16

Sacha

El agua martilleaba el suelo.

La gente recogió apresuradamente las mantas de picnic y las sillas, intentando no calarse hasta los huesos en medio del barullo, y corrió a cobijarse bajo la galería de la entrada del colegio o bajo las carpas.

Perdí de vista a Al y a su familia casi al instante. No veía nada a un metro de mí. La espesa cascada de agua me dejó empapado en cuestión de segundos.

Jewel me agarró del brazo y tiró de mí mientras el chaparrón se convertía casi en un diluvio.

Corrimos bajo la lluvia. No veía nada y el asfalto resbalaba; estaba convencido de que nos caeríamos en cualquier momento, pero, aun así la seguí.

Llegamos a las escaleras del bloque D. Jewel probó a abrir la puerta, que por alguna extraña razón, no estaba cerrada con llave.

Me sonrió. Ahora podía verla porque estábamos a cubierto. Tenía la ropa empapada y el cabello chorreando y pegado a la cara.

Entramos. En el pasillo desierto reinaba un inquietante silencio. La oscuridad era casi absoluta. Parecía una película de terror barata y mala: en cualquier momento, un chico con casco de hockey y nombre de empollón nos mataría lenta y dolorosamente y correría un montón de sangre tipo salsa de tomate.

Seguí a tientas la pared hasta que encontré un picaporte. Abrí la puerta y busqué un interruptor cerca del marco. Jewel chocó conmigo justo cuando encontraba el interruptor y encendía la luz.

Los fluorescentes parpadearon tres veces antes de iluminar el aula. De hecho, creo que allí tenía clase de estudios jurídicos. Jewel entró a toda prisa, fue hacia el radiador y empezó a apretar los botones hasta que consiguió encenderlo. Tras unos fríos minutos, el radiador se encendió con una sacudida y exhaló una repentina ráfaga de aire frío antes de empezar a calentarse.

Jewel me sonrió de nuevo con los ojos brillantes. Le castañeteaban los dientes.

Ahora que las luces estaban encendidas, me preocupaba más que nos pillaran allí que los muertos vivientes.

—¿Crees que podemos estar aquí? —le pregunté a Jewel.

—Qué más da —contestó ella tiritando—. Hace frío. No te agobies tanto. —Se sentó frente al radiador y yo me senté a su lado—. Me alegro de no llevar maquillaje —dijo secándose el agua de la cara.

La lluvia caía monótona contra el tejado, engulléndolo todo.

Jewel se sacó los guantes y mi chaqueta, que estaba empapada. Después de ponerlos sobre el radiador empezó a escurrirse el cabello. Yo tenía el pelo pegado a la cabeza.

—En el campo, donde vivía con mis abuelos —dijo Jewel—, matarían por una lluvia así. Pero aquí, ya sabes, solo es un inconveniente, sobre todo en plena celebración.

—Ha animado la fiesta —contesté yo encogiéndome de hombros.

Jewel se dio la vuelta y me sonrió. Nos miramos más rato del que se podría considerar cómodo, pero ninguno de los dos apartó la vista. Todavía tenía el pelo mojado y el vestido se le pegaba al cuerpo.

—Gracias por salvarme la vida —murmuré.

—La lluvia no era tan fuerte —replicó ella.

—No hablaba de eso. Me refería al otro día.

—Ya lo sé.

Jewel se quedó unos instantes callada, tras los cuales me miró a los ojos.

—¿Por qué fuiste allí?

Tragué saliva.

—Quería suicidarme.

—No pretendía sabotearte los planes —dijo ella.

Hablábamos en voz baja. La lluvia resonaba con fuerza, pero aun así nos oíamos. Aunque no oía a nadie más. Imaginé que éramos los únicos que quedaban sobre la faz de la tierra, y aquel pensamiento probablemente fue mucho más agradable de lo que debería haber sido.

—Me alegro de que lo hicieras.

—¿Por qué elegiste ahogarte en el agua? —preguntó Jewel con suavidad—. ¿Por qué no utilizar pastillas, ahorcarte o cortarte las venas?

