Un extraño grupo de viajeros caminaba por la ruta desde Kasuga, en la provincia de Echigo[13], hacia Imazu. Estaba formado por una madre, de apenas treinta años, y sus dos hijos. La niña tenía catorce años y el niño doce. Con ellos iba una criada, de unos cuarenta años, que alentaba a los fatigados hermanos a seguir: «Enseguida llegaremos a alguna posada donde pasar la noche», les decía. De los dos, la niña aparentaba más resistencia y, aunque arrastraba los pies, mantenía fuerte su espíritu y trataba de no mostrar ante su madre y su hermano lo cansada que estaba. De vez en cuando se recordaba a sí misma que debía mantenerse firme y demostrar que podía continuar adelante.
Su indumentaria era la adecuada para el peregrinaje a algún templo cercano, sombreros y varas de bambú, y su actitud, valiente y dispuesta, despertaba ora curiosidad, ora ternura.
El camino por el que pasaban, bordeado a trechos por casas de labradores, estaba lleno de arena y piedrecillas que, mezcladas con la arcilla, se habían endurecido cuando empezó a soplar el seco aire del otoño, y, a diferencia de lo que sucedía en los caminos junto al mar, no les hacían daño en los tobillos al andar.
Pasaron ante una hilera de casas con tejados de paja, una de ellas rodeada por una arboleda de robles que los vespertinos rayos del sol iluminaron de repente.
—¡Oh! ¡Mirad qué hermosas son las hojas otoñales! —dijo la madre, dirigiéndose a sus hijos.
Los niños miraron en silencio hacia donde señalaba su madre.
—Como las hojas están ya tan rojas, no es extraño que haga frío por la mañana y por la noche —intervino entonces la criada.
—Quiero llegar pronto a donde está nuestro padre —dijo de repente la niña, volviéndose hacia su hermano.
—Hermana, todavía queda mucho camino —respondió él juiciosamente.
—Así es. Debemos atravesar todavía tantas montañas como las que hemos atravesado hasta ahora y cruzar ríos y mares en barco. Debemos esforzarnos por andar con energía todos los días —les amonestó su madre.
—Bien, entonces quiero llegar tan pronto como sea posible —dijo la hija.
Siguieron andando un buen rato en silencio. A lo lejos vieron acercarse una mujer que traía un barreño vacío. Era una trabajadora que regresaba de las salinas de la playa.
—Oiga, ¿conoce por aquí algún lugar donde ofrezcan posada a unos viajeros? —preguntó la criada.
La mujer se detuvo y miró con atención a los cuatro.
—¡Ah! Lo siento mucho por ustedes, pero por desgracia ya ha oscurecido, y en este lugar no hay ni una sola casa que aloje a viajeros —dijo entonces.
—¿Cómo es posible? —dijo la criada—. ¿Por qué es tan poco hospitalaria la gente?
Los dos niños se acercaron interesados en la conversación, cada vez más animada.
—No se trata de eso —siguió diciendo la mujer—. En esta tierra hay muchos creyentes y gente buena, pero, como es una orden del gobernador de la provincia, nosotros no podemos hacer nada. ¿Ven aquel camino…? —agregó señalando la dirección por donde había venido—; si van hasta aquel puente, verán allí un letrero donde está escrito todo con detalle. Últimamente anda por aquí mala gente que compra esclavos. Por esa razón nos han prohibido alojar a viajeros. Parece que en los alrededores hay siete familias implicadas.
—En ese caso, estamos en apuros. Creo que los niños no pueden seguir andando más por hoy. ¿Qué podríamos hacer?
—Si van hasta la playa por donde he venido, cuando oscurezca por completo, quizá por allí podrán encontrar algún lugar resguardado para dormir. No les queda más remedio que pasar la noche a la intemperie, pero creo que pueden cobijarse bajo aquel puente. A lo largo de la orilla hay un muro de piedra y muchos troncos grandes apilados, que bajaron flotando desde el curso alto del río Ara. Durante el día, los niños juegan allí debajo, y el interior está oscuro y protegido del viento. Yo voy todos los días, como hoy, a la propiedad del dueño de las salinas, justo en medio del robledal. Cuando oscurezca, les llevaré unas gavillas de paja y unas esteras.
La madre, que había permanecido algo apartada oyendo la conversación, en ese momento se acercó a la mujer.
—Somos muy afortunados por haber encontrado una persona tan amable —dijo—. Vayamos y descansemos allí esta noche. Le estaríamos muy agradecidos si nos pudiera traer unas esteras, al menos para poder hacer un lecho para los niños.
La mujer se mostró de acuerdo y se dirigió hacia el bosque de robles, y los cuatro caminantes se apresuraron hacia el puente.
Llegaron a los pies del puente Oge, que atraviesa el río Ara. Tal como la mujer había dicho, allí había un letrero nuevo en el que estaba escrita la orden del gobernador de la provincia. Si había traficantes de esclavos, ¿por qué no daban una batida por esa zona?, ¿por qué el gobernador prohibía alojar a los viajeros, causándoles así tremendas dificultades? No me parece que esa sea la solución al problema. No obstante, para la gente de aquella época una orden así era algo muy serio. La madre solo sufría por las grandes incomodidades que les causaba esa orden, sin pararse a pensar si era buena o mala.
Al pie del puente había un camino por el cual bajaba la gente a lavar al río. Por allí bajaron hasta la orilla y encontraron, como esperaban, los grandes troncos apilados sobre el muro de piedra. Siguieron a lo largo del muro y se resguardaron bajo ellos.
El niño, lleno de curiosidad, entró valientemente el primero. Arrastrándose hacia el profundo interior, encontró una especie de cueva. El suelo estaba cubierto por grandes tablones de madera, como si fuera un entarimado. Avanzó sobre las tablas hasta llegar al fondo y llamó a su hermana.
—¡Ven enseguida!
Su hermana le siguió con cautela.
