Para un escritor japonés de estatura clásica que no pase por hacerse el haraquiri ni por recibir el Nobel resulta heroico ser reconocido en Occidente, más aún en el mundo de habla hispana, en donde, en pleno siglo XXI, ni siquiera está afianzado el principio ético de traducir a un autor japonés desde el original. Por ambas razones es admirable que una editorial, y además pequeña, emprenda la estampa de un autor poco conocido entre nosotros[1] haciéndolo desde el texto japonés. El hecho, además, es digno de doble celebración porque la elección ha recaído sobre Ogai Mori, un gigante de la literatura en Japón; y la traducción, limpia y poética, la firma Elena Gallego, una experta profesional.
El género de la novela ha adquirido tal preponderancia en Occidente que tiende a oscurecer cualquier otra forma de narrativa. Parte del desconocimiento general que de Ogai Mori se tiene fuera de Japón radica en que no se le puede llamar con propiedad novelista. Es cierto que escribió tres novelas de cierta extensión —El ganso salvaje, Seinen («Juventud») y Kaijin («Las cenizas»)—, aparte de otras breves, pero las dos primeras fueron mediocres y la tercera no la terminó. Se sentía mucho más cómodo escribiendo relatos que novelas. Los seis aquí presentados bajo el título de uno de ellos, «El intendente Sansho», son de la clase que Richard Bowring ha denominado «relatos líricos» y fundamentan dos de las mejores cualidades literarias del Ogai escritor cuando no es leído en japonés: la concisión y el poder evocador. Pero no fueron suficientes los veinticinco o treinta que escribió, ni sus poemas, diarios, dramas, múltiples traducciones, revistas literarias (¡y médicas!) por él creadas y alimentadas, ensayos críticos. La elevada estatura moral y literaria de Ogai Mori descansa, elusivamente, en su imponente sombra. Y en tres ángulos principales de la misma.
Primero, su estilo. Aclamado como «el maestro Ogai» por autores tan dispares como Tanizaki, Akutagawa y Mishima, su lenguaje literario severo, masculino y contenido —tal vez deudor de su formación en los clásicos chinos— es el logro más difícil de apreciar en términos objetivos. Baste decir que el problema de explicar la trascendencia de su estilo es parejo al de razonar la influencia del lenguaje poético de Garcilaso de la Vega en español para quien no sepa español o del de Goethe en la poesía alemana para quien no sepa alemán. Las innovaciones estilísticas y retóricas de Ogai allanaron el camino para el desarrollo del moderno lenguaje literario japonés, que se consolida solo a principios del siglo XX.
El segundo, su labor como traductor y forjador de la nueva literatura de Japón. Hay que situar esta labor en el marco del acelerado y complejo proceso de transferencia de conceptos literarios de Occidente al Japón recién salido de un secular período de aislamiento (1603-1868). Este proceso exigía un conocimiento mucho más profundo de la cultura europea que el necesario para la modernización militar, tecnológica, industrial e institucional en la que Japón se había embarcado en la llamada era Meiji (1868-1912). En los años setenta del siglo XIX los intelectuales japoneses fueron dándose cuenta de que la posición de la novela en Europa, como género rey de la literatura, era muy superior a la que tenía en Japón. La ficción, de cualquier género que fuese, era denostada sin contemplaciones por el establishment cultural, de sólidas raíces confucianas. Como prueba, estas reveladoras palabras que, bajo el encabezamiento de «Los cuatro perniciosos efectos de leer novelas», escribe un hombre vanguardista para su época, Nakamura Keiu, el traductor japonés del primer libro occidental: «Quienes gustan de leer novelas no se comportan como ciudadanos decentes; las mujeres que las leen tienen mala fama o mueren jóvenes; los hijos o los hermanos pequeños de quienes coleccionan novelas están en situación de leerlas a escondidas; y los aficionados a las novelas a menudo contraen tuberculosis»[2].
Desde que se publicaron esas afirmaciones, que hoy nos hacen sonreír, hasta que Ogai empezó a escribir tuvieron que pasar bastantes años. Un camino sembrado de debates y reacciones. En el año 1885 se puede situar el inicio de la introducción de los conceptos literarios europeos, especialmente en el ámbito de la narrativa, como la voz del narrador, el estilo neutro (no teñido de pertenencia al grupo social), la caracterización de los personajes, el concepto del yo, el simbolismo. Fue en ese año cuando Tsubouchi Shoyo publica la primera parte de un largo ensayo titulado La esencia de la novela, en donde propone la novela realista como el vehículo más adecuado para expresar las aspiraciones y la verdad del nuevo Japón. Shoyo establecía una distinción entre la novela didáctica y la artística, pero concedía que esta última también era válida, como se había demostrado en Occidente, para retratar el estado real de la sociedad. Lo que en realidad estaba proponiendo era un concepto Victoriano de la novela como forma artística capaz de satisfacer el sentido moral del lector a través de la representación artísticamente fidedigna de la realidad social de su tiempo. Aun así, sus contemporáneos criticaron a Shoyo por atacar el didactismo de la literatura (bun) y por abogar por el realismo literario.
