20

Sacha

Era lunes y tenía que ir al instituto.

Bueno, no es que tuviera que ir exactamente, pero las alternativas eran mucho peores.

Cuando entré en casa, me encontré con que por una vez mi padre no estaba. Metí la cabeza bajo la ducha cinco segundos y me puse el uniforme sin lavar.

Cogí calderilla de la jarrita de monedas y cargué la mochila con monedas de cinco céntimos que tendría que contar en la cola del comedor del instituto. No estaba especialmente interesado en fastidiar a los que estuvieran en la cantina, pero, a no ser que sacara dinero del banco, estaba sin un céntimo. Y en los armarios solo había extrañas semillas de cereales, fruta seca y nueces.

Cerré la puerta detrás de mí y cogí el autobús por los pelos.

Me senté en la tercera fila con la cabeza apoyada en la ventanilla, deseando haberme quedado en casa. Pero entonces habría tenido más tiempo para darle vueltas a las cosas, para pensar en cómo lo había estropeado todo.

Cuando llegué a la escuela, en vez de ir a mi primera clase (capítulo 3 de psicología con el señor Preston en el aula 4B), rodeé las canchas de baloncesto y me dirigí al bloque C, los laboratorios de ciencias.

Little Al estaba exactamente donde siempre (¿adónde iría y qué pasaría con su rutina diaria cuando acabara el instituto?), en uno de los laboratorios, hablando con la señora Ford y garabateando unas notas que solo de mirarlas me producían dolor de cabeza.

La puerta estaba abierta. Di unos golpecitos con los nudillos, me apoyé en el marco y logré esbozar una sonrisa amable.

—¿Le importa si hablo un momento con Al, señora Ford?

Al se giró y vi que por sus ojos cruzaron diez emociones diferentes antes de sonreír.

—Claro, Sacha —dijo la señora Ford—. Quedan diez minutos para que empiecen las clases.

Al cogió sus notas y la mochila y me siguió por el pasillo. Salimos al frío de la mañana. Ojalá hubiera recordado coger guantes.

Me senté en las escaleras. Al las bajó de un salto y se sentó dos escalones más abajo para estar a la misma altura.

—Tienes una pinta horrible —dijo.

—Me siento horrible. —Apreté los dientes y levanté la vista unos instantes. No iba a llorar. En la escuela, no. Delante de Al, no.

—Tengo que contarte algo —dije bajando la mirada.

—¿Qué? —preguntó Al en tono preocupado.

—¿Damos una vuelta? —pregunté.

Al asintió lentamente.

—Sí, claro.

Me puse en pie, salimos del instituto y recorrimos la calle de las tiendas en dirección al parque. Yo no dije nada y Al tampoco. Se limitó a seguirme, aminorando el paso para no adelantarse.

En el parque, cerca del lago, hay una pequeña arboleda que siempre está vacía. Nos sentamos en dos grandes piedras que sobresalían en la hierba y contemplé el parque. Desde allí no se podía ver todo, pero sabía dónde estaba el campo de juegos, dónde estaba la caseta para alquilar barcos de pedales, dónde estaba el lago.

Tras bastantes minutos de silencio, finalmente dijo Al:

—Imagino que hoy toca campana.

—Lo siento —murmuré. Me sentía a quilómetros de allí, pero me obligué a concentrarme.

Al respiró hondo.

—Vale, basta de emoción contenida. ¿Qué pasa?

Otros dos minutos de silencio.

—¿Duck? —Ahora la voz de Al denotaba ansiedad. El brillante sol matutino se filtraba entre los árboles y la luz hacía que Al se parecieran un poco al Silas de El código Da Vinci. No era una buena comparación, pero la llevaba bien.

—Vale, vale. —Tragué saliva y dije despacio—: ¿Recuerdas que te conté que de pequeño había tenido leucemia?

Al asintió.

—Sí, pero te recuperaste. ¿Qué pasa?

