Las últimas palabras

Sucedió en Osaka el día veintitrés del undécimo mes del tercer año del período Genbun (1738). Durante tres días, junto a la desembocadura del río Kizu, se expuso un cartel anunciando la decapitación de un marinero llamado Tarobei Katsuraya. Por toda la ciudad se difundieron rumores sobre él, pero quien sintió esta desgracia más profundamente fue su propia familia, que vivía en una casa al lado del puente del río Horie, en Minamigumi. Desde hacía casi dos años, habían cortado prácticamente toda relación con vecinos y conocidos.

Fue la suegra de Tarobei, que vivía en la cercana ciudad de Hirano, quien vino a comunicar a la familia este ya imaginable desenlace. La familia Katsuraya llamaba a esta señora de cabello blanco «la señora abuela de Hirano». Como siempre traía muy buenos regalos a sus cinco nietos, le pusieron este apelativo cariñoso; también su yerno, Tarobei, y su esposa la llamaban así.

Los cinco niños estaban muy encariñados con su adorada abuelita. Cuatro de ellos habían nacido durante los dieciséis años de matrimonio de su hija con Tarobei, a cuya familia la había entregado como esposa cuando cumplió diecisiete años. La hija mayor, Ichi, tenía dieciséis años, y la segunda, Matsu, catorce. El siguiente era un varón de doce años, llamado Chotaro, que Tarobei había recibido en adopción de unos parientes de su esposa cuando era un bebé y a quien había decidido casar con alguna de sus hijas. La siguiente era una niña, Toku, de ocho años. Y finalmente nació el primer hijo varón, Hatsugoro, de seis años.

Como la familia de la madre tenía un hogar próspero en la ciudad de Hirano, los niños se ponían muy contentos con los regalos tan buenos que les traía la abuela. Pero, desde que Tarobei ingresó en prisión, hacía ya dos años, los niños estaban un poco decepcionados porque traía principalmente cosas necesarias para la vida diaria y cada vez menos juguetes y golosinas. Sin embargo, a los niños, rebosantes de energía, apenas les afectaban los cambios que se habían producido a su alrededor. Aunque los regalos de la abuela habían disminuido y su madre estaba disgustada y tenía un aspecto ajado, mal que bien se habían acostumbrado a esta situación y la animada vida diaria seguía como siempre, salpicada de pequeñas peleas y las consiguientes reconciliaciones. Fue entonces cuando acogieron encantados a su abuela, que vino a casa en lugar de su padre, el cual se había ido «a un lugar muy, muy lejano para no volver».

En contraste con esto, desde que sucedió la desgracia, la esposa de Tarobei no dejaba de lamentarse con amargura y, como no había podido asimilar el peso de este sufrimiento, no le agradecía lo bastante a su madre el amor con que mantenía a la familia y la ternura con que siempre la consolaba. Siempre que venía a visitarles, le repetía sin cesar las mismas quejas y, una vez desahogada, la dejaba regresar a su casa.

Desde el principio de esta tragedia, la esposa andaba como atontada, con la mirada perdida, preparaba distraída la comida para los niños y los atendía, sin probar bocado apenas, y, como con frecuencia se le secaba la garganta, bebía poco a poco traguitos de agua caliente. Por la noche, cuando debería haber dormido profundamente debido al cansancio, se despertaba a menudo suspirando. Después se levantaba a coser y a hacer otras labores. Cuando esto ocurría, el primero en despertarse y darse cuenta de que su madre no dormía al lado era Hatsugoro, de cuatro años. Después se despertaba Toku, de seis años. Los niños llamaban a su madre para que volviera a la cama, y, cuando ya tranquilos volvían a dormirse, de nuevo ella se deshacía en profundos suspiros con los ojos bien abiertos. Pasaron dos o tres días y, por fin, la esposa pudo consolarse y desahogarse con su madre, que había venido para quedarse con ellos. Durante dos años, la esposa estuvo trabajando como aturdida y desahogándose a lágrima viva como aquel día, repitiendo los mismos lamentos.