Pero Shoyo era un crítico, no un creador, y tuvo que ser su amigo Futabatei Shimei quien escribiera la que ha sido considerada primera novela japonesa, «Las nubes errantes» (Ugikumo), en 1887-1889, una obra sobresaliente por reflejar a través de la psicología de los personajes la realidad japonesa del momento y por introducir con éxito un nuevo lenguaje literario basado en el japonés hablado.
Fue entonces, en 1888, cuando nuestro autor regresa de Alemania y entra en la escena literaria.
Nacido Rintaro Mori (1862-1922) —Ogai fue el pseudónimo adoptado siguiendo la moda de entonces—, era el hijo mayor del médico del señor feudal de la localidad de Tsuwano (actual provincia de Shimane). Recibió la formación adecuada a un niño samurái: clásicos neoconfucianos, artes marciales y la lengua holandesa, que era la obligada entonces para leer los libros de medicina occidentales. Trasladado a Tokio a los diez años, cuando tenía diecinueve se había licenciado en Medicina, después de haber estudiado alemán con profesores nativos y destacar en la composición de poesía china y japonesa. Siguiendo los pasos de su padre, se hace médico militar y obtiene a los veintidós años una generosa beca del Ejército Imperial para ampliar estudios médicos en la Alemania de Bismarck, modelo militar de Japón por entonces. Para Ogai Mori fue Alemania. Para Natsume Soseki sería Inglaterra.
Es un tópico comparar a estas dos figuras de la literatura japonesa, contemporáneos pero que no se trataron, resultando difícil hablar de uno sin referirse al otro. Es opinión común, además, que quien gusta especialmente de uno no suele hallar mucho agrado en el otro. Por encima de comparaciones estériles, se ha visto en ellos a los progenitores espirituales de la modernidad literaria de Japón. Natsume Soseki y Ogai Mori. La madre y el padre. ¿Respectivamente? En términos chinos —tal vez más adecuados para estos dos intelectuales de la última generación en recibir una formación confuciana—, el yin y el yang de las letras modernas niponas. La luna y el sol. Íntimo, lírico y humanista, el primero; austero, distante y luminoso, el segundo. El poeta y el filósofo. Inglaterra y Alemania. Aparte de la diferente extracción familiar de uno y otro, el primer contraste, y tal vez decisivo, de la larga cadena de oposiciones entre Soseki y Ogai tiene que ver precisamente con la condición de vida que conocieron uno y otro en esos dos países de Europa. La vida de perros que en Inglaterra llevó Soseki, un becario pobre, de inglés balbuciente, tiritando de soledad y riéndose amargamente de sí mismo al mirarse en el cristal de los escaparates de Londres, es diametralmente opuesta a la que paseó en diversas ciudades de Alemania el apuesto oficial Ogai Mori, de alemán fluido aprendido desde niño. Por ejemplo, durante su estancia en Dresde (1885-1886) se divertía con sus colegas alemanes, oficiales como él, asistía a galas y bailes, lo invitaban al Palacio Imperial de esa ciudad, lo presentaban al rey Alberto, enamoraba a una joven alemana[3]. Hay indicaciones de que sus éxitos sociales no fueron muy del agrado de sus superiores, a quienes les pareció que el joven becario lo estaba pasando demasiado bien. Uno de estos, Ishiguro Tadanori, le llegó a escribir una carta, fechada el 3 de enero de 1886, en la cual le advertía que no dedicara tanto tiempo a «asuntos militares» y que se concentrara más en sus estudios de higiene pública, para lo cual había sido enviado a Alemania. Pero, lector voraz, también fueron esos cuatro años un período formativo crucial en el cual absorbió las principales corrientes de la literatura, la filosofía y la ciencia europeas.
Sí, fue en 1888 cuando Ogai regresa a Japón y, armado del conocimiento de primera mano de las literaturas europeas, se implica en el debate que marca el nacimiento en Japón de la crítica literaria moderna. Convencido, en contra de Shoyo, de que había que separar claramente verdad y didáctica, se entregará entre 1889 y 1892 a verter al japonés un caudal constante de traducciones de obras en prosa y dramas. Y también poemas que agrupó en la colección Omokage («Vestigios»). Entre sus traducciones, que publicará en la revista Shigarami zoshi, fundada por él mismo, las había francesas (Daudet, Rousseau), norteamericanas e inglesas (Irving, Byron, Shakespeare), rusas (Tolstói y Turguénev), españolas (Calderón) —todas estas desde el alemán— y, sobre todo, alemanas (Hoffmann, Goethe, Lenau, Schiller, Heine, Rilke, Hartmann). Su versión de Fausto todavía se lee en Japón. La contribución de Ogai al establecimiento del teatro moderno japonés también habría de ser notable. Las escenificaciones de versiones suyas de obras de Ibsen, Hauptmann y Sudermann serían sucesos sobresalientes en la cultura de las tres décadas siguientes, y él mismo habría de sobresalir como dramaturgo y crítico teatral.
