías, la bolsa se iba haciendo más y más ligera, hasta que se quedó vacía. Hice una bola con ella y susurré unas palabras a mi último gnomo, liberado de nuevo en las salvajes tierras de la zona residencial.
—Cuídate —le dije—. Y no te chives. No tienen por qué saber quién te cogió. Ya estás en casa.
Creo que me había tomado por accidente un par de pastillas de noche, así que estaba un poco ido. Más ido de lo normal, quiero decir.
Pero aún quedaba un gnomo pendiente. Me dirigí a la parada del autobús.
Superpoderes que a Sacha le gustaría tener
La facultad de retroceder en el tiempo y hacer las cosas de otra manera.
La facultad de volverse invisible y quedarse así.
La facultad de volar.
La facultad de leer la mente.
La facultad de curarse.
De entre todos los lugares posibles, estaba en los almacenes Bunnings.
El lugar era polvoriento y estaba lleno de comerciantes, gente que planeaba reformas y parejas comprando sofás y barbacoas. Me sentía sucio por el mero hecho de estar allí… físicamente y también en el otro sentido.
Creo que había ido un par de veces a Bunnings, pero solo recordaba una de ellas. Fue hace bastantes años, cuando pintamos nuestra antigua casa. Mi madre y yo nos pasamos horas en el pasillo de las pinturas arrancando esas pequeñas muestras de colores y combinándolas. Al final nos sentamos en el pasillo y extendimos todos los cuadraditos de colores en el suelo, convirtiéndonos en una molestia para todos.
Es algo de lo que me di cuenta después de su muerte: a mi madre le gustaba sacar de quicio a la gente. No se tomaba las cosas en serio. No había llegado a crecer, en realidad. Le gustaba ser el centro de atención.
Me odio por haberme fijado tan poco en ella cuando estaba viva. Me siento como si hubiera malgastado dieciséis años de mi vida; estaba tan concentrado en mí mismo que no me di cuenta de lo que ocurría hasta que las cosas fueron realmente mal. Me odio por eso. Tal vez me merezco lo que me espera.
Me dirigí a la sección de jardines. Pasé por delante de cortacéspedes, macetas de barro, carretillas y demás artículos hasta llegar al pasillo de ornamentos de jardín.
Había fuentes, cascadas en miniatura y deidades falsas con la etiqueta «Fabricado en China» pegada en todas ellas. Entonces los encontré.
Un puñado de gnomos de jardín, en fila india.
Quería comprar uno para reemplazar el que había roto, el que había cogido en el jardín de Jewel y su madre. Pero ninguno se parecía. Ninguno parecía el indicado.
A partir de ese momento no puedo explicarme mis actos. Solo diré que fue un momento de locura transitoria.
Me metí tres gnomos en la parte delantera de la sudadera (eran bastante pequeños, como yo), apreté un cuarto contra el pecho (este bastante llamativo, con un puntiagudo gorro verde a topos rojos) y utilicé el brazo libre para impedir que los gnomos de la sudadera se cayeran. Y salí pitando.
Como la noche de la langosta. Salvo que ahora estaba robando cuatro gnomos que no necesitaban emanciparse porque eran objetos inanimados.
Esto va a sonar de locos —porque lo es—, pero tenía la sensación de que los gnomos me hablaban y me animaban a hacerlo.
Mis gnomos y yo pasamos volando por delante de las macetas de barro, los ornamentos de exterior, las barbacoas y los cortacéspedes. Cuatro gnomos. Todos ellos diciéndome: «¡Sí, Sacha, libéranos, emancípanos!».
Ya sé que sabéis que sé que estaba como una cabra. Iba colocado de calmantes y me estaba muriendo de cáncer, ¿vale? No me culpéis a mí, culpad a las drogas.
No hace falta decir que mi grandioso plan de emancipar estatuas inanimadas no funcionó. Al llegar a las cajas registradoras se me cayeron los tres gnomos de la sudadera. Me detuve y contemplé los pedazos de cerámica esparcidos por el suelo de hormigón. Después volví a salir disparado con el gnomo apretado contra el pecho, como un jugador de rugby, salvo que no llevaba una pelota sino un gnomo de jardín.
Al llegar a la puerta, un tío enorme con la palabra «Seguridad» impresa en la chaqueta me agarró del brazo y me lanzó una mirada que no sé si era de enfado o regocijo. Me detuve, di media vuelta y corrí hacia las cajas registradoras, donde la gente de la cola y las cajeras me miraban con los ojos desorbitados.
Me reí. Y me reí, y me reí, y me reí.
Ya os lo he dicho: como una cabra.
Llamaron a la policía, no solo porque había intentado robar cuatro gnomos y roto tres de ellos, sino también porque les preocupaba tener en sus manos a un paciente mental huido (de verdad, el hombre de seguridad dijo eso al hablar con ellos por teléfono, y sabía que yo estaba escuchando), a pesar de que yo les había asegurado que solo estaba colocado con medicamentos recetados. Por alguna razón, aquello no calmó sus temores.
