Jewel
—Jewel —murmuró Sacha—, quiero contarte algo.
Era tarde, y en medio del silencio reinante lo único que sentía eran los dedos de Sacha acariciando mi estómago.
—Hummm —murmuré, pero tenía los ojos cerrados y la mente muy lejos. Sentía su cálida respiración en mi cara.
—Me voy a morir, Jewel —susurró él.
Me pregunté por qué repetía mi nombre así. No es que no me gustara, que me gustaba, pero no paraba de musitar mi nombre… Puede que fuera importante, pensé. Pensé.
—Jewel —volvió a susurrar él con los labios rozándome la oreja—. Es importante.
Me gustaba aquello. Me gustaba su forma de decir Jewel, como si yo fuera importante. Sabía que no lo era, pero era agradable que él lo dijera y para mí creerlo.
—Me voy a morir, Jewel —repitió. Ya le había oído la primera vez.
Seguí con los ojos cerrados y él me besó la mejilla.
—Ya lo sé, Sacha —murmuré—. Todos vamos a morir.
Sacha dibujó círculos en mi estómago y acercó su cabeza suavemente a la mía. Era una sensación muy cálida.
—Te quiero —susurró él.
—Yo también —murmuré—. Con todo mi corazón. Buenas noches.
Era tan tarde… Estaba tan cansada…
Él me besó suavemente.
—Buenas noches. Te quiero.
Me desperté pronto.
Casi me había esperado que Sacha desapareciera antes del amanecer o que la noche anterior hubiera sido uno de esos extraños sueños que se tienen justo antes de despertarte, como una lluvia de imágenes… contemplando la lluvia con la cabeza apoyada en el cristal, separando un bocadillo de jamón y lechuga, montando una tienda, bebiendo vino, besando a Sacha una y otra vez.
No podía ser uno de esos sueños porque aquellos sueños no tenían lógica y estaban plagados de personas estrafalarias que me perseguían y paredes que no se comportaban como paredes… y aquel tenía sentido, Sacha y yo.
La mano de Sacha seguía sobre mi estómago y él seguía allí, tumbado a mi lado con los ojos cerrados y respirando suavemente.
El efecto del vino había desaparecido. Me levanté, dejé la mano de Sacha a un lado con cuidado y aparté las sábanas. Abrí las persianas. Era pronto —muy pronto— y el coche de Rachel aún no estaba en la entrada.
Fui a mi habitación, revolví el armario y me puse lo primero que encontré. Después me hice una cola de caballo, salí a la luz del amanecer y cerré la puerta tras de mí sin hacer ruido.
Sentí el frío del viento y caminé rápido, disfrutando del sonido de mis pasos sobre el asfalto. Los fanáticos del jogging y los adictos a la gimnasia que se levantaban cada día a aquellas intempestivas horas de la mañana saludaron con un gesto a la chica loca, casi mujer, de la cola de caballo torcida.
Me dirigí a la tienda de la esquina, que acababa de abrir, y compré un cartón de leche. Después fui al parque, me subí a un banco y —con el cartón de leche en la mano— extendí los brazos y dejé que los rayos de sol bañaran mi rostro. Respiré hondo varias veces antes de bajar de un salto y correr a casa con Sacha.
Cuando llegué Rachel todavía no había vuelto y Sacha se estaba poniendo la camiseta con aire resignado.
—Hola —dije.
Sacha sonrió y se peinó el pelo con la mano. Estaba hecho un desastre. No dijo nada.
Le enseñé el cartón de leche.
—He traído leche para el desayuno.
Él se frotó la nuca.
—Vale.
Metí la leche en la nevera y volví a la sala.
Ninguno de los dos dijo nada. Recogí las sábanas, la manta y las almohadas y las llevé a mi habitación mientras Sacha ponía las sillas en su sitio. Después ambos recogimos los restos de nuestro banquete —la botella de vino vacía, los vasos, medio racimo de uvas y media caja de galletas— y los llevamos a la cocina.
Cada uno ocupaba un extremo de la mesa.
—Qué raro es esto —dije.
Sacha volvió a sonreír.
—Sí.
Me cogió la mano por encima de la mesa y me acarició la palma con el pulgar.
—¿Recuerdas lo que dije ayer por la noche? —preguntó.
Me concentré en mi mano y la mano que la sostenía, y en la mesa de formica y la caja de galletas medio vacía.
—La verdad es que no.
—Vamos a la sala de estar —propuso.
Nos sentamos en el sofá. Sacha volvió a peinarse el pelo con la mano y yo me llevé las rodillas al pecho.
—Y bien —dije.
Sacha se volvió hacia mí y se mordió el labio inferior. Me miró con sus ojos grandes y una sonrisa dulce e indecisa.
—Y bien —dijo a su vez.