No le estaba mirando, pero notaba su mirada fija en mi cara.

—Ya no está en remisión, Al.

—¿Qué quieres decir? ¿Por qué estás disgustado? ¿Qué pasa? —preguntó Al con el ceño fruncido.

—Vuelvo a tener leucemia. Es terminal. Creen que me queda hasta finales de año. —La voz me temblaba a pesar de mis esfuerzos por mantenerla serena y calmada. Levanté la vista.

Al me miró fijamente. Parpadeó, y volvió a parpadear.

—¿Qué? —Me dirigió una mirada incrédula—. ¿Qué?

—La semana que viene ingresaré en el hospital —añadí—. Mi cuerpo se está apagando. —«Apagando» sonaba espantosamente raro en aquellas circunstancias. Como apagar un ordenador: simple, fácil, clic.

Me quedé callado. Al respiraba con dificultad. Oh, Dios. Ahí estaba otra vez, anunciando mi propia defunción, pero no por ello me resultó más fácil.

—Algunas personas —empecé—, bueno, supongo que algunas personas no están destinadas a vivir. La otra noche quise acabar con todo. Pero, bueno, en fin, aún sigo aquí. Como he dicho, me dan hasta finales de año. El tratamiento puede alargarlo. No estoy bien, Al. No lo he estado nunca.

Al parecía estar luchando por contener las lágrimas.

Me levanté e intenté tocarle el hombro, pero él se apartó con un estremecimiento, de modo que retrocedí y volví a sentarme donde estaba. Intenté dominar el temblor y las lágrimas. Ya había llorado antes.

—El año que viene irás a la universidad. Y yo me habré ido dondequiera que me haya ido. Sabes que no habríamos seguido siendo amigos. Nuestras vidas siguen caminos diferentes. Que la mía acabe, no cambia mucho las cosas.

—Gilipolleces. Así que esto es una amistad de conveniencia, ¿es eso lo que estás diciendo? —espetó Al con los ojos enrojecidos.

Hice un gesto negativo con la cabeza.

—No. Solo me estoy muriendo, Al. Voy a luchar, pero no tengo muchas posibilidades. No quiero dar falsas esperanzas a nadie… Lo intentaré, ¿vale?

—Joder —murmuró Al entre dientes—. Joder, joder, joder.

—Cálmate —le tranquilicé—. Hablemos de ello, ¿de acuerdo? Tranquilo.

—Me estás tomando el pelo, ¿verdad? —dijo él—. Solo es una broma de mal gusto. —Las lágrimas corrían por su cara cuando soltó una risa corta y sin ganas.

Sacudí la cabeza. Había visto llorar a Al muy pocas veces.

Nos quedamos sentados en silencio una media hora. Garabateé sumas inútiles en mi libro de matemáticas. Cuando no tienes nada que hacer y ningún futuro que planear, el tiempo pasa dolorosamente despacio y al mismo tiempo a la velocidad de la luz.

—¿Se lo has dicho a True? —preguntó finalmente Al—. ¿Se lo has dicho a Jewel?

—A True, no. A Jewel, sí.

—¿Cómo se lo ha tomado? —preguntó Al.

Miré al suelo y después levanté la vista.

—Como tú, solo que ella se ha ido hecha una furia.

Al asintió sin mirarme.

—Me conoces y sabes que estaré a tu lado. Pero a ella no la conoces tan bien, así que no puedes saber qué va a pasar.

Asentí y suspiré restregándome los ojos.

—Soy un idiota.

Al se quitó la corbata del uniforme y la metió en la mochila.

—No sé cómo ayudarte, Duck. No sé cómo ayudarme a mí mismo. Y no creo que sea lo mejor que yo hable con Jewel. Ojalá pudiera. Ojalá no te estuvieras muriendo. En un universo paralelo a lo mejor yo sería pelirrojo y le gustaría a True, y tú no estarías enfermo. —Al sonrió un instante, pero fue una sonrisa forzada—. A lo mejor las cosas irían bien y estaríamos planeando el viaje de fin de curso… pasar una semana o dos en un paraíso del surf, emborrachándonos como cubas en las fiestas y durmiendo en la playa.