—Espera un poco —dijo la criada, descargando el equipaje que llevaba a la espalda. Entonces sacó una de sus prendas de abrigo y, acercándose a los niños, la extendió en el rincón. Pronto se sentaron allí abrazándose a su madre.
Desde que partieron de su casa en Shinobugori, provincia de Iwashiro[14], hasta ahora, habían pasado noches en lugares más descubiertos que este, aunque estuvieran cobijados bajo un techo. Ya se habían ido acostumbrando a la penosa situación, y este lugar no les parecía de los peores. En el equipaje de la criada no solo había ropas, sino también alimentos que guardaba con especial cuidado. Los sacó y los colocó ante los tres.
—Aquí no podemos encender fuego. Podría encontrarnos alguna persona malvada. Voy a acercarme hasta la casa del dueño de las salinas; pediré agua caliente, algunas esteras y gavillas de paja —dijo, y se marchó con paso vivo.
Los niños, entusiasmados, empezaron a comer okosigome[15] y frutos secos.
Unos instantes después, entre las sombras de los maderos oyeron pasos de alguien que se acercaba.
—¿Ubatake? —preguntó la madre, llamando a la criada por su nombre, pensando que se trataba de ella, aunque dudaba que hubiera podido ir y volver tan pronto desde el bosque de robles.
Entró un hombre de unos cuarenta años, de constitución muy fuerte, sin una pizca de grasa, cuyos músculos se le podían contar a través de la piel. En su rostro, como el de una muñeca tallada en marfil, se dibujaba una sonrisa, y en su mano llevaba un rosario budista. Como si se encontrara en su propia casa, echó a andar con paso despreocupado hacia donde estaban cobijados la madre con los hijos y se sentó a su lado junto a los troncos.
La madre y los niños se limitaron a mirarle atónitos. No les pareció que pudiera ser peligroso un hombre de ese aspecto ni sintieron miedo.
—Soy un marinero llamado el capataz Yamaoka —se presentó el hombre—. Últimamente se dice que hay comerciantes de esclavos por estos alrededores y, por eso, el gobierno ha prohibido alojar a los viajeros. Sin embargo, no me parece la medida adecuada para capturar a los malhechores. Siento compasión por los viajeros; por eso, me gustaría servirles de ayuda. Por suerte, como mi casa está alejada de la ruta, si se alojan allí en secreto, no serán descubiertos por nadie. A veces voy por el bosque o bajo el puente en busca de viajeros que duermen a la intemperie, y hasta ahora he alojado a mucha gente. Veo que los niños están comiendo dulces; eso no les llena el estómago y les daña los dientes. En mi casa no hay grandes manjares, pero puedo ofrecerles imogayu[16]. Por favor, vengan sin ninguna preocupación.
Las palabras del hombre parecían más un monólogo que una invitación.
La madre, que le oyó con atención, se conmovió con sus laudables intenciones y no pudo menos que expresar gratitud a este hombre que llegaba incluso a quebrantar una orden para ayudar a los demás.
—Estamos muy agradecidos por su amable invitación —dijo—. Pero, como está prohibido alojar a viajeros, me temo que causaremos muchas molestias a quien lo haga. De todos modos, yo puedo pasar como sea; pero, si pudiera darles de comer a los niños imogayu o algo caliente y alojarlos bajo un techo, le estaríamos eternamente agradecidos.
El capataz Yamaoka afirmó con la cabeza.
—Es usted una dama que sabe tomar sabias decisiones. Entonces, déjenme guiarles —dijo, haciendo ademán de levantarse.
—Por favor, espere un poco más —añadió la madre en tono de lamento—. Ya es bastante carga para usted cuidar de nosotros tres y siento mucho abusar de su bondad, pero tengo que comunicarle que con nosotros viene una persona más.
El capataz Yamaoka aguzó el oído:
—¿Han venido con otra persona? ¿Es hombre o mujer?
—Es la criada que me acompaña para cuidar de los niños. Dijo que iba a buscar agua caliente por aquí cerca y estará a punto de regresar.
—¿Una criada? Bien, en ese caso tendremos que esperarla —dijo el capataz Yamaoka con la expresión tranquila; pero en el fondo de su rostro impasible parecía adivinarse la sombra de una alegría.
En la bahía de Naoe, el sol se ocultaba tras las montañas de Yone y sobre el mar, de un azul intenso, se perfilaba una fina niebla. Un marinero estaba soltando amarras y ayudando a un pequeño grupo a subir a un barco. Eran el capataz Yamaoka y los cuatro viajeros que habían pasado la noche en su casa.
Después de encontrar al capataz bajo el puente Oge, la madre y los niños esperaron con este a que la criada, Ubatake, regresara con el agua caliente, que por fin trajo en una jarrita medio rota para sake[17], y se fueron a su casa a pasar la noche. Ubatake les siguió con una expresión llena de preocupación y de temor. Yamaoka les alojó en una cabaña que estaba en un bosque de pinos, al sur de la ruta que habían tomado, y les ofreció imogayu. Ellos le preguntaron sobre el itinerario que deberían seguir en su viaje. Y, después de acostar a los agotados niños, la madre habló sobre su situación, a grandes rasgos, con su anfitrión bajo la tenue luz de la lámpara.
Ella dijo que era de Iwashiro. Su esposo había ido a Tsukushi, y, como no regresaba, había emprendido este viaje en su búsqueda con los niños. Ubatake estaba en su casa como niñera desde que nació su hija. Como no tenía familiares, había decidido acompañarles en este largo y arriesgado viaje. Ahora, aunque habían llegado hasta allí, pensando en la distancia que les quedaba todavía hasta Tsukushi, se podría decir que era como si acabasen de salir de casa. A partir de este momento, no sabía si era mejor seguir su camino por tierra o por mar. Como Yamaoka era marinero, seguramente debía de conocer esas tierras tan lejanas, y la madre le pidió consejo.
