Sacha
Esperaba que Jewel no se diera cuenta repentinamente de que había cometido un grave error y decidiera que en realidad no le gustaba.
Jewel me había cogido la mano y la apretaba contra su mejilla; su piel era suave, tersa y cálida al tacto. Cuando cerró los ojos, me pregunté cómo había logrado encontrar una chica tan bonita e inteligente que no me considerara un perfecto idiota, una chica junto a la que me sentía tan feliz allí tumbado, una chica en la que confiaba.
Nos besamos. Recorrió las encías de mis dientes con la lengua; fue extraño pero maravilloso, de una intimidad embriagadora.
Me pregunté si era inteligente o estúpido llegar tan lejos con alguien que solo conocía desde hacía una semana, si las decisiones estúpidas y temerarias traían consigo mayor felicidad. Me pregunté si habría tomado la misma decisión de no estar enfermo.
Los dedos de Jewel buscaron el borde de mi camiseta, excitándome en el momento en que rozaron mi estómago. Pensé que debía cerrar los ojos. ¿Se extrañaría si se daba cuenta de cómo la observaba, cómo absorbía cada detalle de su rostro?
Quería que abriera los ojos y me mirara.
Jewel me subió la camiseta y yo me aparté un momento para quitármela. Ella me miró sonriendo.
Con las emociones exaltadas por el vino, la perspectiva del sexo y yo sin camiseta, ambos sabíamos lo que podía pasar… Estábamos yendo más lejos, ambos queríamos ir más lejos. Respiré hondo.
—Ojalá pudiera hacerte una fotografía todos los días —susurré.
—¿Por qué? —sonrió ella.
—Para saber cómo eres cada día de tu vida.
—Me gusta así, Sacha —dijo ella—. Me gusta que estemos juntos. No necesitas fotos si me tienes a mí, ¿no?
—Solo hace una semana que me conoces —repuse—. No te precipites.
Jewel se sentó, se subió la manta y se la pasó por los hombros con aire indiferente.
—¿Y tu primer beso? —pregunté.
Jewel sacudió la cabeza.
—¿Tengo que contártelo?
—Sí, tienes que hacerlo.
Jewel suspiró. Se quedó en silencio tanto rato que creí que no contestaría, pero al final lo hizo.
—Tenía trece años. Oh, Dios, la abuela me envió a un campamento religioso. ¿Has estado alguna vez en un campamento religioso?
Negué con la cabeza.
—No. ¿Qué tal era?
—No sabes lo que te has perdido —comentó Jewel. Sonrió y se miró las manos apoyadas en la falda—. Era como un campamento normal, salvo que te daban sermones durante el desayuno. Y antes de acostarte, te contaban historias alrededor de la hoguera de cómo Jesús les había salvado. A ver, eso no me importaba. Me gustaba pensar que había un Dios omnipotente que cuidaba de todos. Me gustaba pensar que podías arrepentirte de tus pecados y empezar de cero. Pero los chicos… uf, ¡la alegría de la huerta! ¡Y tenían trece años!
Me reí.
—Por la noche, cuando los orientadores se iban a dormir, los chicos se colaban en las cabañas de las chicas y jugábamos a ese gran juego de «verdad o reto». —Jewel se interrumpió y después siguió hablando más despacio—: Una de las chicas de mi cabaña retó a un chico a besarme. Lo lógico habría sido que me hubiese ido, ya sabes, que dijera que ni hablar, puesto que nadie se había molestado en pedirme permiso… pero no lo hice. En aquella época pensaba que un día un chico me besaría y por arte de magia vería lo maravillosa que era, que dejaría de estar tan distanciada de la gente y que él vería más allá de mis rarezas, y entonces… y entonces todo sería perfecto. —Su voz se tensó y tragó saliva ruidosamente.
Alargué el brazo y la cogí de la mano, susurrándole:
—Imagino que el mundo no se transformó en una película de Disney.
Jewel me apretó la mano y rió bajito.
—El chico era horrible. El beso fue horrible. Húmedo y asqueroso. No me puedo creer que te esté contando esto.
—Eres consciente de que debe de haber millones de personas cuyo primer beso fue igual, ¿no? —dije—. Seguramente billones. Es el paradigma del primer beso asqueroso.
Jewel me miró con los ojos brillantes.
—Ya, pero eso no lo sabes cuando tienes trece años. —Esbozó una sonrisa agridulce.
—¿Sabes qué creo? —susurré—. Que deberíamos poder elegir. Olvida el estúpido beso que le diste a un extraño en un campamento y elige un beso que significara algo, con alguien que te importara. Conviértelo en tu primer beso. Recuerda eso y no recuerdes lo demás. Recuerda solo las cosas buenas.
Jewel sonrió y me apretó la mano otra vez. Yo alargué el brazo y le acaricié el rostro. Nos quedamos quietos y callados largo rato a la luz de la vela.
—Ha dejado de llover —susurré.
—Sí. —Sonrió—. Ha parado. Esta lluvia le irá muy bien al jardín.
—¿Lo dejamos? ¿Quieres que me vaya?