El día en que se colocó el cartel, vino la abuela por la tarde y le habló a su hija del desafortunado destino de su esposo. Sin embargo, ella no se sorprendió tanto como su madre se temía, la escuchó en silencio y, de nuevo, como siempre, repitió las mismas quejas y lloró. Puesto que su hija no reaccionaba como era previsible ante tamaña tragedia, pensó que su actitud dejaba bastante que desear. Mientras tanto, la hija mayor, Ichi, estaba de pie detrás del fusuma[40] escuchando lo que decía su abuela.

La desgracia que le sucedió a la familia Katsuraya es la siguiente:

El esposo, Tarobei, era marinero, pero no pilotaba él mismo los barcos. Era propietario de una nave que hacía la ruta por la región del norte, en la cual tenía empleado a un hombre llamado Shinsichi, que trabajaba como transportista. En Osaka, el oficio de Tarobei se llama isendo —es decir, propietario de un barco—, y el de Shinsichi, okisendo —es decir, capitán de un barco—. Por tanto, Shinsichi iba como okisendo en el barco de Tarobei.

En el otoño del primer año de la era Genbun (1736), el barco de Shinsichi partió desde Akita, en la provincia de Dewa[41], con un cargamento de arroz. Por desgracia, durante la travesía fue sorprendido por una fuerte tempestad que le causó considerables destrozos, y se perdió más de la mitad de la mercancía. Shinsichi vendió el arroz que pudo salvarse y regresó a Osaka con el dinero que obtuvo de la venta.

Entonces, le dijo a Tarobei que ya se sabía en cada puerto que el barco había naufragado y que el dinero que había sacado con la venta del arroz restante no era necesario entregárselo al dueño: «Habrá que emplearlo para construir un nuevo barco, ¿verdad?».

A Tarobei, que hasta entonces había trabajado en su negocio con honradez, al ver la gran pérdida que había sufrido y como tenía el dinero en metálico delante de sus ojos, se le nubló al instante el espejo de la conciencia y decidió quedarse con ese dinero.

Por su parte, el dueño del arroz de Akita, después de enterarse del naufragio del barco, fue preguntando uno a uno si se había salvado algo de arroz y si hubo alguien que lo comprara y, por fin, llegó a saber que Shinsichi había entregado a Tarobei la suma de dinero.

El dueño del arroz fue a Osaka a presentar una denuncia. Shinsichi desapareció sin dejar rastro, y Tarobei fue encarcelado y sentenciado a muerte.

Sucedió la noche en que Ichi estuvo oyendo escondida la terrible conversación de la abuela que había venido de Hirano. La esposa de Tarobei, su madre, después de llorar y lamentarse como siempre de esta desgracia, rendida de cansancio, dormía sumida en un profundo sueño. Junto a ella dormían Hatsugoro y Toku, uno a cada lado, y junto a Hatsugoro dormía Chotaro, mientras que Matsu e Ichi lo hacían junto a Toku. Después de un rato, Ichi, dentro de su futon, dijo algo para sí: «Ah, eso es. Estoy segura de que será posible».

—Hermana, ¿todavía no estas dormida? —dijo Matsu, que oyó sus palabras.

—No hables en voz alta. He tenido una gran idea —dijo Ichi para tranquilizar a su hermana—. Pasado mañana van a matar a nuestro padre —susurró después—. Pienso que es posible evitarlo. Lo que podemos hacer es escribir una carta solicitando su absolución y hacérsela llegar al magistrado. Pero si pedimos solo que no le ejecuten no nos harán ningún caso. Pediremos que perdone a nuestro padre y, a cambio, que nos ejecute a nosotros, sus hijos. Eso es lo que vamos a hacer. Así, si el juez atiende nuestra petición, conseguiremos salvar a nuestro padre. No sé si de verdad nos ejecutarán a todos o solo a mí, perdonando la vida a los demás. Pero, cuando solicitemos el favor, pediremos solo que a Chotaro no le ejecuten junto a nosotros. Como no es verdadero hijo de nuestro padre, no tiene por qué morir; y, como le adoptó pensando en la continuidad familiar, es mejor que no le ejecuten —explicó Ichi a su hermana pequeña.