El capataz Yamaoka, como si considerase esa pregunta la más simple de todas las cuestiones, sin dudar un momento le aconsejó ir por mar. En un viaje por tierra, siguió diciendo, les esperarían dificultades desconocidas al pasar la frontera de la vecina región de Etchu[18], donde las embravecidas olas azotan las escarpadas rocas. Los viajeros tienen que esperar en el interior de alguna cueva a que se calmen las olas para poder atravesar el estrecho camino bajo las afiladas rocas. Cuando eso ocurre, los padres no pueden volver la vista atrás para proteger a sus hijos, ni los hijos pueden ayudar a sus padres. Las olas les impiden verse mutuamente. Es un paso muy difícil y angosto.
Añadió que, por otra parte, atravesar la montaña también era muy arriesgado, pues, si pisaban alguna piedra suelta o daban un paso en falso, se exponían a caer a las profundidades del valle. «Antes de llegar a la región del oeste se encontrarían con innumerables peligros», sentenció. En cambio, viajar en barco era más seguro.
—Si encuentran algún marinero de confianza, podrán recorrer cien o incluso mil ri[19] sin ningún esfuerzo. Yo no puedo ir hasta las provincias del oeste, pero conozco a algunos marineros en varias provincias que podrían conducirles a algún barco que llegue hasta aquella zona. Mañana temprano partiremos en el barco —propuso el capataz con la mayor naturalidad.
Al amanecer, Yamaoka y sus cuatro huéspedes salieron de su casa con paso ligero. Entonces, la madre sacó dinero de una pequeña bolsa con la intención de pagarle el alojamiento. El marinero lo rechazó diciendo que no aceptaría nada, pero que le guardaría bien tan valiosa bolsita con el dinero.
—Los objetos de valor debe guardarlos el posadero cuando se alojen y el marinero en caso de que se embarquen —afirmó.
La madre, desde que había aceptado que el capataz Yamaoka les alojara en su casa, se mostraba cada vez más confiada y decidida a seguir sus consejos. Aunque le estaba muy agradecida por su ayuda, ya que había llegado hasta a quebrantar la ley ofreciéndoles alojamiento, eso no significaba que confiara en él hasta el punto de hacer todo lo que dijera sin dudar lo más mínimo. Pero en las palabras del capataz había un cierto tono enérgico que empujaba a la gente y le hacía merecer el interés de la madre, impidiéndole oponer resistencia. Esto tenía algo de terrible. Pero la madre pensaba que no tenía miedo de él. Ella no comprendía con claridad su propio corazón.
La madre subió al barco con la sensación de que no le quedaba más remedio que hacerlo. Los niños, contemplando la calmada superficie del mar, que se extendía ante sus ojos como una gran alfombra azul, subieron al barco sintiendo la intensa emoción de lo desconocido. Solamente Ubatake reflejaba una profunda preocupación en su rostro desde el día anterior, cuando salieron de debajo del puente Oge. El capataz Yamaoka soltó amarras y empujó la orilla con la pértiga; el barco, tambaleándose un poco, empezó a deslizarse.
Durante un rato, Yamaoka fue bordeando la costa hacia el sur, remando en dirección a la frontera de la provincia de Etchu. La niebla desapareció en unos instantes y las olas brillaban bajo el sol. Navegaban a la sombra de rocas, por unos lugares completamente desiertos, sin el menor rastro de existencia humana. Las olas lavaban la arena y arrastraban algas marinas.
Llegaron donde había dos barcos anclados. Los barqueros, al ver a Yamaoka, gritaron:
—¿Qué hay? ¿Se ofrece algo?
Yamaoka levantó la mano derecha mostrando el dedo pulgar doblado y después amarró también el barco.
La señal de doblar solo el dedo pulgar significaba que venía con cuatro personas. Uno de los barqueros se llamaba Miyazaki no Saburo y era de Miyazaki, en la provincia de Etchu. Él mostró a Yamaoka la mano izquierda abierta. Según habían acordado, la mano derecha indicaba el número de mercancías y la mano izquierda indicaba el precio ofrecido. Por tanto, ese gesto indicaba el precio de cinco kanmon[20].
—¡Eh, yo pujo más alto! —gritó el otro barquero, levantando rápido el brazo izquierdo, y, después de mostrar la mano abierta, mostró el dedo índice recto. Su nombre era Sado no Jiro y ofrecía seis kanmon.
—¡Te atreves a desafiarme, eh, bellaco! —gritó Saburo levantándose.
—¡Eres tú el que trató de pujar más alto que yo! —gritó Jiro, preparándose para la pelea.
Los dos barcos se tambalearon y sus cubiertas quedaron salpicadas de agua.
El capataz Yamaoka miró con frialdad los rostros de ambos barqueros, estudiándolos.
—No os precipitéis. Ninguno de los dos va a volver con las manos vacías. Para que los señores viajeros no vayan apretados, podemos zanjar el asunto repartiendo dos para cada uno. El precio será el último ofrecido —y, después de decir esto, Yamaoka se volvió a mirar a los viajeros—. Por favor, suban dos a cada barco. Ambos se dirigen hacia la región del oeste, pero, si se los sobrecarga, no resisten bien.
Yamaoka ayudó a los dos niños a montarse en el barco de Saburo y a la madre y a Ubatake en el de Jiro. Y, en esa misma mano que había ayudado a los viajeros, cada barquero dejó unas cuantas monedas engarzadas por una cuerda.
De pronto, Ubatake, tirando de la manga a su señora, exclamó:
—¡El marinero nos guardó la bolsa con el dinero…!
Pero Yamaoka ya había zarpado solo en su barco, tras gritarles:
—Yo con esto me despido. De unas manos seguras les dejo en otras también seguras. Ya he cumplido mi deber. Espero que les vaya muy bien.
Los remos resonaban con mayor velocidad y el barco de Yamaoka cada vez se alejaba más y más.