Uno de los escollos más formidables que afrontaban los traductores japoneses era la abundancia de términos extranjeros que había que hacer inteligibles. Ogai a veces usaba el ideograma chino equivalente más próximo y añadía una glosa; pero, más a menudo, prefería dejar tal cual el vocablo original en katakana —el alfabeto silábico empleado para transcribir términos extranjeros— y añadir una explicación cuando fuera necesaria. Términos musicales como «violín», «melodía» y «orquesta», por ejemplo, aparecían en katakana —y como tal han quedado para siempre en japonés— sin apenas explicación, dotando así de un sabor extranjero al texto, sin ofrecer muchas concesiones al lector. Tal procedimiento, al igual que la selección de sus traducciones, tal vez estuvieran motivados por el deseo de Ogai de «educar» al público japonés de su tiempo y de presentar la literatura más representativa de Occidente.
Esta elección nos lleva al tercer logro de Ogai Mori: su función de introductor de corrientes literarias. El romanticismo, el realismo y el naturalismo, que en Europa jalonan sucesivamente la literatura del siglo XIX, en Japón fueron cocinados en la misma olla e ingeridos al mismo tiempo. Y ello gracias a las traducciones y ensayos de Ogai Mori. Y también a sus obras originales. Así, la influencia del posromanticismo alemán de autores como Hoffmann y Kleist se puede rastrear en tres novelas cortas de las cuales interesa destacar por su contenido autobiográfico La bailarina, de 1890. No son solo románticas por tratar de amores desgraciados, sino por estar basadas en el concepto de la autonomía del arte, en la creencia de la primacía de lo Bello. Las tres servirían como modelos para el joven subgénero japonés de la novela corta, y al joven autor le hicieron ganar una notoriedad literaria que no lo abandonará hasta el fin de su vida.
Pero ya uno o dos años antes Ogai, en distintos artículos, había empezado a airear sus ideas sobre literatura. El tema principal era una acerba crítica a las tesis naturalistas de Émile Zola, que empezaban a cosechar seguidores entre los escritores japoneses más jóvenes. En Francia, las teorías de este escritor, centradas en la idea de aplicar métodos científicos al arte y, en consecuencia, de convertir al novelista en científico con la responsabilidad de ser puramente objetivo, habían empezado a ser materia de intenso debate desde 1875. En la Alemania que había acogido a Ogai, por el contrario, estas ideas fueron recibidas con hostilidad porque se pensaba que no solamente eran inmorales, sino que no favorecían la estética, un terreno sacrosanto para la crítica literaria alemana. No debe extrañar que el joven japonés, como médico y escritor en ciernes, tomara interés y que se propusiera divulgar las teorías de Zola y expresar sus propias opiniones. Así lo hizo en el ensayo Shosetsu ron, aparecido en el diario Yomiuri el 3 de enero de 1889, solo tres meses después de su regreso. En él examina el concepto zoliano de la «novela experimental» y describe las investigaciones del médico Claude Bernard. Concluye:
Yo mismo soy médico. Ni el escalpelo ni las probetas pasan mucho rato lejos de mis manos. Pero el ansia de buscar los hechos reales que propugnan los naturalistas jamás ha sido un obstáculo para mis sueños de visitar el reino de lo Infinito.[4]
A pesar de esa proclama romántica, en el Japón de Meiji las modas literarias cambiaban como las veletas, y las corrientes aparecían, desaparecían y reaparecían. Nuevas figuras hacían su entrada en la escena. La antología de traducciones de poesías europeas de Ogai Omokage, ya citada, y su traducción del Improvisatoren de Andersen fueron dos de las fuentes del movimiento romántico japonés. Pero el romanticismo de Ogai, debido más probablemente a su estancia en Alemania que a su temperamento austero y a su formación confuciana, había prendido mecha: en la década de los noventa, el romántico Kitamura Tokoku realiza una breve y trágica aparición en escena, y los novelistas Shimazaki Toson[5] y Kunikida Doppo exploran la libertad de expresión preconizada por los románticos europeos cincuenta años antes.
En los seis años entre su regreso de Alemania y el comienzo de la Guerra chino-japonesa en 1894, Ogai trató de poner en práctica con entusiasmo juvenil las experiencias y conocimientos recién aprendidos; también los de índole científica, promoviendo la ciencia médica empírica de Occidente en contra de la tradicional de China. Esto le granjeó a menudo la incomprensión y a veces la censura de sus superiores militares. Con su voz airada, de un ardor insólito entre japoneses, tal vez trataba de sublimar la frustración sentida ante el desarrollo de sus problemas personales y profesionales. En lo personal, por la resolución de su familia y de sus superiores militares de despedir a la joven alemana que se había presentado en Japón en su busca y de arreglarle un matrimonio sin amor con la hija de un almirante, que se deshizo al año de celebrarse. Era indudable que la estancia alemana de Ogai había despertado en él la autoestima y el sentido de libertad necesarios para dificultarle en el futuro el sometimiento a una vida social, la japonesa, minuciosamente reglamentada por el grupo, especialmente cuando ese grupo estaba armado de la rigidez del ejército japonés de corte prusiano.