—Pero tengo miedo —dijo Matsu.

—Entonces, ¿no quieres que papá se salve?

—Sí. Quiero que se salve.

—Escucha, Matsu. Lo que tienes que hacer en ese caso es seguirme y correr la misma suerte que yo. Esta noche voy a dejar escrita la petición y mañana, a primera hora, se la llevaremos.

Ichi se levantó y, en un papel para caligrafía, escribió en hiragana[42] la petición: «Para salvar la vida de mi padre ofrezco a cambio mi vida, la de mis hermanas Matsu y Toku y la de mi hermano pequeño Hatsugoro y solicito que no se ejecute a mi hermano Chotaro, ya que no es su verdadero hijo». Como no sabía bien cómo redactar la carta, la repitió varias veces, utilizando casi todas las hojas que le habían dado para sus ejercicios de caligrafía. Por fin, cuando cantó el primer gallo al amanecer, la terminó.

En cuanto tuvo escrita la petición, como Matsu estaba dormida, la llamó en voz baja y la hizo vestirse con las ropas que tenía dobladas al lado del futon. Después ella también se preparó.

Su madre y Hatsugoro estaban dormidos sin darse cuenta de nada. Chotaro se despertó y dijo:

—Hermana, ¿ya ha amanecido?

Ichi fue hasta el futon de Chotaro y le susurró:

—Todavía es pronto, sigue durmiendo. Nosotras tenemos que ir a solucionar un asunto muy importante relacionado con papá.

—En ese caso, yo también voy —dijo Chotaro, levantándose de repente.

—Bueno —respondió Ichi—. Levántate y te pondré el kimono. Aunque eres pequeño, eres un hombre, y por eso es mejor que vengas con nosotras.

Su madre oyó ruidos como entre sueños, se preocupó un poco, pero, después de darse media vuelta, siguió durmiendo sin abrir los ojos.

Cuando los tres niños salieron con sigilo de su casa, se oía cantar al segundo gallo. Era un amanecer escarchado. Encontraron al sereno, que llevaba un farolillo y venía haciendo sonar el hyoshigi[43]. Ichi le preguntó cómo se llegaba a la residencia del magistrado. El sereno, amable y comprensivo, escuchó con atención la historia de los niños y cortésmente les indicó cómo llegar a la audiencia de la zona oeste. En aquella época, los magistrados de la ciudad eran, al este, Inagaki Awaji no Kami Tanenobu[44], y al oeste, Sasa Matashiro Narimune[45]. En el undécimo mes, le tocaba la jurisdicción mensual a Sasa, el magistrado del oeste. Cuando el sereno les estaba indicando el camino, Chotaro, al oírlo, dijo:

—Yo conozco esa zona.

Y hacia allí se encaminaron las hermanas precedidas por Chotaro.

Cuando por fin llegaron al juzgado del oeste, la puerta todavía estaba cerrada.

—Oiga, oiga, ¿hay alguien? —llamó Ichi varias veces bajo la ventana del vigilante.

Unos instantes después, la ventana se abrió y asomó el rostro de un hombre de unos cuarenta años.

—¿A qué venís, molestando a estas horas?

—Hemos venido a traer una petición para el señor magistrado —dijo Ichi, haciendo una cortés reverencia.

—Hum… —dijo entre dientes aquel hombre, pero no parecía haber comprendido en absoluto el significado de sus palabras.

Ichi volvió a repetirle lo mismo.