—Iremos por la misma ruta para atracar en el mismo puerto, ¿verdad? —dijo la madre a Jiro.
Saburo y Jiro se miraron y rompieron a reír a grandes carcajadas.
—He oído que el abad del templo Rengebu-ji dice que un barco en el que montas es un enviado de Buda para pasar de la orilla del infierno a la del paraíso —dijo Jiro.
Los dos marineros soltaron amarras en silencio. Sado no Jiro se dirigió hacia el norte y Miyazaki no Saburo hacia el sur. La madre y los hijos se llamaban desesperados, pero los barcos se alejaban cada vez más.
—¡El destino fatal ha caído sobre nosotros! —gritó la madre acongojada de angustia, levantándose y aferrándose a la borda—. Quizá no nos volvamos a ver nunca. ¡Anju!, guarda bien la imagen del jizo[21], vuestro amuleto protector. ¡Zushio!, lleva siempre contigo la espada protectora que te regaló tu padre. ¡No os separéis nunca!
Anju era el nombre de la hija y Zushio el del hijo.
Los niños no hacían más que llamar a su madre. La distancia entre los dos barcos iba aumentando. Se veía a los niños gritar, pero las mujeres ya no oían su voz y en la lejanía parecían pajarillos esperando la comida.
Ubatake se dirigió a Sado no Jiro:
—¡Oiga, oiga, señor capitán!
Pero este no le hizo ningún caso, y la criada, de repente, se aferró a sus piernas, fuertes como troncos de pino rojo.
—¡Señor capitán! ¿Qué está haciendo? —imploró—. ¿Cómo podemos seguir viviendo después de habernos separado de los niños? La señora piensa lo mismo. Su vida sin los niños no tiene sentido. Por favor, vaya tras el otro barco. ¡Se lo ruego!
—¡Cierra la boca! —gritó Jiro, volviéndose hacia atrás y dándole un puntapié.
Ubatake cayó en la cubierta. Su cabello se desató desparramándose por la borda del barco.
Ubatake se levantó.
—Perdóneme, señora. No puedo soportar esto —dijo, y se lanzó al mar de cabeza.
—¡Eh! —gritó el marinero, alargando el brazo para sujetarla; pero ya era demasiado tarde.
La madre se quitó su uchigi[22] y lo puso delante de Jiro.
—Es una prenda de poco valor, pero quisiera dársela como muestra de mi agradecimiento, y, con esto, yo también me despido —dijo, poniendo las manos en la borda del barco, dispuesta a seguir a Ubatake.
—¡Usted está loca! —gritó Jiro, agarrándola del cabello y arrastrándola a cubierta—. ¿Cómo voy a dejarla morir? Es una mercancía muy valiosa.
Sado no Jiro sacó las amarras del barco y con ellas ató con fuerza a la madre, dejándola tumbada sobre la cubierta. Después se puso a remar rumbo al norte.
Miyazaki no Saburo, bordeando la costa, se dirigió al sur, llevando a bordo a los niños, que llamaban desesperados a su madre.
—¡Dejad ya de llamarla! —les riñó—. Aunque os oigan los peces del fondo del mar, vuestra madre ya no puede oíros. Probablemente hayan atravesado Sado y ya las estarán haciendo trabajar espantando a los pájaros que vienen a picotear la cosecha de mijo.
Anju y Zushio se abrazaron y lloraron. Habían dejado atrás su pueblo natal para hacer un largo viaje junto a su madre; ahora habían sido capturados y separados de ella a la fuerza, y no sabían qué hacer. Aterrados de angustia, eran incapaces de imaginar hasta qué punto esta separación podía afectar a sus destinos.
Al llegar el mediodía, Saburo sacó unas tortas de arroz y se puso a comer. Dio una a Anju y otra a Zushio. Los dos niños, con las tortas en las manos, sin ganas de comerlas, se miraron y lloraron. Por la noche, también hechos un mar de lágrimas, se acostaron bajo la estera de juncos con que les cubrió Saburo.
De esta forma pasaron varios amaneceres y atardeceres. El barquero navegó por las bahías y puertos de Etchu, Noto[23], Echizen[24], Wakasa[25], con la intención de buscar un buen comprador para su mercancía.
Sin embargo, los dos niños, aunque jóvenes, daban la impresión de tener un cuerpo débil; por eso, no hallaba a nadie dispuesto a comprarlos y, cuando por fin encontraba a alguien interesado, no llegaban a un acuerdo sobre el precio.
—¿Hasta cuándo vais a seguir llorando? —les reprendió Saburo, que poco a poco iba perdiendo la paciencia, con ganas de pegarles.
Continuó de un lugar a otro con su barco, hasta que llegó al puerto de Yura, en Tango. Allí había un lugar llamado Ishiura, donde vivía un rico propietario llamado el intendente Sansho. Poseía grandes mansiones y tierras, en las que sus esclavos trabajaban plantando trigo y arroz, cazando en la montaña, pescando en el mar, criando gusanos de seda, tejiendo en los telares, forjando el hierro, elaborando piezas de cerámica, esculpiendo la madera o realizando algún otro de los muchos quehaceres que había. Tratándose de personas, aquel compraría todas las que le ofrecieran y les buscaría alguna labor. Saburo, como tenía una mercancía que hasta ahora nadie había comprado, se dirigió con ellos a visitar la hacienda del intendente Sansho. El encargado de los esclavos, que acababa de regresar del puerto, enseguida compró a Anju y a Zushio por siete kanmon.
—Bueno, ahora que me he quitado de encima a estos chiquillos, me siento mucho mejor —dijo Miyazaki no Saburo, metiéndose en el bolsillo el dinero recibido. Y entró en una taberna junto al muelle.
