17

Jewel

Había silencio y ruido al mismo tiempo… el incesante ruido de la lluvia al caer, del zumbido del radiador, pero nada que oír en realidad. No oía voces en el exterior. Podría haber sido la última persona que quedara con vida. Quería ser la última persona que quedara con vida.

No sabía qué hacer ni qué pensar. Sentí la alfombra bajo las manos, áspera y rasposa, de modo que pensé en eso. Habían borrado la pizarra, pero podía adivinar las sombras de las palabras. Qué palabras, no lo sé.

Me costaba respirar. No iba a llorar. No. Miré fijamente el reloj analógico que colgaba sobre la esquina de la pizarra. Quince minutos. Si para entonces no había dejado de llover, tendría que irme igualmente. No podía pasar la noche en el colegio.

La lluvia amainó, o puede que solo fuera producto de mi imaginación. Esperé cinco minutos que me parecieron una hora. No aguanté más. Me levanté, metí mis cosas en la mochila, apagué el radiador y las luces, y me fui.

De hecho, parecía que llovía con más fuerza. Me quedé fuera, pegada contra la puerta y protegida solo por un toldo. El viento me levantó la falda y me revolvió el pelo. Me sentía paralizada, pero no solo paralizada por el frío.

Caminé bajo la lluvia haciendo visera con la mano, pero no me sirvió de mucho porque apenas veía a unos pasos de mí. Pero me sentí mejor; me sentí mejor que si hubiera sido una noche clara en la que todo el mundo se estuviera divirtiendo y yo me sintiera paralizada.

«Solo te han rechazado —me dije—. Solo has malinterpretado la situación. Tampoco es el fin del mundo».

Pero lo parecía. Dios, me sentía así. «No te quiere».

Di la vuelta al aparcamiento en busca del coche de Rachel, intentando ver entre la densa lluvia, con la mochila sobre la cabeza. Tenía el vestido pegado al cuerpo y el pelo se me enganchaba a la nuca.

El aparcamiento estaba casi vacío y no había rastro del coche.

Pensé en lo que había dicho Sacha sobre su intento de suicidio. Debería haber preguntado por qué. ¿Por qué no lo había hecho? ¿Porque me daba miedo la respuesta? ¿Por qué iba a hacer alguien algo así? Yo ni en los momentos más bajos me había planteado algo así.

No pude evitar recordar haberle dicho que tal vez había intentado ahogarse en el lago porque estaba predestinada a salvarle. Ahora me parecía todavía más estúpido que antes. Lo había interpretado todo mal. La había fastidiado.

¿Por qué había intentado suicidarse? No podía contestar a aquella pregunta porque no le conocía en absoluto.

Creo que lloré, no estoy segura. Con la lluvia que caía, no sabría decirlo.

Pensé en refugiarme bajo una de las carpas hasta que dejara de llover, pero ya las habían cerrado y casi todo el mundo se había ido. No me entusiasmaba la idea de volver a pie en mitad de la noche, pero no tenía otra alternativa.

Estaba helada, pero el frío había llegado a ser tan intenso hasta el punto de no pensar en él… Me concentré en volver a casa lo más rápido posible. El estómago me dolía como si llevara semanas sin comer.

Cuando estaba en la carretera, un coche redujo la velocidad junto a mí. Aceleré el paso. Entonces alguien bajó la ventanilla y gritó:

—¿Jewel?

Me detuve y volví la vista. Era Little Al. Tenía el cabello mojado y aplastado y llevaba el coche lleno de familiares.

—¡Sube! —gritó con gesto enérgico.

Vacilé solo un segundo antes de acercarme y sentarme en el asiento del copiloto, al lado de Miri y su bebé.

—¡Jewel! —exclamó la madre de Al en cuanto subí al coche. Estaba en el asiento trasero con Maddie, David, su padre y la novia de este. Estoy segura de que era ilegal llevar tanta gente en un coche, pero aun así logré esbozar una débil sonrisa.

—¿Estás bien? —preguntó Al—. ¿Y tu madre?

—Estoy bien —tartamudeé. Entonces me di cuenta del frío que tenía—. No sé dónde está.

Al asintió.

—Está bien. Te acompañaremos a casa. ¿Dónde vives?

Le di la dirección mientras Al encendía la calefacción.

—Menuda noche, ¿eh? —dijo él lanzando un suspiro.

—Sí. ¿Has visto a Sacha?