—Tendrás que volver a contármelo desde el principio.
Sacha alargó el brazo y me pasó el pelo por detrás de la oreja.
—Ayer por la noche fue mucho más fácil.
—¿Quieres que vayamos a la licorería? ¿Eso lo haría más fácil? —bromeé.
Sacha rió mostrando todos los dientes. En ese momento la puerta principal se abrió y entró Rachel.
Sacha y yo nos pusimos en pie. Rachel parecía cansada y algo borracha. Nos quedamos todos inmóviles y sin decir nada lo que pareció una eternidad.
Rachel dejó las llaves y preguntó:
—¿Quién es?
—Sacha —contesté—. Sacha, esta es Rachel.
Rachel parpadeó despacio y levantó la vista al techo.
—No sé qué hacer, Jewel.
—No hemos hecho nada malo, mamá —dije—. Hace cinco meses que tengo dieciocho años.
—Me siento como si hubiera hecho algo mal, como si te hubiera fallado en algo… ¿es así? —Casi parecía triste.
—No. —Sacudí la cabeza—. ¿Por qué no vas a dormir un rato?
Miré a Sacha con aire de disculpa y acompañé a mi madre a su cuarto. La ayudé a sacarse la chaqueta y le llevé un vaso de agua del lavabo.
Cuando se metió en la cama, me senté en el borde.
—No le has fallado a nadie, mamá —dije—. Deja de culparte a ti misma y yo dejaré de culparme a mí misma.
Mi madre suspiró y cerró los ojos.
Salí de la habitación y cerré la puerta detrás de mí. Me encontré a Sacha donde le había dejado y le besé en la mejilla.
—Falta bastante para la escuela. ¿Te apetece dar un paseo?
Sonrió.
Me puse un vestido verde que estaba acumulando polvo en el armario (uno de los pocos vestidos que me habían comprado mis abuelos y que nunca me había puesto), me peiné, me lavé los dientes y la cara, y busqué un cepillo de dientes nuevo para Sacha. Me pinté los labios y me puse rímel, porque me apetecía, porque aquel iba a ser un buen día.
Fuimos al parque cogidos de la mano parte del camino. El parque empezaba a llenarse de gente: los diligentes paseadores de perros, las madres madrugadoras con bebés chillones, los corredores, los ciclistas y los que practicaban marcha se saludaban al cruzarse. Atravesamos el gran césped hasta llegar a un extremo del campo de fútbol al abrigo de los árboles.
Me derrumbé en el suelo y tiré de Sacha.
—Siento lo de mi madre —dije.
—No te preocupes —sonrió él—. Tengo suerte de que tu padre no ande por aquí.
—Sí —dije riendo. Arranqué un puñado de hierba y lo dejé caer al suelo como una lluvia de nieve verde.
Miré a Sacha y él se inclinó y me besó, y yo sentí un cosquilleo por todo el cuerpo.
Nos separamos ligeramente, ambos teníamos los ojos abiertos. Estaba tan cerca que podía ver todas sus pestañas y sentir su aliento en mi rostro. Entonces él susurró:
—Voy a morirme.
Ninguno de los dos nos movimos.
—Ya lo sé —dije—. Todos vamos a morir, Sacha. No me digas que acabas de darte cuenta de que eres mortal. —A pesar de ignorar sus palabras, me sentí incómoda.
—Te quiero, Jewel.
Sacha me cogió de la mano. Había tensión en el aire, me costaba respirar.
Sacudí la cabeza.
—Te estás poniendo muy melodramático.
Él rió sin ganas.
—Por favor, deja que te lo explique. —Me apretó la mano.
Yo no le apreté la mano ni asentí, solo me aparté y miré a lo lejos.
—¿Estás bien? —preguntó él mientras trazaba pequeños círculos en mi mano con el pulgar—. Cuando era pequeño, entre los ocho y los doce años, tuve leucemia. Pasé mucho tiempo en el hospital.
Me miró, esperando mi reacción, o que le diera a entender que le había oído. Nos quedamos sentados —yo mirando al infinito y él mirándome a mí— cinco largos minutos. Después, cuando se dio cuenta de que no iba a hacer nada, continuó.
—Ha estado en remisión durante años. —Casi rió—. Creía que todo había vuelto a la normalidad. Pero el miércoles de la semana pasada mi padre me llevó a una revisión rutinaria. La mañana del sábado que estaba en el lago y me salvaste, nos dieron la noticia. —Se interrumpió y estuvo tanto rato sin decir nada que creí que no seguiría. Pero después continuó en voz más baja—: Nos llamaron inmediatamente… a papá y a mí.
—¿Cuánto tiempo te queda? —susurré—. No te estás muriendo, ¿verdad? Solo estás enfermo. Te pondrás mejor.