Una resplandeciente hoguera de carbón ardía en medio de la estancia central de la enorme mansión, construida sobre unos pilares tan gruesos que no los abarcarían los brazos de un hombre. Allí en el fondo estaba el intendente Sansho sentado sobre tres cojines apilados y reclinado en un reposabrazos. Le flanqueaban, sentados, sus dos hijos, Jiro y Saburo, como dos leones guardianes de un templo. El intendente Sansho había tenido tres hijos; pero el mayor, Taro, cuando tenía dieciséis años, presenció cómo su padre grababa a fuego una señal en un esclavo que había intentado escaparse, y, sin decir nada, se fue de casa y no volvieron a saber de él. Este incidente había sucedido diecinueve años atrás.
El jefe de los esclavos llevó a Anju y a Zushio a aquella estancia, los presentó y les ordenó que hicieran las debidas reverencias. Parecía que los niños no habían oído sus palabras y, sin parpadear, miraban atónitos al intendente Sansho.
Ese año, el intendente había cumplido sesenta años. Tenía un rostro rojizo, de frente amplia y mandíbula prominente. Su pelo y su barba brillaban plateados. Los niños, más sorprendidos que aterrados, seguían mirando su rostro fijamente.
—¿Estos son los niños que has comprado? —preguntó el intendente—. Son distintos de los esclavos que traes otras veces. Dices que no sabes para qué utilizarlos y que son extraños, pero, ya que me los has traído, no sé… Están pálidos y delgados. Yo tampoco sé para qué utilizarlos.
—Padre, les estoy observando desde hace un rato, y, aunque antes les han dicho que hagan las reverencias, no las han hecho, ni se han presentado como otros esclavos —dijo Saburo, el menor de sus hijos, de treinta años, que estaba a su lado—. Aunque parecen débiles, son obstinados. En principio, los varones deben cortar leña y las mujeres extraer sal. Hagámosles hacer esas labores.
—Tal y como dice, a mí tampoco me han dado a conocer su nombre —dijo el jefe de los esclavos.
—¡Parecen imbéciles! Bien, yo les pondré nombre —el intendente Sansho sonrió burlonamente—. La niña se llamará Itatsuki wo Shinobugusa[26] y el niño Wagana wo Wasuregusa[27]. Shinobugusa irá a la playa y cada día secará tres medidas de sal. Wasuregusa irá a la montaña y cortará tres haces de leña. Traerán tanta carga como les permita su débil cuerpo.
—Creo que estás siendo demasiado generoso —dijo Saburo—. ¡Venga, jefe!, lléveselos rápido y entrégueles las herramientas.
El jefe llevó a los niños a la cabaña de los esclavos recién llegados. A Anju le dio un balde y una pala de agua, y a Zushio, un cesto y una hoz. Después, a cada uno le entregó una fiambrera para llevar el almuerzo del mediodía. La cabaña de los esclavos nuevos estaba en un lugar diferente de donde vivían los demás. Cuando se fue el encargado, todo alrededor quedó a oscuras.
Al día siguiente por la mañana hacía un frío espantoso. La víspera, como la ropa de cama estaba muy sucia, Zushio había salido a buscar una esterilla. Y, como habían hecho en el barco, los dos se cubrieron con ella y se durmieron.
Tal como le había enseñado el jefe de los esclavos el día anterior, Zushio cogió su fiambrera y se dirigió a la cocina a recoger el almuerzo. El tejado y la paja desperdigada sobre la tierra estaban cubiertos de escarcha. Sobre el extenso suelo de tierra batida de la cocina, un gran número de esclavos esperaban que les dieran la comida. Como el lugar que les correspondía a hombres y mujeres era diferente, regañaron a Zushio por intentar recoger su ración y la de su hermana. Pero, cuando prometió que a partir del día siguiente vendría cada uno a recoger sus provisiones, además de llenarle las dos fiambreras, le dieron dos raciones de arroz cocido con sal y dos cuencos de madera con agua caliente.
Mientras desayunaban, los dos hermanos llegaron a la valiente conclusión de que, dadas las adversas circunstancias y la situación en que se encontraban, no les quedaba sino doblegarse ante el fatal destino. Por lo tanto, la hermana debía ir a la playa y el hermano a la montaña. Atravesaron juntos el portal de madera que daba paso a las posesiones del intendente Sansho y, pisando la escarcha, se separaron, uno hacia la izquierda y otro hacia la derecha, mientras se volvían varias veces para mirarse.
La montaña adonde enviaron a Zushio estaba cerca del pico de Yura, un poco hacia el sur desde Ishiura. La zona donde tenía que cortar leña no estaba lejos del pie de la montaña. Pasando por un trecho cubierto de rocas color violeta, se llegaba a una extensa llanura poblada por un frondoso bosque.
Zushio se quedó de pie en medio del frondoso bosquecillo, mirando los alrededores. Pero, como no sabía de qué forma cortar leña, durante unos instantes se quedó de brazos caídos, y, cuando empezó a fundirse la escarcha matinal, se sentó tranquilo sobre las hojas secas, apiladas como cojines, y dejó pasar el tiempo. Al poco rato volvió en sí, y, al cortar unas ramas, se hirió en un dedo. Entonces, se volvió a sentar sobre las hojas; si en la montaña hacía tanto frío, su hermana, que había ido a la playa, sin duda lo estaría pasando mucho peor. Pensando eso, se echó a llorar.
Cuando el sol ya estaba bastante alto, pasó por allí un leñador que bajaba la montaña con su haz cargado a la espalda.
—¿Tú también eres esclavo del intendente Sansho? —preguntó al ver a Zushio—. ¿Cuántos haces de leña tienes que cortar al día?
—Debo cortar tres, pero todavía no he hecho más que empezar —respondió Zushio con honradez.
—Si son tres haces al día, con cortar dos hasta el mediodía es suficiente. Te enseñaré cómo se hace.
El leñador descargó la leña que traía a la espalda y enseguida le cortó un haz. Zushio, decidido a hacer su labor, cortó otro haz antes del mediodía y por la tarde cortó uno más.