Tenía razón: no es que en casa no hubiera medicamentos de sobra para matarme. No es que no tuviéramos cuerdas ni cuchillas de afeitar. ¿Por qué ahogarse en el agua?

—No lo sé —murmuré—. Sinceramente, no lo sé.

Me sorprendió que me preguntara por qué había elegido aquel método y no por qué había intentado suicidarme.

—No estoy segura —dijo ella—, pero creo que Jeff Buckley se suicidó ahogándose. Se tiró a un río con su guitarra en Nochevieja, o algo así. Pero, bueno, seguramente es una versión romántica que se ha inventado alguien. Aunque Jeff Buckley parece el tipo de persona que se quitaría la vida en plan trágico-romántico.

—Virginia Woolf también se suicidó así —repliqué—. Se llenó los bolsillos de piedras para que le impidieran flotar.

—¿Estaba loca?

—De aquella manera… Creo que para querer suicidarte tienes que estarlo al menos un poco.

—Tú no estás loco.

Sonreí.

—Gracias. Es tranquilizador.

—No quiero ser entrometida, pero… ¿ahora no deberías estar en una institución mental o visitando a un psicólogo al menos? Creía que después de tu intento de suicidio querrían ayudarte.

—Dije que había sido un accidente —contesté—. Es lo mejor. Pero mi padre, True y Al se lo han imaginado.

Seguía sin preguntarme por qué lo había hecho.

—¿Crees que elegiste ahogarte porque estabas predestinado a hacerlo, y que yo estaba predestinada a estar allí y salvarte? —preguntó—. Por Dios, parezco loca.

Me reí.

—Puede. O puede que no soporte la sangre, odie las pastillas y no sepa hacer nudos.

Jewel rió sacudiendo la cabeza.

—No me puedo creer que nos riamos hablando de esto. ¿No es alucinante?

—Es la adrenalina —dije yo—. Como cuando a la gente le entra la risa floja después de un accidente grave.

—¿Y eso cómo lo sabes?

—Aprendo cosas cuando estoy con Al.

Jewel dejó de intentar escurrirse el agua del pelo y hurgó en su mochila.

—¡Uf, qué bien! —dijo cogiendo su cuaderno de dibujo—, no se ha mojado.

—¿Te importa que le eche otro vistazo?

—Solo si tienes las manos secas —sonrió Jewel.

Ojeé el cuaderno.

—¿Cuándo empezaste a dibujar?

—De muy pequeña. Siempre me ha encantado dibujar.

—Mi padre es pintor —dije—. La gente cree que no se puede vivir del arte, pero él lo hace. Vende cuadros, da clases y llegamos a final de mes.

—Seguramente por eso me cae bien. Es pintor.

Cerré el cuaderno y se lo devolví.

En lugar de guardarlo en la mochila, Jewel sacó un lápiz de carbón y empezó a dibujar.

—¿Qué estás dibujando?

Ella me miró fijamente.

—A ti. —Trazó unas finas líneas en el papel.

—¡No! —exclamé riendo.

Jewel levantó la vista y me miró, esta vez con más dulzura.

—¿Por qué no?

Yo me quedé callado y ella siguió dibujando.

—No te muevas, ¿vale? —dijo.

Ambos estábamos sentados con las piernas cruzadas. Ella se colocó frente a mí, de modo que no podía ver lo que dibujaba.

La lluvia caía con fuerza. Jewel continuó dibujando. Después me miró y recorrió rápidamente mi rostro, captando cada detalle. Bajó la vista al cuaderno y siguió dibujando.

No hablamos. Me pregunté qué estarían haciendo los demás. En el aula había un reloj, pero no quería moverme para ver la hora.

Podríamos habernos quedado así, yo dejándome dibujar y Jewel dibujando, durante diez minutos o tres días. El tiempo era irrelevante.

Jewel se detuvo.

—A ver, solo es un boceto, pero dime qué te parece. —Giró el cuaderno para que pudiera verlo y me miró fijamente.

