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Sacha

El día que nos conocimos, Jewel Valentine me salvó la vida.

Sentí una súbita y fuerte presión en el pecho, alguien apretándome la nariz y bajándome la barbilla, y después una boca contra la mía llenando mis pulmones de aire.

De no haber estado semiinconsciente, habría hecho uno de mis típicos chistes malos, esos que reservo para las visitas al médico y el Reader’s Digest.

Algo como: «¿Y si antes me invitaras a cenar?».

Pero en ese momento sentía un intenso y punzante dolor en la cabeza, había perdido la sensibilidad en las extremidades y experimentaba la curiosa sensación de tener los pulmones llenos de agua. Todo estaba oscuro.

Sentí más presión en el pecho… y oí que alguien contaba entrecortadamente, jadeando entre número y número. Era una chica.

Noté mi cuerpo contra la áspera hierba y una piedra clavándoseme en los riñones, mientras oía el agua lamer la orilla del lago. Abrí los ojos y vomité una mezcla de agua, algas y demás partículas.

La noche nos envolvía como un manto. La chica estaba arrodillada junto a mí, mirándome con ojos de preocupación. La luna se reflejaba en el lago y a lo lejos las farolas brillaban en las silenciosas calles del barrio residencial. Era otoño. El suelo estaba sembrado de hojas y la noche era fría.

La chica se sentó en cuclillas y se apartó el cabello mojado de la cara, respirando con fuerza. Me miró fijamente.

Yo me sentía extremadamente vulnerable tumbado de espaldas, de modo que me apoyé sobre un costado. Tenía los vaqueros y la camiseta empapados y pegados al cuerpo como un niño de cinco años se pega a las faldas de su madre el primer día de escuela, salvo que el niño de cinco años pesaba una tonelada.

Oí el portazo de un coche, unos gritos de discusión y el canto de un ave nocturna. Poco a poco fui volviendo a la civilización o, más concretamente, al barrio residencial de la ciudad, que seguía su rutina sin saber que una vida había estado a punto de perderse.

Levanté la vista y miré a la chica. Ella también estaba empapada y sus largos cabellos color caramelo estaban chorreando. A la luz de la luna vi que tenía los ojos de diferente color —el izquierdo de un penetrante azul eléctrico y el derecho de un profundo castaño—, los labios carnosos, la nariz pequeña y afilada, las mejillas perfectamente perfiladas.

Solo podía pensar en una cosa: que era despampanante.

—Pero ¿qué diablos estabas haciendo? —exclamó ella—. Casi te ahogas. A saber qué habría pasado si yo no hubiera estado aquí.

Entre el mareo y que había tragado más agua contaminada de lo que es prudente o sano, no lograba recordar con exactitud por qué había ido al lago. Tampoco me explicaba por qué aquella extraña y hermosa chica había asumido la responsabilidad de salvarme. Me sentía como una damisela en apuros. Básicamente, me sentía como un perfecto idiota… un perfecto idiota increíblemente afortunado.

Recliné la cabeza en el suelo. Estaba incómodo, pero era preferible a ver que todo daba vueltas a mi alrededor.

La chica me apartó el cabello de la cara.

—Lo siento. He llamado a Urgencias por el móvil. Ahora viene la ambulancia. No… no me imagino qué hacías bañándote en el lago a estas horas de la noche y con la ropa puesta. ¿Recuerdas el chico que se ahogó aquí hace diez años?

—¿Qué?

—Lo siento. Solo intento charlar un poco para mantenerte despierto. Es… es lo que solía hacer cuando mi madre tomaba una sobredosis y tenía que esperar a que llegara la ambulancia.

—¿Cómo te llamas? —logré preguntar.

—Jewel. Como el cantante y las piedras preciosas[1]. Jewel Valentine. ¿Y tú?

Volví a toser y acabé de expulsar de los pulmones los microorganismos que me había tragado sin querer y que seguramente en cualquier país asiático eran un manjar.

Jewel torció el gesto.

—Perdona. Sacha Thomas. Encantado de conocerte, Jewel como-las-piedras-preciosas.