Su hermana Anju, bordeando la orilla del río hacia el norte, se dirigió a la playa. Cuando por fin llegó a las salinas, tampoco ella sabía de qué forma se extraía la sal. Sacó fuerzas de su corazón y se dispuso a empezar, pero, tan pronto como depositó la pala en la arena, se la llevaron las olas.
La muchacha que estaba a su lado extrayendo la sal la recogió con gran rapidez y se la devolvió.
—Así no puedes secar la sal —dijo—. Te enseñaré cómo se hace. Con la mano izquierda coges el balde, con la derecha la pala, y vas echando agua en el balde.
Finalmente, le secó una medida de sal.
—Muchas gracias —dijo Anju—. Gracias a tu ejemplo, ya he aprendido a hacerlo. Voy a intentarlo yo misma.
A esta muchacha le gustó la inocente y dócil Anju. Mientras almorzaban juntas, se contaron su historia e hicieron un juramento de hermanas. La muchacha le dijo a Anju que se llamaba Ise no Kohagi, ya que era de Ise, y que había sido comprada en Futamigaura.
Así pasaron los niños ese primer día. Ambos consiguieron finalizar con éxito su tarea: la hermana, las tres medidas de sal, y el hermano, los tres haces de leña, una parte de ambas gracias a la bondad de sus compañeros.
Iban pasando los días. Anju, extrayendo sal del mar, pensaba en Zushio; y él, cortando leña en el bosque, pensaba en su hermana. Esperaban el atardecer y, al regresar a la pequeña cabaña, se tomaban las manos y añoraban a su padre, que estaba en Tsukushi, y a su madre, que estaba en Sado. Y hablaban y lloraban, y lloraban y hablaban…
Así transcurrieron diez días y llegó el momento en que tenían que dejar la cabaña destinada a los recién llegados. Esto implicaba que debían unirse a sus respectivos grupos de esclavos y esclavas. Los dos dijeron que preferían la muerte antes que la separación. El jefe de los esclavos se lo comunicó al intendente Sansho.
—¡Qué estupidez! —respondió—. Llevadle a él al grupo de los esclavos y a ella al grupo de las esclavas.
Cuando el encargado se disponía a cumplir esta orden, Jiro, que estaba a su lado, le detuvo.
—Tal como has dicho, está bien que separemos a los niños, pero han dicho que no se separarán aunque mueran —dijo a su padre—. Como son unos estúpidos, es posible que se quiten la vida. Aunque él corte poca leña y ella extraiga poca sal, no podemos perder mano de obra. Yo creo que podríamos llegar a un buen arreglo.
—Es verdad. Yo también detesto que haya pérdidas. Bien, haced como os parezca —dijo el intendente Sansho, dirigiendo su mirada a otro lado.
Jiro tenía una cabaña construida en el recinto de la residencia de su padre, y allí instaló a los dos hermanos.
Un día al atardecer, los dos niños, como siempre, estaban hablando de sus padres. Al pasar por allí, Jiro escuchó su conversación. Normalmente, vigilaba los alrededores de la mansión por si los esclavos débiles eran víctimas de robos o de algún abuso por parte de los esclavos fuertes o por si se producían altercados.
—Aunque añoréis a vuestros padres, Sado está lejos y Tsukushi más lejos aún. No son lugares a los que puedan ir unos niños solos. Si queréis ver a vuestros padres, lo mejor es que esperéis a cuando seáis mayores —dijo Jiro, entrando en la cabaña, y sin añadir nada más se marchó.
Unos días después, al atardecer, de nuevo estaban hablando de sus padres. En esta ocasión fue Saburo el que pasó por allí y les oyó. A Saburo le gustaba cazar pájaros en los nidos, y estaba buscándolos, provisto de arco y flechas, entre las arboledas del recinto de la mansión.
Los dos estaban hablando de sus padres, a los que deseaban ardientemente ver, pensando qué podían hacer, tratando de decidir qué pasos debían dar para conseguirlo, fantaseando incluso sobre los distintos modos de escapar.
—No es porque seamos pequeños; de cualquier forma, no podemos realizar tan largo viaje. Pero queremos hacerlo —dijo la hermana—. Pensándolo bien, es completamente imposible que podamos huir juntos. No te preocupes por mí, debes escapar solo. Entonces, irás primero a Tsukushi y, cuando encuentres a nuestro padre, le preguntarás qué podemos hacer. Después iréis a Sado a buscar a nuestra madre.
Desgraciadamente, Saburo oyó estas palabras.
—¡Eh! ¡No soñéis con escaparos! —dijo, entrando de repente en la cabaña con el arco y las flechas en las manos—. A los que intentan huir les grabamos a fuego la señal con unas varillas de hierro candente. Es la norma de esta casa.
Los niños palidecieron.
—Todo es mentira —dijo Anju tras acercarse a Saburo—. Si mi hermano huyera solo, ¿hasta dónde podría llegar? Como tenemos muchas ganas de ver a nuestros padres, dijimos eso. El otro día también le dije a mi hermano que me gustaría que nos convirtiéramos en pájaros y que voláramos juntos. Todo son imaginaciones.
—Mi hermana tiene razón —añadió Zushio—. Siempre nos entretenemos hablando como ahora sobre sueños que no podemos realizar porque echamos mucho de menos a nuestros padres.
Saburo escudriñó los rostros de ambos, y durante un rato permaneció en silencio.
—Hum… Si son mentiras, no importa; lo cierto es que yo he oído lo que habéis dicho —dijo, marchándose de repente.