—Es como yo —dije—. Vaya, Jewel, es increíblemente bueno.

—Lo dices por decir —replicó ella. Después cerró el cuaderno y lo metió en la mochila—. Te lo daré más adelante. Cuando pueda hacer uno para mí.

—¿Por qué quieres otro para ti?

—Porque eres guapo —contestó ella simplemente, como si fuera una constatación.

Quise decir algo, pero no me salió nada. Finalmente dije:

—No sé qué decir, Jewel. Nunca me habían dicho algo así.

Ella se encogió de hombros.

—A veces no hace falta decir nada.

Alargué la mano y le toqué el pelo.

—Sigue mojado.

Jewel sonrió.

—¿Sabes qué solía decir mi madre cuando salía a la calle con el pelo mojado? «Pillarás un catarro de muerte». Era raro. Me imaginaba atrapando la muerte con una especie de red, con un cazamariposas o algo así.

—Una imagen interesante —murmuré.

—Cuéntame algo de ti —dijo Jewel—. Lo que sea.

—¿Qué pasa si es raro o truculento? —pregunté.

—Sobre todo si es raro o truculento —replicó ella.

—Vale —dije—. Me gustaría ser una persona despreocupada.

—Eso no es raro ni truculento.

—Ya lo sé. Intentaré pensar en algo que lo sea.

Jewel frunció el ceño.

—A mí también me gustaría, pero no creo que haya personas así en el mundo. Todas las personas que consideraba equilibradas cuando era pequeña, ahora me doy cuenta de que eran como el resto. Simplemente, ocultaban mejor sus dudas, sus preocupaciones y sus tendencias neuróticas.

—Las tendencias neuróticas de la gente son los mejores rasgos de su personalidad.

Jewel sonrió.

—Oh, desde luego.

Se acercó más y deslizó los dedos por mi rostro. Tenía las manos húmedas, pero sus dedos eran cálidos.

—Gracias por dejar que me pegara a ti como una lapa —susurró.

Me acerqué a ella, tanto que casi nos rozamos con la nariz.

—Gracias por venir. Me parece que la madre de Al quiere adoptarte.

Jewel sonrió. A aquella distancia podía ver los poros de su piel. Podía ver los tenues surcos que recorrían su frente.

A esa corta distancia, sus ojos no solo eran de diferente color. Eran como un arco iris. Insondables y centelleantes. Unas motas de oro salpicaban el profundo castaño del ojo derecho y el ojo izquierdo era casi de un azul eléctrico.

La lluvia repiqueteaba monótona en el tejado.

Pensé: «Quizá ahora debería decirle que estoy enfermo. No puedo posponerlo eternamente».

Pero temía su reacción, y me gustaba cómo me sentía en aquel momento.

Jewel ladeó la cabeza, se inclinó un poquito más y me besó.

Sus labios eran exquisitos, el beso era exquisito y el mundo era exquisito. La caricia de sus dedos en mi mejilla era exquisita. Deslicé los dedos por su cabello.

Durante diez gloriosos segundos, nos besamos.

Pero después me aparté bruscamente. Respiré hondo y le solté el cabello. En los ojos de Jewel centelleó un sentimiento que no reconocí. ¿Confusión? Confusión y algo más.

—¿Qué? —preguntó—. ¿Qué pasa?

Las palabras se atropellaron en mis labios:

—Jewel, Jewel. Dios, lo siento. Yo… tengo que irme ahora.

Me levanté temblando, agarré mi chaqueta mojada y me fui sin mirar atrás una sola vez, a pesar de que deseaba hacerlo desesperadamente.

Todo era demasiado perfecto y maravilloso, ella era demasiado perfecta y maravillosa, y yo no lo merecía ni la merecía.

Cosas que haría Sacha si pudiera volver atrás en el tiempo y verse sin destrozar el universo

No dejar que su madre muriera.

No presentar a True y a Al.

No ir al lago aquella noche y conocer a Jewel Valentine.