Jewel
—No me lo puedo creer, acabo de pagar cinco dólares para dar vueltas en una taza gigante durante diez minutos —dije sentándome y doblando la falda del vestido bajo las piernas.
Sacha rió, como diciendo: «El-chiste-no-es-divertido-pero-la-situación-es-rara-así-que-mejor-me-río-y-río». Aun así, era agradable. Las tazas empezaron a girar lentamente. Sentí un ligero vértigo, pero intenté centrar la vista.
Desde las tazas veía los tenderetes y los puestos de comida, todo el recinto de la escuela abarrotado de gente. El sol brillaba cálidamente, y todo aquel bullicio parecía girar a nuestro alrededor. El exterior de la taza estaba decorado con dibujos y filigranas; el interior era blanco y tenía la base de metal.
—¿Te has parado a pensar en lo enorme que debe de ser la gente que bebe en estas tazas? —preguntó Sacha.
Esta vez sí que me reí.
Mantenía las piernas pegadas para que nuestras rodillas no se tocaran. Sacha llevaba vaqueros y camiseta y yo, por primera vez desde hacía siglos, un vestido. No paraba de alisarme la falda. Me sentí como una idiota. ¿A quién quería engañar? No era ni delicada, ni femenina, ni nada que se le pareciera remotamente.
Al levantar los ojos vi que Sacha estaba mirándome. Sonrió. No me hacía sentirme incómoda. Era una sensación diferente que no sabía definir. Nunca me habían mirado así. En cierto modo, era agradable. No quería que lo fuera, pero lo era.
—No te maquillas —comentó él.
Me llevé la mano al cuello.
—No —repuse.
—Eh… —dijo Sacha—. Quiero decir que me gusta. El maquillaje es un poco degradante… ¿por qué la mayoría de las chicas se toman tantas molestias si la mayoría de los chicos no se preocupan lo más mínimo por su aspecto? —Tragó saliva.
Sonreí.
—En mi caso se trata solo de pereza.
—Ah, bueno.
A pesar de que estábamos rodeados de gente y ruido, había calma a nuestro alrededor. Como en el ojo de un huracán, imagino.
—A veces leo los anuncios de los corazones solitarios, esos clasificados que hay al final de los periódicos —dije sin pensar en lo que decía—. Es raro, ¿no?
Sacha negó con la cabeza. Abrió la boca para decir algo, para enseguida cerrarla y sonreír. Yo seguí hablando.
—Creo que acabaré siendo como ellos —dije manoseando la falda con la mirada baja—. Llegaré soltera a los cuarenta y cinco o los cincuenta. Lo sé. Me da igual no casarme, ni siquiera me he planteado esa posibilidad a diez años vista o en el futuro, siempre y cuando tenga pareja. Pero me da miedo acabar vieja y sola. ¿Tiene sentido?
Sacha asintió.
—No tienes por qué acabar así, Jewel.
—Pero toda esa gente que está desesperadamente sola en algún momento fueron niños, ¿no? Creo que eran como yo.
—¿Qué preferirías, estar desesperadamente sola o tener que aguantar a alguien a quien odias? —preguntó Sacha.
—Ah, no me gusta nada ese juego de «Qué preferirías» —repuse—. Además, si odias a alguien lo dejas. —Nuestras rodillas se rozaban.
—Si eres mayor, no —replicó Sacha—. Te da miedo quedarte solo otra vez. Pero creo que es mejor ser fuerte y estar solo que depender de alguien. La gente puede ser feliz estando sola.
Recordé cómo había averiguado aquella noche en el lago que la madre de Sacha había muerto.
—¿Tu padre tiene pareja?
Sacha sonrió.
—¿Tienes intención de ligártelo?
Esta vez solté una carcajada.
—No.
La sonrisa de Sacha se hizo más amplia.
—Tiene pareja, pero no me hace gracia.
—Sabes que es una reacción muy típica, ¿no? —dije—. Pasa en una de cada dos películas de Disney. A los hijos no les gusta la nueva novia de papá.
—No es novia —repuso Sacha.
Se había inclinado —inconscientemente, creo— hacía mí. Olía bien. Podía distinguir las diminutas imperfecciones de su rostro, pero no eran feas o poco atractivas, simplemente eran imperfecciones.