Esa noche, los dos se acostaron con el amargo sabor de boca de este recuerdo. Tras dormir un rato, de pronto oyeron un ruido y se despertaron. Desde que habían llegado a esa cabaña tenían permitido utilizar una linterna. Al alumbrar con la tenue luz de esa lámpara, vieron a Saburo de pie junto a su almohada. Se acercó hasta ellos, les agarró de la mano y les arrastró hasta la puerta. Bajo la pálida luz de la luna, les condujo por el mismo largo pasillo que habían recorrido cuando fueron llevados por primera vez ante el intendente Sansho. Subieron tres escalones, atravesaron un pasillo y, dando vueltas y más vueltas por los corredores de la mansión, llegaron a la misma sala que habían visto unos días antes. Allí se encontraron rodeados por una gran cantidad de personas sentadas en silencio. Saburo les arrastró hasta el gran brasero que ardía rebosante de candentes carbones. Cuando les sacó a la fuerza de la cabaña, se disculparon repetidas veces; pero, a pesar de eso, les arrastró hasta allí sin responder. Finalmente, los dos niños también se callaron. El intendente Sansho estaba sentado sobre tres grandes cojines al otro lado del brasero. Su enrojecido rostro, brillando a la luz de las dos antorchas que le flanqueaban, parecía estar ardiendo.
Saburo retiró unas varillas metálicas de atizar las brasas y, sosteniéndolas en la mano, se quedó mirándolas unos instantes. Al principio eran de un rojo vivo transparente y poco a poco se fueron ennegreciendo. Entonces, Saburo las fue acercando al rostro de Anju. Zushio trató de impedirlo agarrándolo por el codo. Saburo lo derribó de una patada y lo inmovilizó bajo su rodilla derecha. Al fin, grabó una cruz a fuego en la frente de Anju, cuyo desgarrado grito resonó en toda la sala rompiendo el silencio.
Saburo dejó a Anju y, levantando a Zushio, que estaba bajo su rodilla, también grabó en su frente una cruz con las varillas candentes. Esta vez, el grito de Zushio se mezcló con el ya casi apagado sollozo de su hermana. Saburo tiró las varillas y, tal como había hecho la primera vez que los trajo a esa sala, los volvió a agarrar de la mano y, después de mirar a su alrededor, rodeó el edificio principal llevándolos hasta los tres escalones, donde los dejó tirados sobre la tierra helada. Los dos niños, sintiendo el intenso dolor que les causaba la herida y con el corazón aterrado, se quedaron allí apenas sin sentido. Poco a poco, trataron de sacar fuerzas para levantarse y, casi sin fuerzas para andar, regresaron a la cabaña. Los dos hermanos, medio desmayados sobre su lecho, permanecieron allí inmóviles como muertos.
—Hermana, rápido, saca nuestro jizo —gritó entonces Zushio.
Anju se levantó tan rápida como pudo y sacó la bolsa de piel. Con manos temblorosas, soltó el nudo y, sacando la estatuilla, la puso junto a la almohada. Los dos se postraron delante de la imagen. Tenían los dientes apretados con fuerza para poder soportar el dolor, pero en ese momento desapareció como por arte de magia. Al pasarse la palma de la mano por la frente, descubrieron que se había borrado la cicatriz. Entonces, se despertaron sorprendidos. Se incorporaron sobre el lecho y hablaron sobre su sueño. Los dos habían tenido el mismo. Anju sacó el amuleto y lo puso junto a la almohada, como había hecho en el sueño. Se arrodillaron ante esta imagen, iluminada bajo la débil luz de la lámpara, y miraron la frente del jizo. A ambos lados de la sagrada marca blanca tenía esculpida una nítida cruz.
Desde la noche en que Saburo oyó su conversación y tuvieron esta horrible pesadilla, la mirada de Anju se fue volviendo dura. En su rostro apareció una expresión amarga, el entrecejo empezó a arrugársele, sus ojos miraban fijos a la lejanía y permanecía en absoluto silencio. Antes, al volver al atardecer de la playa, esperaba a que su hermano regresara de la montaña y conversaban largo y tendido. Pero ahora apenas hablaban.
—Hermana, ¿qué te pasa? —preguntó Zushio preocupado.
—No me pasa nada, no te preocupes —repuso sonriendo con esfuerzo.
Lo que había cambiado en Anju era tan solo su expresión, pues seguía haciendo y diciendo lo mismo que antes. Pero Zushio, que seguía consolándola y se consolaba con ella, al ver su expresión cambiada, sufría profundamente y no podía desahogarse con nadie. El mundo que rodeaba a los dos hermanos se volvió mucho más triste que antes.
Cayeron varias nevadas y el año llegó a su fin. Los esclavos y esclavas dejaron de trabajar fuera y empezaron a hacer labores dentro de la casa. Anju hilaba y Zushio trituraba la paja. No era necesario aprender a triturar la paja, pero hilar era difícil. Al anochecer, venía Kohagi a ayudarle y enseñarle. No solo había cambiado la actitud de Anju hacia su hermano; tampoco hablaba apenas con Kohagi y, poco a poco, fue perdiendo su actitud cariñosa. Pero esto no afectaba al estado de ánimo de Kohagi, que sentía compasión por Anju y la acompañaba.
Como decoración de Año Nuevo colocaron arreglos de pino en la puerta de la mansión del intendente Sansho. Sin embargo, no hubo celebraciones y, como las mujeres de la familia vivían al fondo y apenas salían, no se notaba un ambiente animado. Solo los jefes y los esclavos se dedicaban a beber sake, y en la cabaña de estos de vez en cuando surgía alguna disputa. Pese a que provocar peleas estaba severamente castigado, el jefe de los esclavos hacía la vista gorda en estas fechas. Y en caso de que se produjese algún derramamiento de sangre fingía no saber nada. En cualquier caso, aunque se cometiera algún asesinato, tampoco le daba importancia.
De vez en cuando, Kohagi iba a visitarles a la triste cabaña, llevando algo de la animación de la vivienda de las esclavas. Mientras hablaba, llenaba de una alegría primaveral la sombría habitación; tanto que en esa época hasta en la expresión cambiada de Anju empezó a florecer la sombra de una sonrisa que apenas se veía.
