Jewel
El miércoles a última hora de la tarde me dormí en mi cuarto con el iPod taladrándome los oídos. Cuando me desperté la batería se había acabado, era de noche y la alarma de incendios aullaba histérica.
Con las orejas aún tapadas, me levanté y fui a la cocina. Mi madre estaba agitando un trapo junto a la alarma del techo. Cuando el ruido por fin cesó, lanzó el trapo en el fregadero y se apoyó en la mesa con un suspiro. Después se cruzó de brazos y me miró con el ceño fruncido.
Entre nosotras, sobre la mesa, estaba lo que supuse que era la bandeja de palitos de pollo que había metido en el horno hacía horas. Salvo que ahora parecían bastoncillos de carbón.
—Jewel.
—Me he quedado dormida.
Mi madre apartó la mirada y clavó los ojos en el parquet. Volvió a suspirar, con los hombros encorvados.
—Creo que deberíamos sentarnos a charlar —dijo—. Desde que has vuelto apenas hemos hablado. —Miraba el suelo, como si se estuviera dirigiendo al parquet y no a mí.
—De pie podemos hacerlo igual de bien —repliqué—. Y si te paras a pensarlo, eso cuenta como ejercicio de acompañamiento. ¿Qué? Con la epidemia de obesidad que hay, la diferencia entre estar sentado o de pie es importante.
—Jewel.
—¿Sí?
—¿Estás deprimida, Jewel?
—Oh, por Dios —resoplé—. Me voy a mi cuarto.
Mi madre me cogió del brazo cuando me daba la vuelta para irme. No lo hizo con fuerza, solo me cogió. Podría haber seguido adelante, pero me detuve y me volví.
—Ya sabes que puedes hablar conmigo —dijo ella con suavidad.
—He estado años sin verte, Rachel. —Por fuera estaba rabiosa y enfadada, pero por dentro me sentí desarmada. Había rabia, sí, pero la tristeza y la soledad la engullían.
—Llámame mamá, por favor —susurró ella.
—Mamá. —Respiré hondo—. He crecido sin ti. No llamabas casi nunca. Mis padres han sido mis abuelos. No quiero herirte, pero es la verdad. —Aparté ligeramente el cuerpo al hablar. Debíamos de parecer estatuas congeladas en una fea cocina.
Mi madre me soltó el brazo.
—Fue por tu bien.
—¿Por mi bien? ¡Bonita forma de cuidar de los hijos! —repliqué.
—No seas así —espetó ella. Se dió media vuelta y buscó torpemente el paquete de tabaco y el encendedor—. Me pareció que era lo mejor para ti porque eras lo bastante pequeña como para no acordarte…
—¡Me acuerdo de todo perfectamente!
Mi madre sacó un cigarrillo y lo agitó en el aire al hablar.
—Tenía que resolver algunas cosas. Ya lo sabes, Jewel. —Su tono era casi de disculpa.
—¿Y ya las has resuelto? —Hablé tranquila y despacio, quizá albergando esperanzas.
Mi madre frunció el ceño de nuevo y las arrugas de su frente se hicieron más profundas.
—Sigo en ello. Pero durante unos años no estuve en condiciones de ser una buena madre.
Encendió el mechero y yo levanté la mano.
—¡No fumes en casa!
—¿Eres consciente de que llevo muchos años viviendo sola, Jewel? ¿Que tengo mi propia vida, mis propios amigos y un trabajo? —Mi madre sacudió la cabeza—. Dios, cómo he podido olvidar lo que es vivir con niños.
—Tengo dieciocho años.
—Sigues siendo una niña —replicó ella—. Y yo sigo siendo tu madre.
—La verdad es que no. Han cambiado muchas cosas desde que…
—No hablemos de eso.
—Creía que querías hablar —dije yo—. ¡Dios… no te entiendo!
—Ah, Jewel, lo siento. Por favor, no grites. —Su boca se torció en una mueca.
—Te ofreces a hablar conmigo, pero en realidad no quieres hablar —le espeté—. ¿Es eso? Quieres parecer de ayuda sin tener que serlo.
—Jewel, ha sido duro para todos…
—Por favor, por favor, no me vengas con ese rollo —murmuré—. ¿Te has comprado un manual que explica lo que hay que decirle a un niño cuando su hermano muere o algo así? De eso ya hace mucho tiempo, mamá. En diez años las cosas cambian un poco, ¿sabes?