Es interesante constatar que, después de 1891, Ogai no vuelve a escribir ninguna obra literaria hasta 1909. Un silencio de dieciocho años. Es atribuido por muchos a su descontento por las tres obras de juventud mencionadas; por otros, a cierta desconfianza hacia la ficción; por otros, a la convicción de que la realidad social japonesa de los años noventa no encajaba en el molde literario romántico; por otros, la mayoría, al ajetreo y sinsabores de su vida como médico militar, que le llevó en ese período a ser testigo de dos guerras y a sufrir un destierro.
La Guerra chino-japonesa (1894-1895) pone punto final al primer Ogai escritor. En su diario de esos dos años pasados en el frente brilla por su ausencia la expresión de sentimientos patriotas, presente en la mayoría de las figuras literarias de la época. Al regresar de la guerra, vuelve a ocupar puestos de responsabilidad en el ejército y publica algunas de sus investigaciones médicas. En 1899, el viejo rencor de uno de sus superiores le acarreó ser degradado a un puesto lejos de Tokio, en Kokura (Kiushu), una asignación con todos los visos de un exilio político en la mejor tradición japonesa. Esta etapa en Kokura, que se prolongará hasta 1902, fue de intensa actividad intelectual: publica artículos médicos, funda con su hermano la revista Kabuki, traduce la obra de Clausewitz Sobre la guerra, estudia la ética de Paulsen y el pensamiento político de Maquiavelo, escribe su primer drama. He aquí la rutina del escritor tal como la revela en una carta a su hermana fechada el 19 de diciembre de 1899:
Últimamente salgo al trabajo a las nueve y vuelvo a casa a las tres de la tarde. Enseguida me cambio el uniforme militar y voy a clase de francés, donde me espera mi profesor. La clase acaba a las seis. Vuelvo a casa, me baño, ceno y después doy un paseo con un puro en la boca. El puro me dura exactamente una hora, tiempo suficiente para recorrerme todo Kokura, lo cual me hace sentir muy bien. Con eso ya son las nueve. Entonces hago mis deberes de francés y estudio un poco de sánscrito. Con eso llego a las diez y media u once. Entonces, me acuesto.[6]
El período de Kokura ha sido comparado a los años en Alemania en el sentido de que fue una fase preparatoria para su actividad creadora siguiente. Sus intereses se iban alejando de la estética, empezaba a mostrar interés en la moral y en la motivación de las acciones humanas, especialmente en el marco de un ambiente autoritario como el militar. Mientras estaba en Kokura y ya cuarentón, se casó por segunda vez, un matrimonio también concertado por su madre, con una atractiva divorciada de veintitrés años. El matrimonio esta vez funcionó no sin que, poco después de la boda, la nueva esposa y la madre de Ogai se enfrentaran en disputas domésticas descritas en el relato «Hannichi» («Medio día»), cuya publicación fue vetada por su esposa hasta 1951, después de su muerte[7].
Rehabilitado y de regreso en Tokio, se encontró con un gobierno que hacía preparativos para una nueva guerra, esta vez contra Rusia, que amenazaba sus intereses colonialistas en el noreste de China. De la minuciosa preparación prebélica del país y también de la naturaleza de las ocupaciones de Ogai dan fe los trabajos que le encargaron a principios de 1904: un artículo sobre las enfermedades padecidas por el ejército napoleónico en la campaña de Rusia, una breve cronología de la historia militar rusa y varios estudios sobre los efectos del frío intenso en el cuerpo humano y sobre los remedios para combatirlo.
Hay información sobre las actividades del médico militar Ogai en la Guerra ruso-japonesa (1904-1905) gracias a sus informes enviados periódicamente desde el frente, y también sobre sus emociones a través de una colección de poemas de guerra titulada Uta nikki («Diario poético»). La mayoría de estos, unos cincuenta, son estampas impresionistas de las secuelas de la guerra, descripciones de suspiros y sonidos con acentos en la naturaleza y en las estaciones del año, y piezas convencionales sobre el valor del soldado japonés en combate.
En 1907, sus méritos en las dos guerras y también la templanza demostrada en los años de destierro en Kokura fueron reconocidos cuando alcanzó la máxima distinción de un médico militar, el puesto de general inspector de Sanidad. Eso no significó que dispusiera ahora de mayor libertad para realizar aplicaciones científicas en el ejército, aunque sí que le permitió que los últimos descubrimientos de la ciencia en Europa hallaran voz en las revistas militares.
El comienzo del segundo momento de creatividad literaria de Ogai estuvo marcado en 1909 con la aparición de la revista Subaru, un órgano fundado por un grupo de escritores interesados en neutralizar la creciente influencia del naturalismo entre novelistas como el mencionado Shimazaki Toson —un antiguo romántico—, Tayama Katai y otros. En este contexto de contrarrestar esa corriente, publica tres relatos, uno de los cuales, «Sakazuki» o «La copa de sake», de 1910, aparece en esta colección. Se trata de una delicada alegoría sobre la intrusión, sobre el efecto perturbador producido en el grupo por un elemento extraño, más concretamente sobre la aparición del extranjero en la sociedad japonesa. Un grupo de siete niñas, cuando van a beber de una fuente con una copa cada una en la que aparece inscrita la palabra «naturaleza», son interrumpidas por una octava niña provista de una copa diferente y que, además, habla en francés.