—El magistrado no puede recibir a niños. Que vengan vuestros padres —dijo el hombre, que parecía ir comprendiendo poco a poco.

—No es posible. Nuestro padre va a ser ejecutado mañana; por eso venimos a presentar una petición.

—¿Cómo? ¡Que mañana lo van a ejecutar! Entonces, ¿tú eres la hija de Tarobei Katsuraya?

—Sí —respondió Ichi.

—Vaya… —El hombre se quedó un poco pensativo y dijo—: ¡Qué desvergüenza! Incluso los niños parecen no tener respeto a las autoridades. El magistrado no puede recibiros. Marchaos, marchaos —concluyó, cerrando la ventana.

—Después de esta reprimenda creo que debemos irnos —dijo Matsu a su hermana mayor.

—Calla. Aunque nos haya reñido, no debemos marcharnos. Haz lo mismo que yo —dijo Ichi, poniéndose en cuclillas delante de la puerta. Matsu y Chotaro la imitaron.

Los tres niños esperaron durante mucho tiempo hasta que abrieron la puerta. Por fin, se oyó el ruido que hacían al retirar el gran travesaño que la cerraba, y la abrió el mismo hombre que antes se había asomado por la ventana. Ichi avanzó en primer lugar y entró seguida de Matsu y Chotaro. Como Ichi tenía una actitud muy tranquila, el vigilante de la puerta no intentó detenerles de inmediato. Los tres niños avanzaron por el recibidor, y el vigilante, pasmado, les siguió con la vista.

—¡Eh, eh! —les llamó al volver en sí.

—¿Sí? —respondió Ichi, deteniendo sus pasos y volviendo con serenidad la vista atrás.

—¿Adónde vais? ¿No os he dicho antes que os fuerais?

—Eso dijo, pero hasta que no escuchen nuestra petición no tenemos intención de irnos.

—Hum, ¡qué obstinados! De todas formas, no podéis seguir adelante. ¡Venid aquí!

Los niños retrocedieron y fueron al puesto del vigilante. En ese momento, por la puerta contigua salieron dos o tres guardias que rodearon a los niños preguntándoles:

—¿Qué pasa? ¿Qué pasa?

Ichi, como esperando que se produjera tal situación, se agachó, sacó la carta del escote de su kimono y se la ofreció al guardia que encabezaba el grupo. Matsu y Chotaro también se agacharon e hicieron una reverencia. El guardia al que Ichi había ofrecido la carta parecía dudar entre aceptarla o no y, en silencio, se quedó mirando el rostro de Ichi.

—Es una petición para el magistrado —dijo ella.

—Estos chiquillos son los hijos de Tarobei Katsuraya, cuya sentencia ha sido expuesta junto al río Kizu. Vienen a pedir clemencia para su padre —explicó el vigilante de la puerta.

—Bueno. En principio, recibiremos esta petición y después lo consultaremos —dijo el jefe de la guardia, volviéndose hacia sus compañeros.

Nadie puso ninguna objeción. El guardia aceptó la solicitud de manos de Ichi y entró en el recibidor.

El juez Sasa, del distrito oeste, había tomado posesión de su cargo poco tiempo atrás. Todavía no había pasado un año desde que llegó a Osaka. En los asuntos de trabajo, consultaba todo con su colega Inagaki y decidía con la aprobación del consejero delegado del feudal del castillo de Osaka. En cuanto al caso de Tarobei Katsuraya, que había dejado pendiente el juez anterior, le había preocupado mucho, tratándose de un caso tan importante, y, cuando por fin concluyeron los trámites para su ejecución, sintió que se había quitado un gran peso de encima.

Cuando esa mañana llegó el jefe de la guardia nocturna y le comunicó que había una petición para salvar la vida de Katsuraya, justo cuando el caso ya estaba cerrado, lo primero que pensó el juez Sasa fue que venían a estorbarle en su trabajo.