—¿Qué? —pregunté.
Sacha vaciló, quizá para dar efecto, quizá porque le costaba decirlo en voz alta, quizá ambas cosas a la vez, no estaba segura.
—El señor Carr, nuestro profesor de arte.
—¡Joder! —Reí incrédula, controlándome—. Lo siento.
¿Qué me había dicho el señor Carr? «Conozco a la familia de fuera de la escuela». No sabía qué pensar, decir o hacer.
Sacha sonrió.
—No pasa nada.
Me miró las manos y dijo:
—Me gustan tus guantes.
¿Sabéis esa forma en que tocas deliberadamente a alguien cuando te das cuenta de que te gusta? Le rozas el brazo, le tocas la mano «accidentalmente a propósito», apoyas la mano en su hombro. Yo no lo había hecho porque nunca había sentido eso por nadie. No me lo había permitido a mí misma. Pero tampoco había oído hablar de ello.
Quería tocar a Sacha, y lo que sentía me estaba asustando.
Cuando Sacha me cogió la mano, se me cortó la respiración.
—¿Los has hecho tú? —preguntó.
Estaba tocando la lana, y yo sabía que tocaba la lana porque la lana es suave, pero en lo único que pensaba era que bajo la lana estaba mi piel y me estaba acariciando la mano.
Negué con la cabeza.
—Los hizo mi abuela. Murió no hace mucho.
—Lo siento —dijo él levantando la vista y sonriendo.
Las tazas empezaron a girar con más lentitud y Sacha soltó mi mano. Yo me quedé mirándola, sobre mi falda, sintiendo una especie de desasosiego en mi interior.
Nos quedamos callados hasta que las tazas se detuvieron, y después inmóviles en nuestros asientos, esperando cada uno a que el otro bajara. Sacha rió y dijo:
—Tú primero.
Sonreí y bajé, procurando no rozarle.
Little Al y su hermana nos estaban esperando.
—¿Vienes con nosotros? —me preguntó Sacha.
—Vamos a que nos pinten la cara de Spiderman —dijo Little Al—. Será alucinante.
Sin la forzada proximidad de las tazas, me sentí repentinamente incómoda.
—Es hora de que busque a mi madre.
Sacha tardó un segundo en contestar.
—Está bien, nos vemos después.
Ellos se dirigieron a la caseta para que les pintaran la cara y yo me fui en dirección contraria, procurando no mirar por encima del hombro.
Mi abuela murió en casa.
Todo el mundo dice que quiere morir en casa, rodeado de su familia y sus amigos. Eso está muy bien para la persona que se está muriendo, pero para la familia y los amigos debe de ser muy angustioso ver morir lentamente a un ser querido.
A eso añádase el hecho de que nadie se muere a una hora convenida. Por tanto, lo más probable es que la gente tenga que quedarse día y noche para poder cumplir tu último deseo. Y algunos siguen teniendo una vida, así que es muy egoísta querer que todo el mundo esté a tu lado en tu último suspiro cuando tienen trabajos o institutos a los que ir.
Yo no quiero que mi familia y mis amigos estén conmigo cuando muera. Quiero que sea algo rápido, brutal y sobrecogedor. Combustión espontánea. Un rayo. Algo brillante, alucinante. Absolutamente excepcional.
La muerte en la cumbre de tu carrera es primordial para la fama. Para los músicos, los artistas, los escritores, las princesas. Un accidente de coche. Ahogarte en tu propio vómito. Un cóctel de drogas. Esa sería mi opción si algún día me hiciera famosa, muy famosa, y quisiera causar sensación.
Aunque me gustaría ser artista, creo que no es eso a lo que aspiro. Yo solo quiero tener la libertad de vivir como quiera. La fama limita. La riqueza se convertiría en un obstáculo. Lo importante es el anonimato: que nada te ate o te frene. Nada de familia. Cuando me vaya de casa, mi madre será la única persona que deje atrás… ni abuelos, ni hermanos, ni primos en los que pensar. No creo que a ella le importe en absoluto. A esas alturas ya habrá pasado página, espero.