Jewel se inclinó y me besó en la comisura de los labios —y creo que eso fue más excitante que si me hubiera besado en los labios— antes de apoyar la cabeza en mi hombro. Yo quería volverme y besarla, y el deseo era tan intenso que no podía pensar en nada ni oír nada salvo el sonido de su respiración.
—No —dijo—. Es muy tarde.
Nos quedamos sentados, apoyados el uno en el otro. Era perfecto estar así, simplemente sentados. No tenía ni idea de que estar sentado con alguien pudiera hacerme tan feliz.
Me sentía cómodo y al mismo tiempo la tenía tan cerca que me costaba respirar. No lo entendía, ni quería hacerlo, porque temía que aquella sensación me abandonara súbitamente.
Jewel se desabrochó los tres botones superiores de la blusa, levantó el rostro y me besó. Después me cogió la mano y la llevó al siguiente botón. Nos besamos, y mis dedos temblaron al desabrocharle la blusa y rozar accidentalmente su pecho. Recordé cómo había temblado apenas unas semanas atrás, cuando me dijeron que me quedaba sin tiempo. Recordé cómo me temblaron las manos cuando no pude reanimar a mi madre. Pero aquello era diferente. Era una sensación especial. Y, durante unos instantes, morir y todo lo que conllevaba me pareció muy lejano.
Jewel se quitó la blusa y se tumbó. Nos besamos suavemente, y nos dimos un golpecito con la nariz y ambos sonreímos.
—Siento que valgo menos que los demás —susurró Jewel. Tenía la mano entre mis cabellos y sus labios estaban tan cerca de los míos que sentía vibrar sus susurros en mi cabeza—. Me siento inferior a los demás. Siento que nadie me necesita ni me quiere.
—Yo te necesito —le susurré.
—Si no fuera tan tópico, sería casi romántico —sonrió ella. Me besó una y otra y otra vez. No me podía creer que hubiera existido un tiempo en el que Jewel Valentine no formara parte de mi vida.
Y, simplemente, creo que me enamoré.
Cosas que creía que nunca vería
A mi madre muerta en el suelo, frente a mí.
A mi padre besando a mi profesor de arte.
A True Grisham con un novio.
A Jewel Valentine durmiendo a mi lado.
Mi propia muerte bailando en el horizonte.
Mamá, la noche en que moriste.
Aquel día volvía del campamento escolar. Mi padre estaba en una exposición de arte; no sé si era suya o de otro, supongo que eso no importa. Y aunque hubiera estado allí, era demasiado tarde para salvarte.
El campamento no había estado nada mal para ser un campamento escolar. No por las típicas tirolinas y las carreras de orientación (al cabo de seis o siete años las actividades se hacen aburridas y, normalmente, las infraestructuras dejan mucho que desear), sino por un juego de la botella particularmente satisfactorio, gracias al cual me había pasado siete minutos enteros en la cabaña número cuatro besándome con Mandy Collins, que fue a nuestra escuela solo un semestre. ¿La recuerdas?
Seguramente no debería explicarte esto. Seguramente no quieras saberlo.
La madre de Al nos recogió a los dos en la escuela y fuimos a su casa. Yo llamé y dejé un mensaje en nuestro contestador diciendo que volvería hacia las siete. Y fue exactamente a esa hora cuando Sal me dejó en casa.
Me preguntó si quería que esperara hasta ver si había alguien en casa. Los dos sabíamos que siempre estabas en casa. Le dije que veía luz en la cocina, que estaría bien, y le di las gracias.
Ella se fue.
Fui a la puerta. No estaba cerrada con llave, como siempre que había alguien en casa… Echo de menos esa casa.
No quisiste ir con papá porque al final no querías ir a ningún sitio. Los dos creíamos que te recuperarías, que te pondrías bien. Creíamos que volvías a comer. La mayoría de los días te levantabas y hacías cosas. No eras la de siempre, pero estabas mejorando.
Te llamé y te dije que había vuelto. Tú no contestaste y me imaginé que estarías ocupada, que no me habrías oído o algo así. Dejé la mochila y el saco de dormir en mi cuarto y entonces entré en la cocina.
Estabas tan guapa.
Nada más verte tumbada en el suelo, supe que habías muerto y que no ibas a volver. Que tu corazón se había rendido, que la presión que soportaban él y el resto de tu cuerpo había sido excesiva. Pero ignoré el pálpito que me decía que ya te habías ido, que estabas muy lejos, y dije tu nombre, alto, claro, como si solo te hubieras desmayado debido a un bajón de azúcar o algo parecido. Como si no estuvieras muerta, como si solo tuvieras diabetes y lo único que necesitaras fueran un par de caramelos de azúcar.
Estabas tan guapa… el cabello enmarcaba tu rostro sobre el suelo. Aunque tus espesos rizos castaños eran más finos desde que habías empezado a perder peso, seguían ensortijándose suavemente. Me recordabas una sirena, la piel brillante, los labios carnosos comparados con la dureza de los pómulos y la barbilla.
Me arrodillé junto a ti y te busqué el pulso. Tu reloj me molestaba. No oía los latidos, pero pensé que se debía a que el corazón me retumbaba violentamente en los oídos.