—¿Quién la ha traído? —dijo el juez Sasa con voz malhumorada.

—Las dos hijas y el hijo del condenado. La hija mayor dijo que quería entregarnos esta solicitud y yo la acepté. ¿Desea leerla su señoría?

—Como nuestros superiores crearon con muy noble intención el meyasubako[46], podríamos aceptarla por ese sistema, pero habría que indicarle los trámites necesarios. De todas formas, como ya la tenemos, veamos de qué se trata.

El guardia entregó la carta al juez y este, tras abrirla y leerla, adoptó una expresión extraña.

—Ichi debe de ser la hija mayor. ¿Cuántos años tendrá? —preguntó.

—No se lo he preguntado, pero aparenta unos catorce o quince.

—Ah, ¿sí?

El juez Sasa releyó despacio la petición. Estaba escrita en kana, con una letra infantil, pero con una sorprendente lógica. Incluso para una persona adulta sería difícil escribir bien una carta tan precisa y breve. «No da la impresión de que la haya escrito un adulto o algún granuja para engañar a las autoridades», pensó de pronto, y empezó a reflexionar sobre las medidas que podrían tomar: «El anuncio de la decapitación de Tarobei estará expuesto hasta mañana al atardecer. Hasta que se cumpla la sentencia todavía hay tiempo, y puedo pensar si la acepto o no, y también consultar con algún colega o superior. Si hubiera algún engaño o intención oculta, también sería posible descubrirlos mientras seguimos los trámites. De todas formas, creo que los niños deben marcharse a casa».

Entonces Sasa habló al guardia:

—He leído esta solicitud, pero, como no puede ser aceptada por este juzgado, devuélvesela y diles que la presenten al consejo judicial de la ciudad.

El guardia le comunicó a Sasa que el vigilante había instado a los niños a marcharse, pero que no había habido forma de conseguirlo.

—En ese caso, dadles unos caramelos y tratad de que regresen por las buenas. Y, si no obedecen, hacedles volver a la fuerza.

Cuando el guardia se marchó, el consejero Sukeharu Ota[47] visitó a Sasa.

—No se trata de una visita oficial, he venido por un asunto personal —dijo.

Y, al concluir ese asunto, Sasa le consultó sobre el caso de Tarobei, le expresó su opinión y le pidió instrucciones al respecto. Como a Ota no se le ocurría ninguna solución, decidieron de común acuerdo citar después del mediodía al juez Inagaki, del juzgado del este, a cinco personas del consejo judicial y a los hijos de Tarobei Katsuraya.

—Tal vez haya algún engaño —dijo Ota, y, como pensó que las dudas del juez Sasa a este respecto eran muy razonables, se acordó poner en el lugar del interrogatorio los instrumentos de tortura, con la intención de asustar a los niños y obligarles a decir la verdad.

Justo en el momento en que acababan de tomar estas decisiones, llegó el guardia anterior y se quedó en la puerta mirándoles con expresión interrogante.

—¿Qué ocurre? ¿Se marcharon los niños? —preguntó el juez Sasa.

—Sucedió tal como su señoría había pensado. Les di unos caramelos y les dije que se marcharan, pero Ichi, la hija mayor, no me hizo ningún caso. Por fin, le devolví la carta como pude y les hice volver a la fuerza. La hermana pequeña se fue sollozando, pero Ichi se fue sin llorar.

—Realmente, parece una muchacha con mucho carácter —le dijo Ota a Sasa.

El día veinticuatro del undécimo mes, hacia las tres de la tarde, en el juzgado del distrito oeste tenía lugar una espléndida escena. En el estrado estaban sentados los dos jueces. Al fondo, el consejero ocupaba un asiento especial, aunque no se encontraba allí de forma oficial, sino como oyente del interrogatorio. El encargado de la investigación se hallaba en el corredor lateral, y, a su lado, el notario.