—Un placer conocerte, Sacha. ¿Vas a darme las gracias?

—Sí. Gracias. Ya sabes, por salvarme la vida y eso.

—No hay de qué —replicó Jewel—. De noche suelo ir a correr al parque para salvar a adolescentes que se están ahogando en el lago.

Aunque me costaba mantener los ojos abiertos, conseguí bromear un poco.

—¿Es que disfrutas practicándoles el boca a boca a chicos vulnerables?

—Cada cual con sus gustos —sonrió ella.

Yo le devolví la sonrisa, pero solo un segundo, porque tenía la cabeza tan espesa que cualquier gesto me dolía.

—Hace frío, ¿no? —murmuré.

—Oh, mierda. Espero que no acabes con una hipotermia. —Cogió una chaqueta desgastada de cuero que me había creído que era una roca.

Me ayudó a incorporarme ligeramente y me pasó la chaqueta por los hombros. Me iba bien, así que supuse que debíamos de tener más o menos la misma talla. Era cómoda y abrigada.

Después me cogió una mano entre las suyas y me frotó la palma para hacerme entrar en calor.

—Llegarán de un momento a otro —me tranquilizó.

—¿Qué hacías aquí? —pregunté yo.

Ella vaciló un instante.

—¿Esa pregunta no deberías contestarla tú? —Sacudió la cabeza y suspiró—. He venido a pensar. Me gusta el silencio de la noche. Soy uno de esos bichos solitarios que acaban un día asesinando a alguien.

—Mi madre solía bromear con eso de pensar —dije contemplando el cielo y trazando líneas imaginarias de una estrella a otra—. Si yo decía algo como: «He pensado que…», ella contestaba: «Ya te he advertido sobre eso, ¿no?».

—¿Ha muerto? —susurró Jewel.

—Sí. ¿Cómo lo sabes?

—Has dicho «solía». En pasado.

—Eres observadora. Aunque podría haber dejado de hacer esa broma, porque perdió gracia enseguida.

—¿Cuándo murió? —preguntó ella—. Dios, lo siento, qué poco tacto tengo. No tienes por qué contestar.

—Tranquila. El año pasado. —Estaba temblando. No sabía a ciencia cierta si se debía al frío o a otra cosa.

Ella asintió. Cerré los ojos un momento y cuando los volví a abrir Jewel Valentine había desaparecido y en su lugar había un sanitario inclinado sobre mí, apuntándome a los ojos con una linterna y preguntándome en qué año estábamos.

—¿En el año del buey? —propuse.

Rótulos de hospital

No se lleven las flores, por favor.

Lávense las manos.

Desconecten los móviles y los transistores.

Hablen en voz baja, por favor. Nuestros pacientes necesitan descansar.

¡No entrar! La caída de frutas puede provocar lesiones.

Tras el rescate de Jewel, la primera persona que vino a verme al hospital aquella noche (aparte de mi padre) fue Little Al.

El verdadero nombre de Little Al es Michael Mitchell. A él le molesta la aliteración… Cree que suena demasiado como Eminem y a Marilyn Monroe.

El «Little»[2] del apodo de Al se entiende en cuanto le ves. Mide casi uno noventa y es delgado, aunque no escuálido como yo. Quizá un poco huesudo si le ves en bañador largo en la playa. Pero por su forma de comportarse comprendes que le da igual. A veces me pregunto por qué me he complicado la vida buscándome como mejor amigo a uno tan alto… es como si intentara parecer aún más bajo de lo que soy. Con mi miserable uno setenta, parezco un enano incluso sin su ayuda.

Al es diminutivo de Albert, igual que Einstein. Le puse ese nombre porque desde que le conozco (tengo que remontarme al primer día de séptimo curso, cuando decidió adoptarme como compinche) está obsesionado por la química. Me refiero a la química tipo mechero Bunsen y reacciones químicas, no a las citas rápidas y los idilios amorosos… aunque Al intente convencerte de lo contrario, puesto que se considera muy hábil.