Agarré el teléfono y llamé a urgencias.
Intenté recordar cómo se hacía una RCP… en noveno habíamos hecho un curso de reanimación con maniquís. ¿El corazón estaba a la izquierda, a la derecha o en el centro?
Creo que te rompí una costilla. El chasquido me hizo ahogar un grito de dolor a pesar de que no era yo quien sufría el dolor; las lágrimas se deslizaban por mi rostro porque sabía que te habías ido, pero aun así luchaba por traerte de vuelta, porque no podías dejarnos, porque no podías dejarme así.
Estabas tan guapa.
Llegó la ambulancia.
Papá entró corriendo y ocupó mi sitio a tu lado gritando una y otra vez «¡Helen, Helen!», como si pudieras oírle, agarrándose a ti cuando los sanitarios intentaban llevársete. Una sanitaria me condujo a la sala de estar y me puso una manta sobre los hombros.
Le susurré que creía que te había roto una costilla, y ella dijo que no había hecho nada mal.
No la creí. Sabía que había hecho algo mal, muchas cosas mal, que no había sido capaz de salvarte. No aquella noche, sino antes, semanas, meses, años antes. Cuando las cosas eran normales.
Vomité en la alfombra y buscaron una palangana. Papá tenía el rostro hinchado, desencajado y los ojos enrojecidos. Todo se volvió confuso… las centelleantes luces de la ambulancia, las preocupadas exclamaciones de los vecinos en la calle, el brazo de papá rodeándome los hombros, el vaso de agua que alguien me estaba poniendo en la mano.
Apoyé la cabeza en el pecho de papá y sollocé. Lo único que quería era abrazarte. No sabía dónde estabas en ese momento, adónde te habían llevado, lo que habían hecho contigo. Solo quería estar cerca de ti.
Le susurré a papá:
—¿Por qué no la hemos salvado?
Él me besó en la frente, como hacía cuando era pequeño, y me susurró:
—No es culpa tuya, Sacha. No podías hacer nada.
Sí que podría haber hecho algo. Debería haber hecho algo. Nunca debería haber ocurrido. Las madres no se mueren sin más. Las madres no se mueren así. Por supuesto… los ancianos de los asilos mueren. Cada fin de semana hay adolescentes borrachos que se estrellan contra un poste. Los niños pequeños con la cabeza calva —como yo en el pasado— algunas veces también mueren.
Las madres, no. Mi madre, no. No así.
¿Por qué te hiciste eso? ¿Por qué nos hiciste eso? Papá quería ayudarte. Yo quería ayudarte.
El funeral se celebró tres días después… No podía probar bocado, a pesar de que papá se había gastado una fortuna en el catering para poder estar conmigo todo el día, cosa que no pudo ser, porque la gente no paraba de recordar anécdotas divertidas de tu infancia, cuando lo único que él quería era sentarse en una esquina y mirar al vacío. Todo el mundo lloraba… había mucha gente a la que no conocía, debían de ser tus viejos amigos de la escuela. La gente murmuraba «Esto no es justo. No es justo», y me miraba con tristeza.
Yo estaba como paralizado.
Nos mudamos de casa pocas semanas después.
Little Al y True estuvieron conmigo en todo momento… Sé que los dos te caían bien, y a ellos también les afectó tu muerte. Little Al se sentó conmigo en el parque después del funeral, los dos llevábamos trajes que nos iban pequeños, y durante el velatorio bebimos alcohol sin permiso.
Seguramente no debería contarte esto.
En el informe de la autopsia pusieron que se trataba de un fallo cardíaco… el corazón no pudo aguantar el esfuerzo al que habías sometido a tu pobre cuerpo.
Me dejaste un fondo de diez mil dólares y a papá el resto. Cuando nos mudamos, metió tus cosas en cajas y las llevó a un guardamuebles. Seguramente se quedarán allí para siempre. No sé qué pasará con nuestras cosas —las mías y las de papá— cuando él muera. Ya no quedará rastro de nuestra familia, se habrá acabado todo. Me asusta morirme tan poco tiempo después de ti.
No había nada malo en ti, mamá. Eras perfecta tal como eras. Eras la persona más hermosa que jamás formará parte de mi vida, por dentro y por fuera. Te quería muchísimo. Papá también… puede que al final de una forma distinta a la que imaginábamos, pero era amor.
Ahora sé que es arriesgado querer tanto a alguien. No sé si la felicidad compensa el dolor.
Los días, semanas y meses que siguieron a tu muerte fueron los más sombríos de mi vida —peores que la época que pasé ingresado en el hospital, peores que cuando descubrí que me estaba muriendo—, los sentimientos me superaban, me sentía desprotegido y enfadado. No sé cómo sobreviví sin ti. Supongo que fue porque papá me necesitaba. No podía dejarlo solo. ¿Por qué nos abandonaste? Me sentí tan mal después, al pelearme con él, al culparle por lo que te habías hecho a ti misma.
Las chicas de dieciocho años mueren de anorexia. Las madres de cuarenta años, no.
Ojalá pudiera abrazarte de nuevo.