Los vigilantes mostraban tres tipos de instrumentos de tortura, que custodiaban solemnemente en el jardín, donde se veían otros muchos más. Allí llevaron a la esposa y a los cinco hijos de Tarobei Katsuraya y a cinco personas del consejo judicial.

El interrogatorio comenzó por la esposa. Cuando le preguntaron el nombre y la edad, apenas pudo responder, y en las demás preguntas se limitó a responder: «No lo sé» o «Por favor, discúlpenme», y, aparte de eso, no dijo nada más.

Después interrogaron a la hija mayor, Ichi. Tenía dieciséis años, era una muchachilla delgada y todavía parecía un poco niña. Sin embargo, sin un ápice de cobardía, relató con detalle los hechos de principio a fin. Todo empezó la noche en que oyó a escondidas la conversación de la abuela. Al meterse en la cama se le ocurrió la idea, se la contó a su hermana menor Matsu y le pidió su ayuda para llevarla a cabo; después, ella misma escribió la solicitud y, como Chotaro se despertó en ese preciso instante, le permitió que fuera con ellas. Preguntaron el camino para ir al juzgado, y cuando llegaron allí consiguieron hablar con el vigilante; y, después de pedir al grupo de guardias que aceptaran su petición, estos les hicieron volver a la fuerza.

Ichi respondió con gran claridad a todas las preguntas que le hicieron.

—Entonces, ¿no consultaste con otra persona a excepción de Matsu? —le preguntó el interrogador.

—No se lo he dicho a nadie más. Ni siquiera a Chotaro le he contado los detalles. Solo le dije que íbamos a solicitar que, por favor, perdonaran la vida a nuestro padre. Al volver del ayuntamiento, cuando fuimos a consultar al consejo judicial, dije que nosotros cuatro ofreceríamos nuestras vidas a cambio de la de nuestro padre. Chotaro dijo que, en ese caso, él también quería ofrecer su vida, y me pidió que le dejara escribir su propia petición.

Al decir esto Ichi, Chotaro sacó del escote de su kimono la carta que había escrito. Con el consentimiento del interrogador, uno de los vigilantes aceptó la petición y la llevó al estrado. El interrogador la abrió y la comparó con la petición de Ichi, entregada por el consejo antes de que empezara el proceso de investigación.

En su petición, Chotaro decía que él mismo, junto con sus hermanas mayores y sus restantes hermanos, quería ofrecer su vida para salvar la de su padre; el contenido era igual que el de la solicitud de su hermana.

El interrogador llamó a Matsu, pero ella no se dio cuenta. Cuando Ichi le dijo: «Que te ha llamado», Matsu levantó con miedo la cabeza y miró al interrogador en el estrado.

—¿Tú quieres morir junto con tu hermana mayor? —preguntó.

—Sí —dijo Matsu, afirmando con la cabeza.

A continuación llamó a Chotaro.

—Sí —respondió al punto.

—Tal y como has escrito en tu petición, quieres morir junto con tus hermanos, ¿no?

—Como todos van a morir, yo no quiero seguir viviendo solo —explicó con claridad.

El interrogador llamó a Toku. Como había llamado por orden a sus hermanos mayores, se había dado cuenta de que esta vez le tocaría a ella, y se quedó mirando fijamente su rostro.

—¿A ti tampoco te importa morir?

Toku le miró en silencio, sus labios perdieron el color y los ojos se le llenaron de lágrimas.

—Hatsugoro —llamó el interrogador. El pequeño Hatsugoro, de apenas seis años, también se quedó mirando en silencio su rostro—. ¿Tú también quieres morir? —preguntó.

Hatsugoro negó enérgicamente con la cabeza. Al verlo, los que estaban en el estrado sonrieron sin querer. Entonces, el juez Sasa avanzó hasta el borde del estrado y llamó a Ichi.

—Sí —respondió en el acto.