Se ha especulado con la posibilidad de que la emergencia de Natsume Soseki como escritor de prestigio por esos años pudo estar detrás del regreso de Ogai a la palestra literaria. O tal vez el alza del naturalismo en Japón durante el período 1906-1915. Lo cierto es que, pasada su borrachera de idealismo alemán, Ogai va a dar cauce ahora a una preocupación cada vez más inquietante: cómo llenar el vacío dejado por el derrumbe de los valores tradicionales y cómo expresar la naturaleza de los que estaban ocupando su lugar en el alma de los japoneses. Una de las manifestaciones del cambio de valores fue el interés literario por el sexo. Como médico, Ogai tenía un interés profesional en el comportamiento sexual, que los naturalistas trataban como fuerza motriz de la vida. En tal contexto hay que situar la aparición en 1909 de Vita sexualis, donde se rastrea, no sin cierto humor ácido, el despertar de su propia sexualidad desde la edad de seis hasta los veintidós años, cuando viaja a Alemania. Este tema era insólito en el Japón de Meiji, que, abandonando el tratamiento desinhibido que se otorgaba a esa materia en el Japón premoderno, había adoptado, también en esto, la actitud puritana de la moral victoriana importada por los occidentales a final de siglo. Así se puede entender que el gobierno japonés, bajo el pretexto de «corrupción de la moral pública», prohibiera la obra, la cual había sido bien acogida por la crítica y el público. Ogai, un alto funcionario del ejército, recibió una severa reprimenda. El éxito relativo de Vita sexualis contrasta con el fracaso que supuso la publicación sucesiva y por entregas de las tres novelas de altos vuelos que escribió Ogai en los tres años siguientes: Seinen («Juventud»), una réplica mediocre del Sanshiro de Soseki; El ganso salvaje, hoy todavía leíble por la acertada evocación de lo «que pudo ser», pero de endeble caracterización de los personajes, simbolismo facilón y fallos estructurales (los tres últimos capítulos aparecieron solo cuando ya estaba publicado en forma de libro en 1915); y la inacabada Kaijin («Las cenizas»). Lo mejor, sin duda, de este segundo período creativo de Ogai son los relatos, pero no todos. Los más notables muestran un equilibrio entre la tesis intelectual y la trama, es decir, las ideas están orgánicamente insertadas en las escenas descritas.
El suicidio del general Nogi Maresuke, en el año 1912, marca el comienzo del tercer período de Ogai, que llegará hasta su muerte. En él se pueden distinguir dos fases bien diferenciadas por los dos géneros literarios cultivados respectivamente: la ficción histórica, en los primeros cuatro años; las biografías y obras de onomástica y cronología, hasta su muerte. En la primera se encuadra la mayoría de los relatos aquí presentados. En ambas fases se introduce la historia como protagonista literaria. Para entender adecuadamente todo el período final de su vida conviene tener presente el compromiso apasionado de Ogai por preservar la independencia del intelectual y su convicción de que el espíritu moderno de la investigación racional no podía desarrollarse sin causar daños irreparables a la vida cultural de Japón. Un vocabulario personal va a expresar la complejidad de ese estado de ánimo: resignación (teinen), máscara (kamen), eterno descontento (eien naru fuheika), actitud de observación (bokansha), diletantismo o juego (asobi). Todos ellos, en mayor o menor grado, traducen las reacciones ante dos sucesos casi simultáneos, la muerte del emperador Meiji y el suicidio de su amigo el general Nogi, que van a empujarlo al estudio de la historia. ¿Escapaba Ogai de la realidad cuando desvió su atención del presente? ¿Se imponían en él los viejos prejuicios confucianos contra toda forma de ficción? Puede pensarse que el escritor, a la madura edad de cincuenta años, se había dado cuenta de que, para él, el presente estaba agotado como fuente de inspiración habida cuenta de su incapacidad para representarlo artísticamente por medio de la novela. Por otro lado, su mente analítica pudo hacerle reconocer que algo vital de la cultura japonesa podría desaparecer si se repudiaban abiertamente ciertos mitos. Efectivamente, el mes de septiembre de 1912 pone ante sus ojos el demoledor poder del mito. El emperador Meiji muere el 30 de agosto, y dos semanas después, mientras se celebraba el funeral de Estado, el general Nogi y su esposa se suicidan ritualmente reviviendo la tradición del junshi, según el cual el vasallo debe acompañar a su señor en la tumba[8]. En las entrañas del Japón moderno el viejo Japón estaba vivo. Para hombres de la generación de Ogai Mori, este acto simbolizaba con dolorosa vivacidad la lucha que todos ellos habían estado librando entre la seguridad de la tradición y el tirón de la modernidad. ¿Qué significaba el junshi de Nogi? ¿Era un anacronismo, un vestigio del pasado, un gesto de rebeldía estéril en el siglo XX, una prueba admirable del sentido ético del alma japonesa? Tal vez algo de todo eso. Para la mayoría de los japoneses, significaba el reconocimiento de la pervivencia de un mito. Por un famoso pasaje de Kokoro, de Soseki —la mejor novela del Japón moderno—, conocemos la simpatía que levantó la acción trágica de Nogi. Para Soseki era el final de una era. Pero para el Ogai samurái se trataba del suicidio de un vasallo fiel, de la expresión condensada de los valores de la vieja sociedad de samuráis. No solo eso: para el Ogai abogado de Occidente era la prueba desconcertante del enorme poder de la tradición, que es visceral y espiritual, y de la futilidad de los esfuerzos de toda su vida por insuflar los planteamientos racionales y científicos aprendidos de Occidente. No cabe duda de que nuestro escritor tuvo plena conciencia de las graves implicaciones de ese suceso: las obras literarias que escribirá desde entonces —relatos de marco histórico y biografías—, que son lo mejor del Ogai creador, parten de ese impacto. En el Japón premoderno de Edo (1603-1868), morir en nombre del emperador hubiera sido anatema. Las raíces de Japón, por mucho éxito que hubiera conseguido en modernizarse y muchas guerras que se hubieran ganado, se hundían naturalmente en la era de Edo. Y de ese período histórico sacará agua Ogai para dar vida a su futura producción.