Al asintió.

—Va en el otro coche. Mason le acompaña a casa.

—Bien —murmuré.

Fuimos todo el trayecto sin hablar… incluida la familia de Al, sentada atrás.

Cuando nos detuvimos frente a mi casa, Al dijo:

—Cuídate, Jewel. —Sus ojos reflejaban preocupación.

Asentí antes de correr bajo la lluvia hasta la puerta. Ellos arrancaron y se fueron.

El coche de Rachel estaba en la entrada y la puerta de casa sin cerrar con llave. Rachel estaba junto a la mesa de la cocina, con el teléfono pegado a la oreja.

Cuando me vio, una expresión de alivio cruzó su rostro.

—Ya ha vuelto —dijo por teléfono—. Gracias.

Colgó y yo me quedé chorreando en el felpudo de la entrada.

—Acabo de llamar a la policía. Lo siento mucho, Jewel. Creía que volverías con algún amigo. Después se ha puesto a llover y a las diez he empezado a preocuparme de verdad. Ya sé que cuando vivías con los abuelos no necesitabas móvil, pero ahora vives aquí, y yo estaría mucho más tranquila si te lo llevaras…

—No pasa nada, mamá —murmuré—. Tengo dieciocho años, no soy una niña, ¿vale? —Pero me sentía como tal.

Me fui directamente al lavabo, cerré la puerta con pestillo y me quité el vestido. Abrí al máximo el grifo y el agua caliente me abrasó la piel. Después me senté y dejé que el agua me cayera encima. Apoyé la mejilla en la pared, contra las baldosas frías, y cerré los ojos. Apreté las manos contra el pecho e intenté llorar sin hacer ruido. Me quedé allí hasta que el agua caliente se acabó y mi piel quedó escaldada.

Me pasé casi toda la noche viendo películas en el portátil para no tener que pensar. Al final me dormí viendo The Rocky Horror Picture Show y oyendo cómo la lluvia golpeaba los canalones.

No soñé nada.

De pequeña, antes de que mi hermano muriera, todos los sábados salíamos siempre a comer en familia al mismo restaurante. El restaurante era espacioso, de paredes verdes y alfombras estampadas color granate. Tenía bar y grandes ventanales, los lavabos estaban limpios y los camareros eran amables. Siempre pedíamos una jarra de limonada, salchichas con patatas y gelatina de postre. Era como un pequeño lujo.

Cuando me desperté el domingo, el sol ya estaba en lo alto del cielo. Me metí en la ducha. Después Rachel vino a mi habitación.

—Saldremos a comer fuera —dijo—. Ponte algo bonito.

Me puse la blusa y los pantalones negros que había llevado en el funeral de la abuela y procuré pensar en cualquier cosa menos en la noche anterior.

Ni Rachel ni yo dijimos palabra mientras íbamos en coche. El restaurante no había cambiado nada, pero las sillas parecían más pequeñas. El comedor estaba repleto de gente y un niño chilló en su trona.

¿Por qué Rachel había decidido ir a comer fuera? ¿Y por qué precisamente aquí?

Ella pidió espaguetis a la boloñesa y yo salchichas con patatas. No hablamos mientras esperábamos la comida, que, por suerte, no tardó en llegar. Yo comí con la vista fija en la ventana y la luz que se proyectaba sobre la alfombra, procurando tener la boca siempre llena para no tener que hablar con ella.

Cuando era pequeña, las comidas de los domingos eran especiales. Los días soleados, la luz que entraba por las ventanas formaba diminutos arco iris. Aún era así, pero ya no tenía la magia del pasado. La comida estaba buena, pero tenía pesadez de estómago. No pedí gelatina de postre.

Cuando acabamos, agradecí a Rachel la comida. Parecía tener muchas cosas que decir, pero no dijo nada. Se puso a juguetear con su paquete de tabaco y después de pagar nos fuimos. La vuelta a casa fue tan silenciosa como la ida al restaurante.

A veces, cuando recuperas algo fantástico de tu niñez —un restaurante, un libro, lo que sea— te das cuenta, con la perspectiva de los años, de que en realidad no era tan fantástico. En este caso, no. El restaurante no era lo importante. Nunca lo había sido. Era el hecho de estar en familia, de hacer algo juntos. Podría haber ocurrido exactamente igual en cualquier otro restaurante.