—Haces que se me acabe la paciencia.
—Evidentemente, por eso me enviaste fuera. Me apuesto a que ni siquiera querías tener hijos, me apuesto a que deseabas que él no hubiera nacido, que yo no hubiera nacido. Me apuesto… me apuesto a que te olvidaste de mí en cuanto me enviaste con los abuelos. Te molesta que esté aquí. Tienes tu propia vida, y eso es más importante que yo. No estoy muerta, mamá, aunque desees que lo esté. —Las palabras salieron de mis labios incluso antes de pensarlas. Las escupí, con los hombros tensos y conteniendo lágrimas de rabia.
Eran las mismas palabras que mi padre me había dicho diez años atrás.
Mi madre abrió la boca para contestar, pero en ese momento sonó el timbre de la puerta. Me miró con un estremecimiento. El cigarrillo sin encender le temblaba en la mano.
—Abre tú. Yo me voy fuera a fumar. No te olvides de limpiar lo que se ha quemado.
Volvió a coger el encendedor, pasó junto a mí con aire digno, salió por la puerta trasera y la cerró tras ella. La luz de la luna iluminaba débilmente el jardín, y la vi alejarse hasta que desapareció por una esquina de la casa.
Me quedé quieta un instante. Después me di la vuelta y fui a abrir la puerta.
Me encontré de frente a un chico bajo y una chica alta. El chico sostenía una langosta de plástico en las manos y la chica me sonreía.
Entonces la langosta de plástico se movió y me di cuenta de que estaba vivita y coleando.
Eran Sacha y True.
—Jewel —dijo True.
—True —repuse yo.
—Necesitamos que nos lleves —dijo ella lanzando una significativa mirada a la langosta y después al coche de mi madre, aparcado en la entrada—. Es de suma importancia.
—Es cuestión de vida o muerte —añadió Sacha—. Una carrera contrarreloj. —Acercó la langosta a la luz para que la viera. Parecía un poco psicótica.
Solo tardé un segundo en decir:
—En ese caso… —Cogí las llaves del gancho que había junto a la puerta—. Vámonos.
De camino a la bahía, Sacha y True se fueron turnando para coger la langosta y explicarme cómo la habían robado en el restaurante chino.
—Yo no diría «robar» —apostilló Sacha.
—No pretenderás decir que la hemos cogido «prestada», ¿no? —pregunté observando la langosta, que se estaba retorciendo. Era alucinante.
Sacha replicó:
—Emancipado. Liberado. Rescatado. Somos valientes y nobles, no unos ladrones, Jewel. Robin Hood es para los pobres lo que nosotros para los crustáceos.
—Esta es la primera y última vez, Sacha —le advirtió True—. Cuando hayamos soltado a este chico, se acabó eso de ir robando bichos en los restaurantes chinos para devolverlos al mar —dijo True.
—¿Cómo sabéis que es macho? —pregunté.
—No lo sabemos. Y no vamos a comprobarlo —dijo Sacha.
—¿Cómo se comprueba eso? —pregunté entre risas.
—Exacto —contestó Sacha, aunque eso no era precisamente una contestación.
Aparcamos bajo una farola y fuimos hacia el embarcadero. Cuando el camino empezó a cubrirse de arena me remangué los pantalones y me quité los zapatos. Sacha cruzó la playa dando brincos, mirando hacia atrás y riendo, con la langosta sujeta torpemente entre las manos.
La playa no estaba oscura. Al otro lado de la calle había farolas, además de un bar, restaurantes y cafeterías, todos iluminados y llenos de gente. La luna llena brillaba y el reflejo del agua hacía que el mar pareciera de plata.
Tenía miedo de lo que pudiera ver si miraba el agua.
True me llamó, y aparté aquel pensamiento de mi mente y corrí hacia ellos. La poca gente que había en la playa —paseando con sus perros o corriendo— guardaba las distancias, y el bullicio de los comercios al otro lado de la calle apenas se oía en la distancia.
Al mirar el mar, allí en la playa, podía imaginar que era cualquier persona, en cualquier costa, en cualquier momento de la historia o del futuro. Aunque el agua había contribuido poderosamente a la destrucción de mi familia, en aquel momento el mar hacía que mi vida y todo lo que había en ella pareciera estar lleno de posibilidades.
True y Sacha casi habían llegado al final del embarcadero. Yo les seguí con cuidado, sin dejar de observar el agua a través de los tablones. El viento soplaba frío, no lo bastante fuerte como para mover el embarcadero, pero yo estaba convencida de que se balanceaba.