—No iríamos al viaje de fin de curso ni siquiera en una realidad alternativa. No es nuestro estilo.

Al asintió.

—Tienes razón. Somos unos aguafiestas.

Me restregué los ojos otra vez.

—En esta realidad alternativa, mi madre seguiría aquí. —Lo expresé como un deseo, de lo que me arrepentí en el acto.

—No quiero parecer un sentimental, ni soltar tópicos, ni nada de eso —dijo Al despacio, deteniéndose en cada palabra como si tuviera que utilizar la palabra perfecta—, pero a lo mejor te está esperando. En algún momento debes habértelo preguntado.

Asentí.

—Ojalá supiera lo que hay al otro lado —dije.

—«El otro lado». Pareces uno de esos que puede hablar con los muertos. Ya sabes, esos que caminan por una habitación llena de gente y dicen: «Percibo a un tal Bob por aquí». Y entonces una de las cincuenta personas que hay alrededor da un respingo y dice: «¡Yo tenía un primo tercero llamado Bob que murió!». Es todo basura, evidentemente. No tiene base científica. —Al sacudió la cabeza y respiró hondo—. Lo siento, soy un estúpido. Todo esto me supera un poco.

Asentí.

—¿Crees que el cielo existe?

Al se encogió de hombros.

—Puede. No es lo más lógico del mundo, pero has de tener fe, como dice George Michael. A lo mejor no es demasiado tarde para aceptar la oferta de salvación eterna de los Testigos de Jehová.

Sonreí.

—Creo que hay un tope, un máximo de ciento y pico mil socios. Pero siguen convencidos de que si se esfuerzan lo suficiente encontrarán puestos libres. A lo mejor echan a la gente. A lo mejor Dios organiza audiciones para entrar en el cielo. No sé si pasaría el corte.

—Eres una buena persona.

—A veces me pregunto si lo soy. Y de serlo, si eso es suficiente.

—Deberías empezar a estudiar claqué. Puede que a Dios le guste que bailes para él. O que hagas cócteles…

—Me parece que eso no funcionaría.

—Quién sabe. —Al volvió a encogerse de hombros—. A lo mejor te reencarnas en un antílope o algo parecido.

—¿Crees en eso?

—Ahora mismo creo en todo lo que sea, Sacha —admitió Al—. El mundo se me está viniendo encima. Tú estarás bien cuando te hayas ido. Puede que hasta entonces no sean los mejores momentos, pero para nosotros no acabará ahí. Para tu padre, para True, para mí. Incluso para Jewel.

—Me odia.

Al rió.

—Eso me suena. —La broma no causó efecto y el silencio volvió a engullirnos.

—Ya sabes que a partir de ahora va a ser horrible —dije—. Todo el mundo lo sentirá por ti, por True y por mi padre. Creo que cuando alguien tiene una enfermedad terminal la gente empieza a llorarlo antes de que haya muerto.

—Debe de ser divertido asistir a tu propio funeral —dijo Al—. Ver cómo todos lloran por ti. Ver quién lo siente de verdad.

—¿Y ahora quién se pone emo? —pregunté yo con tono de broma, pero ninguno de los dos reímos, ni siquiera esbozamos una sonrisa.

—Esto es una mierda, Duck —dijo Al frotándose la frente. Cuando volvió a mirarme ya no lloraba, pero en sus ojos brillaban lágrimas no derramadas.

—¿Crees que no lo sé? —repliqué—. Habría sido mejor que Jewel no me encontrara aquella noche. Unos minutos más y se habría acabado.

—¿El qué? ¿Tu vida? —espetó Al—. ¿Crees que tu padre o alguno de nosotros habríamos podido vivir con eso? El suicidio no tiene nada de admirable.