Así, su primer relato histórico, «Okitsu Yagoemon no isho» («El testamento de Okitsu Yagoemon»), es un tributo rendido a la acción de Nogi. Indirectamente también lo es «Sakai jiken» («El incidente de Sakai»), escrito un poco después, en donde se describe a un grupo de samuráis de clase baja que con serenidad pasmosa cometen seppuku (suicidio ritual) ante la mirada atónita de los diplomáticos franceses, como gesto de expiación por el asesinato de unos marineros extranjeros. Es el contraste de dos culturas donde, gracias a la iluminación del artista, sale favorecida la japonesa. Igualmente situados en el pasado de Edo están «Abe ichizoku» («La familia Abe») —para muchos el mejor ejemplo de ficción histórica, en donde un grupo de samuráis reclaman en 1641 su derecho a quitarse la vida para seguir en la muerte a su señor— y «Gojingahara no katakiuchi» («La venganza de Gojingahara»). Todos son ficción histórica (rekishi shosetsu). Bajo tal subgénero se entienden narraciones situadas en un período reconocible del pasado. Son todas realistas en el sentido de que las normas de realidad geográfica y cronológica se respetan, pero los personajes, sus diálogos, acciones y pensamientos se tratan con entera libertad. Cinco de los relatos aquí presentados pertenecen a este subgénero, pero, a diferencia de los anteriores, poseen un tono más cálido y amable, un lirismo ausente desde El ganso salvaje. Son «narraciones históricas entresacadas de la historia tal como fue», según confesó el autor en un ensayo con ese mismo título (Rekishi sono mama to rekishi banare).
«El barco del río Takase» es una historia inquietante sobre la dudosa validez de la justicia humana. También sobre la eutanasia, tema al que Ogai como médico no podía permanecer indiferente. Se desarrolla a bordo del barco que trasladaba a los malhechores de Kioto a Osaka antes de ser desterrados a alguna isla lejana. El criminal, Kisuke, le cuenta al vigilante la enfermedad de su hermano, que, para aliviar su mal incurable, había intentado suicidarse cortándose él mismo el cuello con una navaja. Tras el relato de Kisuke, el vigilante, ahora inquieto al lado del condenado, se pregunta: «¿Es culpable Kisuke?». Mientras, el barco —¿la vida?— se desliza mansamente por las aguas negras del río.
Los asuntos del valor y abnegación infantil y de la devoción y entrega femenina dan cuerpo a otros tres relatos, «El intendente Sansho», «La señora Yasui» y «Las últimas palabras». El primero, quizá el más emocionante de todos, que da título a este volumen y que fue llevado con éxito al cine por Kenji Mizoguchi en 1954 como El intendente Sansho, está basado en un relato de la colección de sekko bushi («historias edificantes budistas») que durante cierto tiempo había interesado al autor. Se trata de la separación de una madre de sus hijos. Se inicia cuando la madre, sus dos hijos y la criada parten desde el norte de Japón para visitar al padre, desterrado en Kiushu. No tienen en cuenta las asechanzas y peligros del viaje a través de un país donde el rapto, la esclavitud infantil y la crueldad son moneda corriente, pero donde también hay espacio para el milagro…
En «La señora Yasui» se presenta la vida del erudito confuciano Yasui Chuhei y de su esposa, Sayo. Chuhei es tuerto y con el rostro afeado por las viruelas, pero aplicado y perseverante en el estudio. Cuando se hace mayor y su padre decide buscarle una esposa, sabe que la empresa no será fácil por la fealdad de Chuhei. Se lo propone a una joven conocida por su inteligencia, gracias a la cual, piensa el padre, no tendrá en cuenta el aspecto físico de su hijo. Pero la joven rechaza la propuesta. No así su hermana menor, la bella Sayo, que acepta casarse con él. El resto de la historia describe la vida de la pareja hasta la muerte del sabio Chuhei a la avanzada edad de setenta y ocho años. En los seis párrafos finales se narran la cronología y detalles de los descendientes de Chuhei. Enmarcado en la audaz historicidad de detalles, nombres y fechas, Ogai logra una recreación del viejo mito de la Bella y la Bestia: el feo conquista a la bella, que, además, resulta ser una esposa ideal. La creación consciente de otro mito —la proverbial dedicación y belleza moral de la esposa japonesa— contrasta con la objetividad adusta del marco histórico. Por esa vía del contraste, vuelve a adentrarse, como en su primera época, en el terreno mágico de la Belleza.