Me temblaban las manos. Sacha seguía apretándolas, ahora con más fuerza.
Le miré, las lágrimas anegándole los ojos.
—Es terminal, Jewel. —Habló tan bajo que tuve que esforzarme para oírle—. El cuerpo me está fallando. —Estaba al borde de las lágrimas. Rió, a pesar de que todo iba mal—. Voy a luchar, Jewel. Lo haré. Lo prometo. Quiero vivir. Pero debemos afrontar el hecho de que lo tengo todo en contra.
—Dios, no llores —dije. Solté la mano y me aparté.
—Lo siento, Jewel —dijo él—. Hasta ahora no he sido capaz de hablar de ello. Ojalá te lo hubiera dicho antes. Ojalá no estuviera pasando nada de todo esto.
—¿Por qué? —pregunté con voz extraña. Hundí la cabeza en las manos.
—¿Por qué qué, Jewel?
—Deja de repetir mi nombre, por favor.
Sacha se inclinó e intentó cogerme la mano, pero yo volví a apartarme.
—Lo siento, Jewel. Esto no depende de mí.
—¿Y ahora qué? —pregunté con la cara tapada.
Él tragó saliva con fuerza.
—Después de mi cumpleaños ingresaré en el hospital y empezaré la quimio.
—Lo superarás —dije mirándolo—. Lucharás y te pondrás bien.
—Lo hemos cogido demasiado tarde —murmuró Sacha—. Ya se ha extendido. Me dan hasta finales de año. Un poco más si el tratamiento funciona. Lucharé. Voy a hacer todo lo que esté en mi mano. —Se mordió la mano para contener el llanto. Estaba temblando, sin poder mirarme a los ojos—. Lo siento.
—¡Deja de decir eso! ¡No significa nada! —le espeté. Me restregué los ojos intentando contener las lágrimas. Quería acercarme a él, cogerle de la mano, pero no podía. Estaba enfadada, me sentía traicionada. Estaba temblando.
—Bueno… yo no… tú no… Siento no habértelo dicho antes. No podía. Siento lo que está pasando.
—Tú no tienes de qué preocuparte —dije con voz ahogada. Las palabras me hicieron daño en la garganta—. Ya estarás muerto.
—Oh, Jewel —dijo Sacha con voz temblorosa—. Deja de comportarte como una niña. —Tragó saliva nervioso.
—A lo mejor lo soy, ¿vale? —contesté yo en tono bajo y duro.
—Olvidémonos de todo esto por ahora. —La voz de Sacha sonaba más calmada—. La semana que viene es mi cumpleaños. No pensemos en el futuro. Divirtámonos. Tengamos esperanza.
—Esa es la cuestión —dije apartándome el pelo de la cara para mirarle—. Te vas a morir. No tienes un futuro en el que pensar. Yo sí tengo un futuro.
—Vaya futuro —dijo Sacha—. ¿Qué vas a hacer? ¿Dibujar?
Le miré fijamente y su expresión cambió al instante.
—Oh, Jewel, ya sabes que no quería decir eso. Lo siento, lo siento mucho —dijo con la voz rota—. Es que estoy enfadado.
Me levanté y me alejé. Sacha también se puso en pie.
—Por favor, para un segundo —suplicó. Me hacía daño oír el dolor en su voz, así que me detuve y me giré.
Él se apartó el cabello de la cara. Tenía la camiseta arrugada y el pelo revuelto. Ahora que sabía lo que sabía —que estaba enfermo—, noté lo que debería haber notado antes. Lo delgado que estaba y lo cansado que parecía.
—¿Qué? —Había hostilidad en mi voz. No era intencionada, pero estaba ahí. Él se estremeció al notarla.
—No sé cómo arreglarlo —dijo—. Quiero, pero no sé cómo.
—No estoy segura de que pueda arreglarse, Sacha —logré decir—. No… me veo capaz de asimilarlo. No puedo. Esto es demasiado para mí. Es demasiado, demasiado.
Sacha intentó acercarse y yo me alejé. Entonces se detuvo y asintió. Una lágrima se deslizó por su rostro y volvió la cabeza para restregarse los ojos.
—Me voy. No me sigas. Vete a casa, Sacha —dije con voz ahogada.
Crucé el resto del campo de deportes y el parque, pasé junto a más gente madrugadora y fui calle abajo hasta mi casa. Sacha no me había seguido.
Me metí en el lavabo llorando. Me pasé un algodón húmedo por los ojos y me refresqué la cara. Fui a mi cuarto a ponerme el pijama y después a la sala de estar, y miré por la persiana. Sacha estaba al final de la calle, sentado en el bordillo con la mirada perdida.
Cerré la persiana, volví a mi cuarto y me acurruqué en la cama, preguntándome si uno podía desaparecer si lo deseaba lo suficiente.