Sakazuki

Subiendo desde el balneario hasta Tsuzumigataki, a mitad de camino, brota un manantial de agua limpia y clara. El agua rebosa por encima de las maderas colocadas a modo de boca del manantial, cayendo a borbotones por los cuatro costados. Un hermoso musgo verde vivo cubre la parte exterior de estas maderas. Es una mañana de verano. Entre las copas de los árboles que rodean el manantial permanece todavía desmadejada la bruma.

El sendero sube paralelo al torrente, cuya agua suena como si rodasen una cantidad incontable de piedras. Parece que suben varias personas desde el balneario. Se acercan charlando animadamente. Sus voces suenan como el trino de unos pajarillos. Sin duda, se trata de chiquillos: un grupo de niñas.

—¡Ven pronto! Siempre te quedas atrás. ¡Date prisa!

—¡Espérame! El camino es pedregoso y me cuesta mucho andar.

Las niñas tienen recogido el pelo recién lavado de igual forma, adornado con un ancho lazo rojo que, ondeando al viento, les hace parecer un grupo de mariposas batiendo sus alas en pleno vuelo. Visten a juego un yukata[49] de un fuerte azul índigo, con las mangas tremolantes. Y en sus pies, también a juego, calzan unos zori[50] con las correas rojas.

—¡He llegado la primera!

—¡Vaya! ¡Qué lista eres!

Haciendo carreras a ver quién llega antes, se acercan a la fuente. Son siete niñas. Todas parecen tener unos once o doce años. Para ser hermanas, tienen edades muy similares. Son muy bonitas y encantadoras. Serán amigas. ¿Con quién habrán venido engarzadas estas siete perlas de coral? ¿Quién las habrá traído al balneario?

Las blancas nubes flotantes humedecen los tocones de los árboles todavía mojados y los rayos del sol mañanero se clavan como agresivas lanzas en los alrededores del manantial. Los lazos rojos de las niñas parecen de un rojo aún más abrasador.

Una de las niñas infla una flor tanba hoozuki[51] medio abierta y la lanza en mitad del manantial, rebosante de agua. La flor da dos o tres vueltas y cae fuera del cuadrado de madera.

—¡Anda! Enseguida se ha caído. Quiero ver qué pasa con nuestras flores, voy a probar si resisten.

—¡Por supuesto, se caerán también!

—¡Antes de echarla ya sabes que se va a caer!

—Sí, ya lo sé.

—¡Eres una mentirosilla!

Hizo ademán de golpearla cariñosamente. Las mangas del yukata color azul índigo ondeaban al viento.

—¡Rápido! ¡Vamos a beber!

—Eso, eso. ¡Que hemos venido a beber!

—¡Ah! Lo había olvidado.

—¡Venga, venga!

Cada una de las niñas saca un sakazuki[52] del escote de su yukata. Unos rayos de luz blancoazulados fluyen desde las siete manos. Todos son de plata, grandes sakazuki de plata. Justo en ese instante, el sol alumbra con gran fuerza y los siete sakazuki brillan con intensidad. Como siete serpientes de plata se enroscan corriendo a la fuente.

Todos tienen grabada la palabra «shizen»[53].

Está escrita con una caligrafía extraña. ¿La habrán grabado por alguna razón especial o, por el contrario, al azar? Por orden, van llenando su sakazuki y bebiendo del manantial. Lo acercan a los labios de un profundo rojo y beben con las mejillas henchidas y sonrosadas.

Por todas partes, entre la arboleda, se oye a las cigarras esforzándose en ensayar sus cantos. Hay algunas nubes blancas esparcidas y, al llegar el mediodía, la voz de los insectos hace vibrar las montañas.

En ese momento, una niña sola sube la cuesta y se queda de pie, detrás de las otras siete. Es la octava niña. Es más alta que las demás; medirá casi un metro y medio. En los cabellos dorados lleva un lazo negro. En su rostro, tostado por el sol, destacan unos ojos azules como la flor centaurea. Unos ojos que parecen asomarse a la naturaleza con emoción y sorpresa eterna. Solo sus labios son levemente rojos. Lleva un vestido de color gris ribeteado de negro. ¿Será una niña occidental nacida en Oriente o será una mestiza?

Esta octava niña saca su sakazuki de entre su falda envolvente. Es pequeño. ¿De dónde será esa cerámica? Su color es como el de la lava ya enfriada tras salir del cráter de un volcán.

Las siete niñas acabaron de beber. Después de recoger el sakazuki lleno, desaparecieron las ondas concéntricas de la superficie del agua. Por unos momentos, el agua de la fuente deja de rebosar con tanta abundancia.

La octava niña se abre paso entre las largas mangas de los yukata color azul índigo y se acerca a la boca del manantial. Entonces, las siete niñas se dan cuenta de que ha llegado alguien a enturbiar la paz. Se quedan mirando el pequeño sakazuki ennegrecido entre las manos bronceadas.

De repente, los siete labios rojos se quedan abiertos y sin palabras. Las cigarras chirrían insistentemente. Durante un rato solo se oye su canto.

Por fin, una de las niñas dice:

—¿Tú también vas a beber?

Su voz muestra una leve duda y, a la vez, un poco de enfado.

La octava niña afirma en silencio.

Otra de las niñas dice, con duda y cierto desprecio:

—Tu sakazuki es extraño. ¿Me dejas verlo un momento?

En silencio, la octava niña le ofrece su sakazuki color de lava.

El pequeño sakazuki abandona la delgada mano en la que se transparentan los tendones y encuentra acogida en la mano sonrosada y regordeta.

—¡Ah! Es de un color extrañamente apagado.

—¿Será quizá una cerámica de Seto[54]?

—¿No estará hecho de simple piedra?

—Parece encontrado entre las cenizas de un incendio, ¿no?

—Parece sacado del interior de una tumba.

—Te gustarán las tumbas, ¿no?

De las siete gargantas salen risas como el tintineo de campanillas de plata. La octava niña deja caer los codos de forma natural y sus ojos, como la flor centaurea, se quedan fijos mirando a lo lejos.

—¡Qué tontería, un sakazuki tan pequeño! —exclama una de las niñas.

—Es verdad. Con un sakazuki así no se puede beber —replica otra.

—¿Le prestamos uno de los nuestros? —dice una más. Es una voz piadosa.

Y entonces ponen delante de la octava niña los siete grandes sakazuki de brillante plata con las letras grabadas.

La octava niña, que hasta entonces había tenido los labios sellados, los abre por primera vez:

Mon verre n’est pas grand, mais je bois dans mon verre[55].

Es una voz apagada, pero aguda.

Las siete niñas se miran entre sí con sus bonitos ojos negros. No entienden su lengua.

La octava niña deja caer con naturalidad sus codos. No importa que no entiendan su lengua. Ella muestra con claridad su actitud y su voluntad, no hay posibilidad de un malentendido.

Una de las niñas retira su sakazuki. Las demás recogen también los suyos, de plata brillante, con las letras grabadas. Otra le devuelve su sakazuki negro. Ese pequeño sakazuki de color lava enfriada salida del cráter de un volcán.

En silencio, la octava niña bebió unas cuantas gotas del manantial y refrescó sus labios levemente rojos.

Año cuarenta y tres

de la era Meiji (1910)