«Las últimas palabras», publicado en octubre de 1915, es el elogio de la abnegación de una niña y la historia de sus esfuerzos por salvar a su padre, enfrentado a la represión de las autoridades en la época de Edo. Que lo consiga o no, el lector lo sabrá. Es tal vez un trasunto de la amarga realidad que durante toda su carrera el propio Ogai tuvo que vivir a causa sobre todo del autoritarismo de sus superiores militares. El historiador literario Shuichi Kato ha afirmado con justicia que la transformación de los compromisos de la vida cotidiana de Ogai Mori en creación literaria es la clave para apreciar toda su producción[9].
En otro de los relatos, «La historia de Iori y Run», compuesto también en el período 1914-1915, se trata el mismo tema de la lealtad de la mujer, pero ahora flanqueado por dos nuevos: la atracción fatal del samurái por el sable y la fuerza incontrolable del impulso de autodestrucción. La trama es bien sencilla: el feliz regreso a la vida en común de dos ancianos, Iori y Run, separados durante los treinta y siete años de destierro del marido, provocado por una reyerta. Pero, sutilmente, por debajo de esa sencillez, por debajo del árido sabor cronístico de fechas, topónimos y patronímicos, hay una caracterización palpitante, una tersura en el lenguaje, certeramente capturada por la traductora, que parece estallar de fuerza. La impresión producida, como sucede en otros relatos de Ogai, es la de contemplar el flujo lento y apacible de unas aguas por debajo de las cuales bulle una oculta corriente pictórica de significados y fuerza. El novelista contemporáneo Ishikawa Jun escribe acerca de esta historia:
Los dos personajes centrales y sus destinos respectivos se yerguen ante nosotros con viveza, y el mundo descrito en la historia tiene un carácter eterno. Nos hacen, por así decir, subir a la cresta de las olas de la vida que los japoneses han seguido sin interrupción desde el pasado lejano hasta el presente. Cuando tratamos de observar cómo el mundo de esta historia ha sido construido, es probable que antes o después descubramos que nos estamos mirando a nuestros propios pies.[10]
Dos relatos, «Tsuge Shirozaemon» y «Suginohara Shin», marcan la transición de la narración histórica a la biografía, un subgénero que en japonés tiene un nombre, shiden, y que es la única innovación de toda la literatura japonesa de la época de Meiji en cuanto a géneros se refiere. Para los admiradores de Ogai, resume la quintaesencia de su arte como escritor. Antes de él, la biografía en Japón era una suerte de hagiografía patrocinada por el poder, un mero ejercicio de exaltación. Para Ogai será una verdadera investigación científica. Y algo más. Aunque el rasgo dominante de las que escribió Ogai fue el esfuerzo constante por presentar los datos biográficos del modo más objetivo posible, su valor como obra literaria descansa en la identificación del autor con su personaje, en el hálito vital, pero siempre sutil, que insufla a un material que, de no ser por eso, se hubiera quedado en un insoportable alarde de investigación histórica. Es el caso, sobre todo, de la primera de todas, señalizada desde enero de 1916, Shibue Chusai. No solo cumple ambas condiciones, sino que esta obra se avecina en su espíritu a los «relatos líricos» aquí presentados. El autor descubre claramente su simpatía por su biografiado, un médico confuciano desconocido que vivió en la primera mitad del siglo XIX. Es más: Shibue Chusai se puede leer no tanto como una novela enmascarada cuanto como una autobiografía en clave. A través del estudio de la vida de un hombre del pasado que pudo haber sido él mismo, Ogai preserva la distancia entre autor y personaje, que para él parece haber sido una necesidad. En su biografiado halla el hombre y el colega que, consciente de las limitaciones y secretamente a disgusto con su entorno, se sumerge —como hizo el mismo Ogai— en la rutina mecánica del presente. Curiosamente, sin embargo, este elemento de implicación personal que da vida y encanto a esta primera obra del subgénero, Ogai, indiferente a la impopularidad de estas obras entre la mayoría de los lectores y al creciente influjo de la cultura popular, va a tratar de borrarlo cuidadosamente en las otras biografías, Isawa Ranken y Hojo Katei. En los tres casos, sus biografiados son personajes oscuros en los cuales el escritor descubre humanidad y esa silenciosa grandeza tan del agrado en Japón.
En 1917, dos años después de haber dimitido de su rango militar, fue nombrado director de la Biblioteca Nacional y del Museo Imperial, un premio de consolación tras haber sido rechazada su candidatura para ocupar un asiento en la Cámara de los Pares. En septiembre de ese año compone lo que se puede denominar su testamento literario, el Nakajiriki. Vale la pena citar algunos fragmentos del mismo.
La vejez se acerca. Es un deseo humano bastante común revisar las sombras del pasado de uno cuando la luz de la esperanza del futuro se va haciendo más tenue. La vejez nos invita a entrar en el mundo de los recuerdos.