Vino la policía y me llevó a la comisaría. Nos sentamos en una pequeña habitación sin ventanas y les expliqué que a veces robaba gnomos de los jardines, pero que hoy los había devuelto todos. Evidentemente, había tenido una recaída. Daba la impresión de que la mitad del tiempo estuvieran conteniendo la risa. El hecho de que fuera en pijama no ayudó. Les expliqué que estaba enfermo y que tomaba calmantes, y que estos debían de haber afectado mi comportamiento.
Me pidieron el carnet de identidad y hurgué en la billetera. Faltaban la mayoría de las tarjetas, y entonces me di cuenta de que era mi vieja billetera de Harry Potter y que la de verdad estaba en casa. Les ofrecí mi carnet del club «Beanie Kids», pero ellos sacudieron negativamente la cabeza, intentando no sonreír. Para colmo, ni siquiera llevaba el móvil encima.
No les dije que los gnomos me habían incitado a hacerlo porque me habrían encerrado en una institución mental en vez de enviarme a casa con un aviso. No sé exactamente de qué me avisaban, y creo que ellos tampoco. Dijeron que me soltarían, pero primero querían que viniera a recogerme un adulto al que conociera (y que les asegurara que no estaba loco, supongo). Como me faltaba un día para cumplir los dieciocho, era evidente que mi opinión no contaba para nada. Menudos prejuicios.
Mientras hacía las llamadas se quedó una mujer policía conmigo. Primero llamé a mi padre. El teléfono sonó y sonó hasta que saltó el contestador. Mi propia voz decía alegremente: «Has llamado a casa de los Thomas. Ahora no podemos contestar, pero deja tu nombre y teléfono y Tristan o Sacha te llamarán».
En ese momento me percaté de lo gays que eran nuestros nombres. Mi padre sí lo era, de modo que le pegaba bastante. Un pitido interrumpió mis pensamientos. Tenía que decir algo.
—Papá —dije—. He intentado robar cuatro gnomos de jardín en Bunnings. Ahora se piensan que me he escapado de un psiquiátrico. ¿Puedes venir a buscarme a la comisaría? —Le di la dirección de un tirón y colgué.
Pensé en lo mal que sonaría aquello cuando mi padre escuchara los mensajes al llegar a casa. Pensé en lo horrible que sería cuando viniera y hablara con la policía.
—¿Puedo hacer otra llamada? —pregunté a la agente de policía.
Ella asintió. Descolgué el teléfono otra vez. Esta vez contestaron.
—¿Sí?
—¡Geraldine! —exclamé—. Me han arrestado por robar unos gnomos de jardín.
—Algún día tenía que pasar —dijo ella. Casi podía oír la risa de su voz. ¿Se estaba riendo? ¿Se estaba riendo de mi desgracia?
—¿Puedes venir a buscarme a la comisaría? —Le di la dirección.
—Claro. Llegaré en quince minutos, ¿vale?
—Hasta ahora. Gracias, Geraldine.
—No hay de qué, Sacha. Para eso están las madres de los amigos.
Pasó algo extraño en los quince minutos que Geraldine tardó en llegar.
Y no, no me refiero a extraño en el sentido de Dios-me-habló, aunque no habría sido tan sorprendente considerando lo cerca que estaba de la locura.
Me refiero a extraño en el sentido de vino-el-señor-Carr.
Me habían encerrado en una celda. No estoy seguro de que estuviera justificado y menos aún que fuera legal, porque era menor de edad y solo había robado unos gnomos.
El señor Carr se puso a flirtear con la mujer policía. Cosa ilegal y chocante, pero menos chocante que si hubiera flirteado con un policía. La mujer abrió la puerta de la pequeña celda. Yo me quedé dentro con gesto decidido.
—He oído el mensaje del contestador —explicó—. Tu padre todavía no ha vuelto a casa. Le ha salido una reunión de última hora con el director de una galería.
—¿Cómo has podido oír el mensaje? No vives con nosotros. Ni siquiera tienes llaves de casa.
—Sí que tengo llaves, Sacha —replicó él, apenado de que no lo supiera—. Y me gustaría vivir con vosotros.
Casi gemí al oír lo ridículo que sonaba, pero no lo hice.
—Ahora viene Geraldine a buscarme —dije en cambio.
Él asintió lentamente.
—Me gustaría que fuésemos amigos, Sacha.
—Oh, Dios. —Hundí la cabeza entre las manos—. Ha sido un día muy duro, ¿vale?
—Ya veo —dijo él entrando y sentándose a mi lado.
Empecé a llorar, en mitad de la comisaría, junto al señor Carr, y no creo que fuera solo por efecto de las drogas.