Yo no me tragué durante mucho tiempo que después de clase iba al laboratorio porque estaba colado por la señorita Ford, a pesar de que esta es un bombón. Una vez la vi irse de la escuela montada en el asiento trasero de una moto.

Estoy orgulloso de que Al utilice el nombre que le puse yo en vez del que eligieron sus padres. Tiene un agudo sentido del humor, el cabello rubio pajizo y siempre viste para causar impresión, chaqueta los días de escuela y camisa los fines de semana. Las pecas de la nariz y su sonrisa torcida contrarrestan con sus otros rasgos y hacen que parezca un niño de cinco años y no un chico que a los trece hacía química para universitarios. Dios sabe qué estará haciendo el último curso de instituto.

Al agachó la cabeza al entrar por la puerta de la habitación y se arrellanó en una silla. Incluso sentado era imponente.

—Duck, amigo mío, ¿cómo te trata la vida? —preguntó. Duck era el apodo que me pusieron cuando jugaba en el equipo de críquet de octavo, del que me echaron a los dos días.

—No muy bien, por lo que se ve. La muerte está llamando a la puerta, Al —repliqué yo irónico, incorporándome—. Y tú, ¿qué tal? ¿En qué andas metido?

—Lo normal. Resolver el infinito. Aceptar premios Nobel. Lo de siempre. ¿Qué dice el hospital sobre el alta? ¿Te puedes ir hoy? —Al sonrió jugueteando con su corbata.

—Quieren que esta noche me quede en observación —expliqué yo—. Ya sé que es sábado, pero no podré irme de juerga contigo como tenías previsto. Ya sabes, una vez que resuelvas lo del infinito.

Little Al tamborileó los dedos sobre el brazo de madera de la silla.

—Créeme, Duck, tendrían que tenerte en observación mucho más tiempo para poder entenderte.

Enarqué las cejas.

—Tú eres el hijo natural de Freud y Paris Hilton. A lo mejor deberías ayudarles.

—Eh, puede que solo haya heredado la belleza de mi madre. —Al encogió los hombros.

Abrí la boca para decir algo, pero en ese momento mi amiga True Grisham entró como una exhalación en la habitación y cerró bruscamente la puerta tras sí.

—Hola, Michael —saludó secamente a Al. Era la única, además de los padres de Al, que lo llamaba por su verdadero nombre.

—Hola, True. —Al esbozó una breve sonrisa—. Llegas justo a tiempo para una partida de strip poker.

True dio un taconazo y me miró.

—¿En qué narices estabas pensando?

Llevaba al hombro su bolsa de portátil Betty Boop y la brillante horquilla con forma de mariquita colgaba tristemente entre sus largos cabellos rubios.

El hombre que estaba en la cama diagonalmente opuesta a la mía musitó a Al:

—Si esta señorita juega, repárteme cartas.

True Grisham es muy alta incluso con sus habituales bailarinas. No tanto como Little Al, pero lo suficiente para que el comité del anuario escolar los haya nombrado la pareja ideal de nuestro curso. Pero True no tiene tiempo para chicos, y menos aún para Al; todo su mundo gira en torno a su aspiración de ser una periodista de éxito. Tiene un plan demasiado detallado para que lo recuerde, pero que básicamente consiste en viajar por todo el mundo y escribir para los periódicos más importantes. Ahora se dedica a sacar las mejores notas posibles para poder estudiar periodismo en una buena universidad y no deja de ampliar su portafolio con artículos escritos para periódicos locales y revistas. Se entrega completamente a su trabajo y siempre está ocupada. Creo que no duerme.

Mi amistad con True es anterior a la de Al. El día que empecé tercero en mi nueva escuela me reclutó como subdirector de la primera revista escolar. No hace falta decir que, a pesar de la dedicación de una True de ocho años, solo publicamos tres números y jamás conseguimos vender los veinticinco ejemplares que editábamos, ni siquiera al mísero precio de cincuenta centavos.