Estudié Medicina y me hice médico aunque, como tal, nunca me impliqué en problemas sociales. Recientemente he escrito estos dos versos: «Indeciso e inútil como una talla en madera podrida / He envejecido sólo para evitar seguir cayendo bajo».
Ha sido en el reino de las letras donde he sido más o menos reconocido. […] Por lo que respecta a la prosa, he hecho incursiones en bastantes relatos como ejercicio para mayores logros, pero fracasé en la novela. Igualmente, en el teatro solo he escrito algunas obras de un acto, insignificantes si se comparan con la multitud de obras de tres actos que veía a lo lejos. En el campo de la filosofía, sentía cierta perplejidad como médico ante la falta de unidad que hallé en las ciencias naturales y me refugié temporalmente en el pensamiento del inconsciente de Hartmann. Tal vez me sentí atraído por las ideas de Schopenhauer porque todavía tenía vagos recuerdos de los conceptos del confucianismo Sung que aprendí de joven. Por lo que respecta a la historia, mis propias experiencias y encuentros me llevaron al final a escribir biografías históricas para la gente a pesar de ser un campo en donde antes esperaba no entrar. Quizá el mismo ímpetu de las ciencias naturales que a Zola le llevó a investigar el linaje de los Rougon-Macquart hizo que mi obra tomara la forma de áridas genealogías.
Sin embargo, jamás fue mi intención ser un escritor o un artista, ni verme como filósofo o historiador. Cuando acertaba a estar en el campo, cultivaba la tierra; y, si estaba a la orilla de un río, me ponía a pescar. En resumen, siempre he sido conocido como un diletante[11].
Hay que matizar, descifrando el código de la proverbial modestia de los japoneses cuando escriben o hablan sobre sí mismos, que no es cierto que permaneciera alejado de problemas sociales. Siempre sintió una profunda preocupación por la pobreza que había en amplios sectores de la población japonesa de su tiempo y trabajó para mejorar las condiciones de vida y de trabajo de sus compatriotas, así como para frenar la represión de la libertad de expresión y el autoritarismo del gobierno japonés.
Murió unos años después de escribir ese testamento, a los sesenta años. Sus años finales estuvieron animados, en lo político, por su constante inquietud ante la propagación del socialismo y las posibles repercusiones en Japón de la Primera Guerra Mundial y la Revolución bolchevique de la vecina Rusia.
Tres días antes de morir, el 6 de julio de 1922, dictó a su amigo íntimo Kako Tsurudo su última voluntad. En este escrito hay unas frases que arrojan una luz turbadora sobre la vida y obra de este hombre conocido por la sociedad como Ogai Mori:
Quiero morir como Rintaro Mori, natural de Iwami. He estado ligado a la Casa Imperial y al Ejército, pero ahora, en el umbral de la muerte, rechazo toda señal de esas dos relaciones. Quiero morir como Rintaro Mori y deseo que mi epitafio solo contenga estas palabras: «Aquí yace Rintaro Mori». Ni una palabra más… Exijo que en mi funeral se rechace cualquier honra u honor por parte de esas dos instituciones…[12]
Fue la única vez en su vida en que se opuso directamente a la autoridad. La cuestión de su identidad, de ser él mismo y no quien los demás querían que fuera, cuando la muerte llamaba a su puerta excluía cualquier otra preocupación: familia, obra, fama. Este deseo vehemente de no identificarse con el Ogai Mori general médico-famoso hombre de letras, de asociarse en la tumba con su nombre real y con un lugar de nacimiento al que jamás había vuelto, de volver a un anonimato estéril, ¿era una forma de insinuar su escepticismo ante su obra y vida en servicio de su país?, ¿un gesto altivo de rebeldía contra una sociedad que en tantas ocasiones había cortado las alas a su individualidad, descubierta por su conocimiento vital de Occidente? Natsume Soseki tal vez sufrió psicológicamente más que Ogai por el desgarro entre individualidad y tradición, pero al menos se pudo identificar felizmente con su papel de escritor. Tal consuelo no lo tuvo este samurái, de rigor intelectual y virtuosismo estilístico, que había dejado los sables por los pinceles, que se había puesto una máscara que tuvo el valor de quitarse cuando se vio con un pie en el estribo de la muerte.
La multiplicidad de sus facetas —médico, militar, gestor, dramaturgo, poeta, novelista, traductor, crítico, creador del lenguaje literario japonés— quedó diluida en la simplicidad sobrecogedora del epitafio elegido por él mismo. La experiencia vital de Ogai Morí se resume en un agudo conflicto bifronte entre lo público —su trabajo— y lo privado —su vida personal—, la ciencia —la Medicina— y el arte —las Letras—, el aprendizaje occidental —primeras obras— y la tradición japonesa —últimas obras—, un microcosmos agónico de la batalla librada a escala nacional por un país que, a fuer de modernizarse, quería ser al mismo tiempo asiático y europeo. Una lid todavía en proceso.
Las seis pequeñas joyas que podrá disfrutar el lector de este libro las escribió el último samurái escritor: una máscara, es decir, una persona, de una sobriedad deslumbrante.
CARLOS RUBIO
Toledo, 26 de septiembre de 2011