Sacha se arrodilló en el borde y, mirando por encima del hombro, me llamó.
Cuando llegué me arrodillé junto a él en la parte inferior. No me sentía a gusto tan cerca del agua. True seguía sonriendo, perpleja ante la ridiculez de lo que estábamos haciendo. Yo le sonreí.
—Tenemos que decir unas palabras antes de liberarlo/la —dijo Sacha.
—Esto no es un funeral —dijo True inclinándose sobre la barandilla, a unos pasos de nosotros.
Sacha la miró.
—Es un momento de gran trascendencia, True. Más que un funeral es… es como una ceremonia civil. Tenemos que decir algo breve y conciso pero significativo… memorable…
—¡Señor Langosta, le declaro ciudadano del mar! —proclamó True—. ¿Algo así, quieres decir?
—¡No, no, no! —replicó Sacha—. Este es un momento importante en la vida de nuestra langosta. Va a salir ahí fuera ella sola, a vivir por fin su vida, a mojarse, si quieres…
—¡Acaba de una vez! —True se rió—. Podrías estar enrollándote toda la noche.
Sacha vaciló un instante y después dejó la langosta en el agua. El animal se meneó y después desapareció.
—Feliz viaje, pequeña langosta —susurró Sacha, las manos suspendidas sobre el agua.
Nos incorporamos y después me puse en pie.
Sacha me miró.
—¿Hemos hecho lo correcto? ¿Vivirá?
Le ofrecí la mano y le ayudé a levantarse, y nos quedamos cogidos de la mano más de lo necesario.
—No soy exactamente una experta en el tema —dije—. ¿Por qué me lo preguntas?
—Pareces una persona inteligente —replicó él.
—Y de mucho temple —añadió True—, considerando lo de salvar vidas. —Lanzó una mirada a Sacha.
Hundí las manos en los bolsillos.
—¿Queréis dejarlo? Tampoco fue para tanto. Volviendo a la langosta…, ¿no creéis que es de agua dulce?
—Mierda —murmuró Sacha.
—Una vida corta en libertad es mejor que acabar en una cacerola después de una larga vida en una pecera —declaró True.
—Cierto, True[4] —replicó Sacha—. Y tú deberías cambiar de nombre.
—A mí me parece bonito —dije yo en voz baja.
—Gracias —sonrió True.
Llevé a True a su casa. Después de bajar del coche se acercó a mi ventanilla.
—Gracias por llevarnos de aquí para allí, Jewel. Normalmente no somos tan raros ni tan exigentes. —Miró a Sacha, sentado en el asiento del acompañante—. Lo de la langosta ha sido la primera y la última vez.
Sacha me murmuró por lo bajo:
—True no tiene mucho espíritu de aventura.
—Te he oído, Sacha —dijo True—. Nos vemos.
Sacha y yo no cruzamos palabra en todo el camino salvo en las ocasiones en que él me decía por qué calle girar y murmuraba «a la izquierda» o «la próxima a la derecha». No era un silencio incómodo. En la radio sonaba un top cuarenta.
Poco después detuve el coche frente a su casa. El motor ronroneó al frenar. Sacha vaciló, quizá no sabía qué decir.
—Gracias por traerme. —Me sonrió—. Ya sé que esta noche ha sido un poco loca. Lo siento. Como True ha dicho, normalmente no somos así. De verdad.
—Me he divertido —dije yo.
—Bien. —Sacha sonrió de nuevo.
Las luces del salpicadero y el reflejo de la luna que entraba por el parabrisas iluminaban su sonrisa. Me hubiera gustado hacer una foto de sus dientes, de la forma en que se mordía el labio cuando pensaba.
La sonrisa se desvaneció lentamente del rostro de Sacha, que ahora miraba su casa.
—Será mejor que entre. Nos vemos mañana por la mañana en la escuela. Por cierto, ¿vendrás el sábado?
—Sí —asentí.
Sacha bajó del coche, fue hacia su casa y me dijo adiós con la mano antes de entrar. Las luces ya estaban encendidas. Me quedé allí unos instantes, con el motor en marcha y la radio baja, escuchando una música house bastante chunga.
Cambié de emisora y me fui a casa, pensando en el mar y en mi madre, que había llevado su propia vida al margen de mí durante tantos años; pensando en las langostas, en True y en Sacha.