Después pasó a cosas más importantes y mejores —la edición del periódico del instituto, su columna en el periódico local, artículos ocasionales para revistas de tirada corta— y, a pesar de que en tercero me di cuenta de que no haría carrera como periodista debido a mi absoluta ineptitud para la ortografía, ha seguido siendo mi mejor amiga hasta el último curso.

Seguro que True cumplirá sus sueños. Es inteligente, implacable y no hay quien la distraiga. True es valiente y está hecha a prueba de balas. True ha sido una constante en mi vida; especialmente ahora, que no tengo muchas.

—Tu padre me ha llamado. Me ha dicho que estabas en el hospital y que te negabas a hablar con él —prosiguió con el gesto torcido mientras arrancaba los hilillos sueltos de su rebeca rosa—. Creo que… bueno, ya sabes lo que pienso… —Suspiró y se apoyó en el pie de mi cama—. ¿Qué pasa, Sacha? Sé sincero conmigo, ¿vale? ¿Lo has hecho a propósito?

—Creo que estás molestando a Moira. —Señalé a la anciana que dormitaba en la cama de al lado—. Se está recuperando de un implante de prótesis en la rodilla.

—No se puede hacer broma de todo, Sacha —dijo True.

—No estaba bromeando. Es verdad.

True corrió la cortina que había junto a mi cama. La sonrisa de Al se desvaneció.

—Jason me ha dicho que estabas dando un paseo y te has caído al lago —dijo—. No lo has hecho a propósito, ¿verdad?

—¿El señor Carr? —pregunté—. ¿Está aquí? ¿Y desde cuándo le llamas por su nombre de pila?

True miró a Al.

—Es imposible hundirse en el lago. Tiene un metro y medio de profundidad y el tamaño de una piscina infantil.

Al la ignoró.

—Hemos coincidido en tu casa algunas veces. Siempre me pide que le llame Jason. La mayoría de los profesores quieren que les llames por su nombre de pila si les conoces fuera de la escuela.

—Sí —repliqué—, si lo que quieren es que les acusen de abusos sexuales a menores.

—¿Por qué no has hablado conmigo, Sacha? —preguntó True sentándose a los pies de mi cama—. Entiendo que no se lo contaras a él —frunció el ceño en dirección a Al—, pero en mí puedes confiar.

En vez de responder me limité a mirarme las manos. Oí el zumbido de las máquinas, el parloteo de las enfermeras y, a lo lejos, unos anuncios de televisión vendiendo salvapantallas de móvil. En el hospital, mi pasado parecía incómodamente cerca. En cualquier otra parte podía mantenerlo a distancia, pero allí, al igual que en el cementerio y al pasar frente a mi antigua casa, sentía en la nuca el aliento de las cosas que prefería olvidar.

El hedor a lejía y a enfermedad hacía que volviera a revivirlo todo en mi mente, de donde había intentado mantenerlo apartado tanto tiempo. Los años de pruebas, de quimio, de infinitos fármacos y noches en vela que se habían tragado mi infancia, y las semanas previas a la muerte de mi madre, cuando le tocó a ella estar confinada en una cama de hospital. Solo que yo sobreviví a la leucemia y ella murió a causa de una enfermedad autoinfligida.

Supongo que es así como ella lo habría preferido. La madre muere y el hijo sobrevive. Ojalá hubiera sido al revés.

True volvió a fruncirle el ceño a Al y después se giró hacia mí.

—¿Quién te ha encontrado? —preguntó.

—Una chica —repliqué—. Jewel Valentine.

—¿Era guapa? —preguntó Al.

—¡Michael! —exclamó True—. ¿Piensas en algo más que no sean fórmulas químicas y sexo?

—Lo siento —murmuró Al.

—¿Has dicho Jewel Valentine? —preguntó True pensativa un segundo; después suspiró—. De verdad, creo que deberías hablar con tu padre.

—No eres la primera que lo dice.

—Sacha, Sacha, Sacha. —True sacudió la cabeza—. ¿Qué vamos a hacer contigo?

—Enterrarme vivo suena tentador en este momento —apunté yo—. ¿Alguien tiene una pala?