—No veo ningún engaño en todo lo que has dicho. Si hubiese alguna equivocación, por pequeña que fuera, y si se lo contaste o consultaste con alguien, dilo ahora mismo. Si lo callas, te torturaremos con los instrumentos que están allí alineados hasta que digas la verdad —dijo el juez, señalando hacia la esquina donde estaban los instrumentos.

—No, no hay ningún error en lo que he dicho —dijo Ichi clara y firmemente, sin vacilar lo más mínimo, dirigiendo la mirada donde le había señalado. Sus ojos mostraban aplomo y sus palabras rebosaban de serenidad.

—En ese caso, ahora tengo que preguntarte algo: si se aceptase la sustitución, enseguida seríais ejecutados; no podríais ver el rostro de vuestro padre. ¿Aceptas esta condición?

—Acepto —contestó Ichi con la misma entereza. Unos instantes después, parecía que dentro del corazón le quedaba algo por decir, y agregó—: Porque no debe haber ningún error en lo que deciden las autoridades.

Como si de pronto hubiera sido golpeado, el rostro del juez palideció enormemente contrariado; pero enseguida recobró el color habitual y clavó una mirada severa en el rostro de Ichi. Los ojos de ella podrían describirse como «llenos de espanto y teñidos de rencor». Sin embargo, Sasa no dijo nada. Después, susurró algo al interrogador.

—La investigación ha terminado; pueden retirarse —dijo dirigiéndose al consejo judicial.

Mirando a los niños abandonar la sala, Sasa se dirigió a Inagaki y a Ota.

—Es terrible el destino de estos niños —dijo.

En su corazón se borró la imagen de la pobre hija fiel a su padre y la de los pobres niños tontos, quizá instigados por otras personas. Tan solo, frías como el hielo, cortantes como el filo de una espada, seguían resonando las últimas palabras de Ichi.

En el período Genbun (1736-1741), los funcionarios de la familia Tokugawa no conocían la palabra occidental martyrium[48] y en los diccionarios de aquella época todavía no aparecía la palabra «sacrificio». Por eso, no es extraño que ignoraran este potencial comportamiento de los seres humanos, que no conoce distinciones de edad ni de sexo, y que se manifestó, como acaba de verse, en la hija del culpable Tarobei. La voluntad de resistencia encerrada en todo sacrificio fue la flecha que hirió no solo a Sasa, sino a todos los funcionarios presentes en el tribunal.

El consejero del feudal del castillo de Osaka y los dos magistrados pensaron que Ichi era «una muchacha extraña» y que se hallaba poseída por algún espíritu malvado. Por lo cual, a pesar de que no podían sentir mucha simpatía hacia ella, la administración de justicia, que en aquella época era bastante primitiva, procedió como era natural, y el deseo de Ichi se cumplió el pie de la letra.

El caso de Tarobei Katsuraya fue suspendido «en espera de órdenes de las autoridades de Edo». Esta noticia llegó al consejo judicial el día siguiente al proceso, el veinticinco del undécimo mes. Posteriormente, el día dos del tercer mes del cuarto año de la era Genbun (1739) se proclamó el siguiente edicto: «Debido a las ceremonias que tuvieron lugar en Kioto con motivo de la entronización del nuevo emperador, se decreta una amnistía. La pena de muerte de Tarobei Katsuraya queda anulada y se le destierra para siempre de su casa en Miguchi, Tenma, Minamigumi, en el norte de Osaka». De nuevo, la familia Katsuraya fue llamada al juzgado del oeste, donde pudo despedirse del padre.

Este tipo de ceremonia no se celebraba desde el año 1687, cuando fue entronizado el emperador Higashiyama, hasta que cincuenta y un años después, el día diecinueve del undécimo mes de 1738, el emperador Sakuramachi llevó a cabo esta ceremonia, cuatro días antes de que se expusiera el cartel que condenaba a Tarobei Katsuraya.

Décimo mes, cuarto año

de la era Taisho (1915)