Cuando murió mi abuela, yo estaba en la silla grande de la sala de estar. La enfermera había salido a comprar cigarrillos. Al final la abuela tenía una enfermera en casa las veinticuatro horas del día, pero era una auténtica bruja y se pasaba el día fumando y leyendo el Vogue, aunque supongo que vivir en casa de un extraño y esperar a que muera no debe de ser un trabajo grato para nadie.
Puse el cedé de villancicos favorito de la abuela a pesar de que hacía tiempo que las Navidades habían pasado. Creía que estaba durmiendo, porque al final de sus últimos días dormía mucho.
La cocina estaba llena de guisos, bizcochos y bandejas de comida que habían traído los amigos de la abuela y los vecinos. Yo no podía probar bocado. Me encontraba mal con solo mirar aquella montaña de comida. La mayor parte acabaría estropeándose.
Más tarde fui al cuarto de la abuela. Di una palmadita al abuelo (o sea, a las cenizas que reposaban en una urna sobre la chimenea), me arrodillé junto a la cama de la abuela y le acaricié el pelo.
Poco después me di cuenta de que no tenía pulso.
No podía dejar de pensar: «Ha muerto escuchando villancicos de Navidad». Imaginaos escabulliros de este mundo escuchando la «Blancas Navidad» versionada por Tony Bennett.
Hay peores formas de morir.
Cuando la enfermera volvió con sus cigarrillos, yo estaba acurrucada en la cama al lado de la abuela sollozando.
Los abuelos habían cuidado de mí durante diez años: no se habían limitado a darme de comer, a vestirme y a mandarme al colegio. Me habían querido y se habían preocupado por mí, y ahora los dos se habían ido. Mi madre no vino a ver a la abuela cuando enfermó, ni tampoco por su funeral. Dijo que vivíamos, que yo vivía, demasiado lejos.
Me cuesta creer que de todo eso hiciera solo unas semanas.
No fui a buscar a mi madre por la feria. No tenía ni idea de dónde podía estar: lo más probable es que estuviera con sus amigos o que ya se hubiera ido. Aún no se había acostumbrado a tener niños otra vez, aunque yo ya no era ninguna niña.
No muy lejos de la cancha de baloncesto, encontré un árbol alto y robusto con ramas bajas. Me encaramé a una lo bastante ancha como para poder sentarme en ella. Con la espalda apoyada contra el tronco y rodeada de gruesas ramas, me sentía lo bastante segura para poner el cuaderno sobre la falda sin perder el equilibrio o caerme del árbol. Estaba resguardada.
Estaba a suficiente altura para ver el campo de deportes, las casetas que se extendían a lo largo de las dos canchas de baloncesto, el escenario, la calle cortada para el festival atestada de gente riendo, hablando y comiendo. Podía oler la comida mexicana y oír la polca que estaba tocando la banda, incluso ver algunos zancudos. Todo el mundo se veía pequeño desde allí arriba, aunque podía distinguir sus siluetas.
Mientras dibujaba algunas de las cosas que veía y otras que no veía, decidí que no valía la pena entablar amistad con Sacha Thomas, que era una estúpida y me estaba imaginando lo que no era. ¿Quién iba a querer ser mi amigo? Estaba confundiendo su amabilidad con otra cosa.
Pensé en la muerte, siempre presente en mí. Mi hermano, mi abuela, mi abuelo. Pensé en mi padre. A saber dónde estaría. Me sentí vacía. Había elegido estar sola, me recordé a mí misma; había elegido ese camino.
El sol descendió lentamente en el horizonte hasta desaparecer por completo. Me sumergí en la anaranjada puesta de sol. La gente se iba y venía. La luz de las farolas y los farolillos iluminó el recinto de la escuela. La luna era creciente y las nubes se deslizaban en el cielo.
Me entró frío, pero no quería bajar del árbol; no quería irme. Se respiraba tal sensación de paz allí arriba, a solas con mis pensamientos, serpenteantes, entrelazados e infinitos. Todo ocurría bajo mis pies y yo estaba por encima de ello. Podía imaginar que era poderosa.
Cuando decidí que era hora de volver a casa —hacía mucho frío y, quién sabe, puede que mi madre se preguntara dónde estaba—, miré hacia abajo para calcular cómo llegar al suelo. Al pie del árbol había alguien con una linterna.
Sacha levantó la vista.
—Eh —dijo suavemente.