Las comidas de los domingos no eran algo que pudiera recuperar por el simple hecho de ir al mismo restaurante y pedir los mismos platos. Mi hermano y mi padre ya no estaban. Yo era mayor. Mi madre era una persona completamente diferente. No sé en qué estaría pensando. No sé por qué me había llevado allí. No sé absolutamente nada de ella.

El restaurante era el mismo, pero nosotras no.

Domingo por la noche.

Estaba sentada con la frente pegada a la puerta corredera que iba de la cocina al jardín trasero, contemplando las gotas que se deslizaban por el cristal. La lluvia era tan densa que apenas distinguía el tendedero. ¿Había metido la ropa dentro? Llegué a la conclusión de que no, pero decidí esperar a que dejara de llover porque: a) la ropa ya debía de estar empapada; b) no quería mojarme otra vez. Era evidente que mi mente no estaba para grandes reflexiones. Además, estaba cómoda sentada en el felpudo, con las piernas cruzadas y la cabeza apoyada contra el cristal, contemplando las vetas de lluvia y el reflejo de mis ojos.

Oí que arrancaba el motor del coche con un gruñido y daba marcha atrás. Rachel se iba a comer con unos amigos y no volvería hasta el día siguiente a primera hora. Mejor así, porque el tiempo y la distancia que nos separaban hacían que estar tan cerca fuera agobiante.

No sé si llevaba diez segundos o una hora allí cuando sonó el timbre de la puerta. No había oído ningún coche y supuse que el timbre se había vuelto a estropear, pero me levanté de todas formas porque si se trataba de una pareja de Testigos de Jehová podía volver al buen camino ofreciéndoles cobijo. Y preparar unas tostaditas y vino para una comunión improvisada. Ya sabéis, el cuerpo y la sangre de Cristo y todo eso. Incluso podía ser el segundo advenimiento de Jesús, y Dios tal vez descargara toda su cólera sobre mí si no ofrecía al menos un vaso de agua o mi establo, a falta de una sala de maternidad.

Fui a la puerta principal y abrí sin molestarme en echar un vistazo por la mirilla. Al final no eran Testigos de Jehová, lo cual me alegró bastante porque me parecía que no tenía tostaditas (y menos aún un establo).

A quien me encontré fue a Sacha, medio ahogado.

No tenía gracia.

Abrí la puerta de rejilla y Sacha entró, vacilante y chorreando agua sobre la alfombra. Le ayudé a quitarse la chaqueta y la colgué en el perchero.

—Te traeré una toalla —dije. Esa fue la primera frase que nos cruzamos desde el día anterior. No dije: «Eh, ¿cómo te va?» o «¿Por qué saliste corriendo después de que te besara? ¿Tan repulsiva soy?».

Fui al baño. Sacha me siguió. Cogí una toalla del armario que había debajo del lavabo y se la di.

—Gracias —dijo Sacha mientras se frotaba el pelo con la toalla. Estaba titiritando.

Dentro del baño estábamos incómodamente cerca, podía sentir el calor de su aliento en la cara.

—¿Quieres ponerte cerca del radiador un rato? —pregunté.

Sacha sonrió.

—No estaría mal, gracias.

Pasé junto a él lentamente y me dirigí al salón. Encendí el radiador y acerqué las manos.

—Tardará un segundo en calentarse —murmuré mientras él esperaba a mi lado—. ¿Quieres algo para cambiarte? —No se me ocurría qué podía darle. Era más alto que mi madre y yo.

—Me secaré enseguida. —Sacha volvió a sonreír. El radiador retumbó al calentarse.

Como no sabía qué decir ni qué hacer, me quedé de pie con las manos pegadas al radiador.

—¿Has venido a pie? —pregunté.

—Sí, una estupidez, ¿no?

—¿Llovía cuando has salido?

Sacha dejó de secarse el pelo y me miró directamente a los ojos.

—Sí, pero después se ha puesto a llover con más fuerza.

Vacilé antes de preguntarle lo que realmente quería preguntar.

—¿Por qué has venido?

Sacha bajó la mirada y estrujó la toalla entre las manos.

—Porque sí. Después de todo lo que has hecho por mí… y de lo que hice ayer, sentía que te debía una explicación.

No pude evitar el sarcasmo.

—No sé qué sabes de relaciones, Sacha, pero no tiene nada que ver con deberle nada a nadie. Si me persiguieran unos lobos a lo mejor podrías ayudarme, pero no quiero un novio por compasión.

—Lo siento —dijo él.