—Lo sé —dije—. Lo sé. —La segunda vez que lo dije, mi voz se rompió.

Lo mejor del otoño

La perspectiva del final del primer semestre y dos semanas sin otra cosa que la dicha de no tener clase.

El día en concreto en que todos los árboles están repletos de hojas doradas, naranjas y amarillas que aún no han caído.

Correr entre las montañas de hojas caídas que han sido laboriosamente rastrilladas y esparcirlas en cuestión de segundos.

El lunes por la noche llamaron a la puerta. Oí que mi padre iba a abrir. Supuse que el señor Carr venía de visita, así que me sorprendí cuando vi a True en la puerta de mi habitación.

Yo estaba sentado en la cama con la televisión a todo volumen, pero no la estaba mirando. True entró en mi cuarto y la apagó justo a mitad de un ruidoso anuncio de un concesionario de coches.

Se sentó en el borde de la cama y posó la mirada en la falda.

—He hablado con tu padre —dijo.

—Le he dicho que no te lo contara —repliqué yo. Tenía la garganta seca—. Estaba preparándome para hacerlo yo mismo.

—Da igual —dijo ella sacudiendo la cabeza.

Levantó la barbilla y parpadeó varias veces, como si intentara contener el llanto.

—Lo siento mucho, Sacha —siguió—. A la gente buena no deberían pasarle cosas malas.

—Mierda, no llores. —Reí débilmente.

—Debería haberlo sabido. —True me miró con los labios apretados y gesto sombrío.

—Puedes hipnotizar a la gente —bromeé—, pero leer la mente ya es otra cosa.

True rió con los ojos anegados en lágrimas.

—Sabes que puedes contar conmigo, ¿verdad? Hasta el final.

—Lo sé, lo sé. —Me mordí el labio para contener las lágrimas.

True me cogió la mano y se secó los ojos con la manga de la rebeca mientras esbozaba una sonrisa forzada.

—Necesito un poco de espacio —dije—. Lo siento, es una frase muy manida, lo sé. Me alegro de que estés aquí, pero todo esto me supera un poco. Lo siento.

True asintió y me soltó la mano.

—Deja de decir «lo siento». No es culpa tuya. Lo entiendo. Cuídate, Sacha.

Después se fue.

Esto es en lo que pensaba el lunes por la noche, después de que mi padre no cuestionara mi desaparición del domingo por la tarde, después de no ver a Jewel en todo el día, después de que Al y yo nos sentáramos junto al lago y le prometiera que esperaría, por si la muerte decidía pasar de largo (él no entendía que la espera podía ser peor que la muerte y que yo prefería que acabara todo, pero se lo prometí de todas formas).

Pensé en Jewel tumbada a mi lado mientras la besaba, y en mil cosas más que había estropeado por completo y que ya no podría recuperar.

Pensé en Little Al, el niño prodigio, y aquella fragilidad que no había visto hasta ahora.

Pensé en True Grisham, besando a aquel chico, y la expresión en el rostro de Al.

En las cosas inesperadas.

Pensé en la muerte —de mi madre, del hermano de Jewel, del padre de True, la mía propia— y me pregunté otra vez si habría vida después de la muerte, en qué bicho me reencarnaría, por qué todo el mundo creía que en una vida anterior había sido Cleopatra o Julio César, o Hitler o Napoleón, y no aceptaban que eran personas corrientes y que, casi seguro, lo habían sido en el pasado y lo serían en el más allá.

Pensé en mi padre y en el señor Carr, y en la futilidad de seguir yendo al instituto. Y, durante una milésima de segundo, me permití pensar que podía sobrevivir.

Pensé en Jewel otra vez. Pensé en lo que quería hacer antes de morir sin llegar a ninguna parte. Me quedé con la mirada fija en el techo durante siete horas y, más o menos a las cinco de la mañana, me dormí.