—Sigue lloviendo —fue lo único que pude decir.

La sala estaba oscura, alumbrada solo por la luz de la cocina. Volvía a estar a oscuras, salvo que esta vez había alguien conmigo.

—Me he pasado —dije—. No tienes por qué disculparte.

—Creo que no resultaría de mucha ayuda si te persiguieran unos lobos —dijo Sacha esbozando una leve sonrisa.

—¿Te apetece comer algo? —pregunté—. ¿Un bocadillo?

Sacha asintió.

Fuimos a la cocina. Cogí platos, pan, mantequilla, jamón y lechuga, y preparamos unos bocadillos y nos servimos unos vasos de licor en silencio.

Entonces dije:

—Vamos a comer a la sala.

Nos sentamos con las piernas cruzadas en la alfombra persa y la espalda apoyada en el sofá. Yo desmonté las capas de mi bocadillo y me las comí por separado. Sacha sacó la corteza y mordisqueó lentamente el pan, deteniéndose de vez en cuando para beber un poco de licor.

Era agradable estar sentados así, escuchando la lluvia y comiendo bocadillos.

—Me gusta tu casa —dijo Sacha—. Está… inmaculada.

—Es como vivir en una casa piloto —repliqué—. Es horrible.

—¿Qué tienen de malo las casas piloto? —preguntó él.

Partí en trocitos la loncha de jamón.

—No sé. Es un poco falso, la verdad. Todo eso de la familia feliz, ya sabes. Un padre, una madre, dos coma cinco hijos y un Commodore[5] familiar, como si todo fuera perfecto y normal cuando en realidad es de cartón. ¿Te has sentido así alguna vez?

—¿Cómo?

—Como si solo tuvieras dos dimensiones. O si fueras en blanco y negro cuando todos los demás son en tecnicolor. Como si estuvieras fuera de sitio. Como si no fuera real. Como una muñeca de papel… Antes de que muriera Ben me regalaron un juego de muñecas eduardinas de papel, con vestidos recortables de baile, salón de té y croquet. A veces me siento como si alguien estuviera vistiéndome a su manera.

—¿Quién?

—En este momento, mi madre. Me siento como una marioneta, cuando yo quiero ser dueña de mi vida.

—A mí no me pareces bidimensional.

—Puede que necesite una de esas gafas de cristal rosa.

—No soy un experto en conformismo. Mi padre tiene un «compañero de vida».

Sonreí. Ambos nos habíamos acabado el bocadillo y Sacha apuró su licor.

—¿Por qué no te quedas a dormir? —sugerí—. Mi madre va a pasar la noche en casa de unos amigos.

—Vale —contestó Sacha sonriendo.

Buscamos unas cuantas sábanas. Yo llevé las sillas del comedor a la sala y montamos una tienda de campaña con el sofá lo bastante larga para dormir bajo ella y lo bastante ancha para caber los dos. No sé a ciencia cierta si la idea fue mía o suya.

Cogí las almohadas de mi cama y una manta y las extendí bajo las sábanas. Después cogí la bandeja plegable —esas que te pones encima de la falda para desayunar en la cama— y la metí dentro.

—A veces —dijo Sacha— me siento como si el tiempo no pasara por mí. Como si fuera mucho mayor y hubiera vivido mucho y sin embargo siguiera siendo un niño.

—Quizá lo único que podemos saber con seguridad es que nos encontramos en algún punto entre el nacimiento y la muerte. —Utilicé los cojines del sofá para sujetar las sábanas.

—Pero no sabes cuánto falta para llegar al final —masculló él—. Eso es lo que me gustaría saber.

—¿Crees que haría algún bien saberlo? —pregunté mientras buscaba un portavelas, un encendedor y una caja de velas.

—Quizá sí, quizá no —contestó él jugueteando con el borde de la sábana.

Fuimos a la cocina y cogimos un paquete de galletas de la despensa y un racimo de uvas del frutero.

Sacha encontró una botella de vino en el fondo de un armario y la levantó.

—¿Sí o no? —preguntó.

—Sí, por supuesto —contesté.

Sacha cogió dos vasos de vino de la estantería que había sobre la mesa y los sujetó entre los dedos de una mano. Le seguí a la sala de estar, encendí una vela con el mechero y apagué las luces.

Gateamos entre las sillas y nos metimos en la tienda. Me tumbé bajo nuestro palacio de sábanas blancas y dejé la vela en la mesita. La llama parpadeó. Sacha se sentó a mi lado y sirvió el vino. La luz de la vela se reflejaba en sus ojos.

—Milady —dijo alargándome el vaso.

—Gracias, gentil señor.

Sacha dio un sorbo.

—Mierda, es dulce.

Me reí, abrí la caja de galletas y cogí una.

—Perfecto, vino y chocolate.

—Tu madre nos matará —dijo Sacha.

—Me da igual.

Sacha estaba arrodillado frente a mí, que estaba sentada con las piernas cruzadas y la espalda erguida, sosteniendo en una mano el vaso de vino dulce y en la otra la galleta. Me sentía como una matrona de la alta sociedad.

Me incliné y ladeé la cabeza a la derecha. Y esta vez, después de besarme, Sacha no se fue.

Nos separamos ligeramente. Bebí un poco de licor y Sacha dio un sorbo al suyo. Nos quedamos mirando.

Bajo aquella tienda me sentía a salvo, protegida del mundo exterior. La lluvia seguía cayendo a raudales y el licor se deslizaba suavemente por mi garganta. Serví otro vaso de vino y Sacha sacó una galleta de la caja. La mordisqueé y sonreí, y cuando me la acabé, Sacha acercó la mano y me acarició la mejilla.

Ninguno de los dos dijo nada en lo que pareció una eternidad. Tal vez fueron solo unos segundos, pero yo podría haberme quedado así durante horas.

Sacha me acarició el rostro con la suavidad del terciopelo.

—Cuando tenía ocho años —murmuré— mi hermano mayor se dio un golpe en la cabeza y se ahogó. Mi padre nos dejó. Mi madre empezó a tomar antidepresivos sin parar; intentó… intentó acabar con todo un par de veces. Por eso me fui a vivir con mis abuelos.

—¿Cómo… cómo se llamaba tu hermano?

—Ben.

—¿Por qué has vuelto? —preguntó Sacha, dibujando suaves círculos en mi mejilla con el pulgar.

—Mis abuelos han muerto. No tengo ni idea de qué ha sido de mi padre. Así que he vuelto aquí.

—O sea, que te fuiste antes de que yo llegara —dijo Sacha.

—No coincidimos —sonreí.

Sacha tenía los labios húmedos de vino.

—Lo siento mucho.

Me recosté en el sofá y me acabé el licor.

Sacha se bebió lo que quedaba del suyo y dejó el vaso vacío en la mesita plegable. Se recostó a mi lado, con la cabeza apoyada en la almohada, y estiró los brazos hacia arriba.

Picoteé un puñado de uvas. Me llevé las piernas al pecho, apoyé la cabeza en las rodillas y miré a Sacha. Después me tumbé a su lado y, deslizando los dedos por su brazo, le cogí la mano.

—Pregúntame algo —dije.

—¿El qué?

—Lo que sea. Contestaré con sinceridad.

—¿Qué es lo que más miedo te da? —preguntó Sacha.

—La muerte, supongo. ¿Y a ti?

—La incertidumbre —dijo él—. Vale. Ahora pregunta tú.

Me tumbé sobre un costado.

—Bien. Háblame de tu primer beso.

—¿Eso es una pregunta?

—En este caso, sí.

—De acuerdo. —Sacha rió—. Cuando tenía doce años fui a casa de True. Nuestra clase estaba haciendo un trabajo sobre la historia de Australia y a True y a mí nos habían tocado los años cincuenta, aunque eso no viene al caso. Fui a su casa —iba casi cada fin de semana, como el cumplidor compinche que soy— y ella me acorraló en su dormitorio anunciando: «Esta es la cuestión, Sacha. Tarde o temprano los dos besaremos a alguien. Prefiero besarte a ti ahora y que mi primer beso sea con alguien a quien respeto que con algún palurdo del instituto. ¿Estamos de acuerdo?».

Me reí.

—¿Dijo palurdo? ¿Y cómo fue?

—¿El beso? Dos segundos espantosos y nada memorables. Quizá un poco húmedo. Yo estaba un poco sorprendido.

Sacha se apoyó sobre el codo. Los dos sonreíamos como idiotas. Se inclinó sobre mí para coger otra galleta, pero solo mordisqueó los bordes y la dejó.

—Eh, será mejor que después te la acabes —le advertí.

Los dos volvimos a sonreír. Después él se recostó y me besó el cuello una y otra vez.