Pasaron los tres días de las fiestas de Año Nuevo y volvieron a empezar los trabajos dentro de la casa. Como antes, Anju hilaba y Zushio trituraba la paja. Por la noche, aunque viniera Kohagi, Anju ya se había acostumbrado de tal manera a hilar con la rueca que no necesitaba su ayuda. A pesar de que a Anju le había cambiado la expresión, el estar repitiendo siempre, tan silenciosa, el mismo trabajo sin ningún estorbo y con esmero parecía que le daba una gran tranquilidad. Zushio, que ya no podía hablar con Anju como antes, se sentía muy reconfortado cuando Kohagi hablaba con su hermana mientras estaba hilando.
Llegó la época en que el agua se tornó templada y brotó la hierba. La víspera del día en que comenzaban los trabajos fuera de la casa, Jiro, que estaba vigilando los alrededores de la mansión, se dirigió a la cabaña de los niños.
—¿Qué hay por aquí? ¿Podréis salir a trabajar mañana? Entre tanta gente hay algunos que están enfermos. Como acabo de hablar con el jefe de los esclavos, todavía no conozco bien la situación, y hoy estoy haciendo la ronda por todas las cabañas.
Zushio, que estaba triturando la paja, trató de responder; pero, antes de que dijera nada, Anju, que estaba hilando, dejó su labor y, con desacostumbrada expresión, avanzó de repente hasta ponerse delante de Jiro.
—En cuanto a ese asunto, tengo un favor que pedir —dijo—. Yo quisiera que me dejasen trabajar en el mismo lugar que mi hermano. Por favor, déjennos ir juntos a la montaña. Se lo ruego, haga lo posible por nosotros —su pálido rostro había recobrado el color sonrosado y los ojos le brillaban.
Zushio, sorprendido al ver la expresión de su hermana cambiada por segunda vez, se extrañó de que hiciera esta petición sin consultarle a él primero y se quedó contemplándola fijamente. Jiro, en silencio, miraba atentamente a Anju.
—No tengo nada más que pedir, solo este favor. Déjennos ir juntos a la montaña —repetía Anju.
Pasado un rato, Jiro comenzó a hablar:
—El trabajo de los esclavos y esclavas de esta hacienda es algo difícil de determinar y es mi padre mismo quien lo decide todo. Pero, como me parece, Shinobugusa, que solicitas este favor después de haberlo pensado con detenimiento, haré todo lo que pueda por ti y estoy seguro de que podrás ir a la montaña. Quédate tranquila. Bueno, me alegro de que los dos, aunque sois pequeños, hayáis pasado el invierno sin problemas —dijo saliendo de la cabaña.
Zushio dejó su mazo y se acercó a Anju:
—Hermana, ¿qué te pasa? Si vas conmigo a la montaña, me alegraré mucho, pero ¿por qué lo has pedido de repente y sin contarme nada?
—Me alegro de que pienses así —dijo Anju con el rostro brillante de alegría—. Ni yo misma supe que se lo pediría hasta que le vi. Fue algo que se me ocurrió de pronto.
—¿Ah, sí? Eso es muy raro, ¿no? —preguntó Zushio, contemplando extrañado el rostro de su hermana.
El jefe de los esclavos, trayendo consigo un cesto y una hoz, entró en la cabaña.
—Shinobugusa, he oído que dejas el trabajo en la playa y que quieres ir a la montaña. Te traigo las herramientas para cortar leña y me llevaré las de extraer sal.
—Muchas gracias por haberse tomado la molestia de hacer esto por mí —dijo Anju, levantándose con agilidad y devolviéndole el balde y la pala.
El jefe de los esclavos, después de recibir las herramientas, no mostraba trazas de irse. En la expresión de su rostro se dibujó una amarga sonrisa. Era un hombre que escuchaba las órdenes de la familia del intendente Sansho como si fueran oráculos de los dioses y las llevaba a cabo sin importarle lo crueles o inhumanas que fueran. Pero, por naturaleza, no le gustaba ver a otras personas gritando o retorciéndose de dolor. Prefería que todo se realizase de la forma menos dolorosa posible. Cuando no le quedaba más remedio que dar o hacer cumplir órdenes que causasen disgusto a alguien, aparecía con una sonrisa amarga dibujada en el rostro.
—Todavía tengo algo más que decirte —dijo el jefe de los esclavos, dirigiéndose a Anju—. Puedes ir a cortar leña porque el señor Jiro ha intercedido por ti ante el intendente Sansho. El señor Saburo también estaba presente y dijo que, si querías ir a la montaña, debías simular que eres un muchacho. El señor intendente rio a carcajadas aplaudiendo esta idea. Por eso no tengo más remedio que cortarte el cabello y llevármelo.
Zushio sintió que estas palabras se le clavaban en el pecho como un puñal y, mientras miraba a su hermana, se le inundaron los ojos de lágrimas. Al contrario de lo esperado, la alegría no se borró del rostro de Anju.
—De acuerdo. Como voy a cortar leña, yo también seré un hombre. Adelante, corte mi cabello con esta hoz —dijo, acercando su nuca al jefe de los esclavos.
El largo cabello brillante de Anju fue cortado con la afilada hoz de un limpio tajo.
A la mañana siguiente, los dos niños, con los cestos a la espalda y las hoces al cinto, salieron de la cabaña con las manos entrelazadas. Era la primera vez que andaban juntos desde que les habían traído a los dominios del intendente Sansho.
Zushio, triste y sin comprender qué sentía su hermana, tenía el corazón lleno de amargura. El día anterior, después de que se marchara el jefe de los esclavos, le había preguntado muchas cosas, pero ella no acababa de contarle con claridad lo que parecía estar pensando.
—Hermana, como hace mucho tiempo que no andamos juntos como ahora, pienso que debería alegrarme, pero, sin saber por qué, estoy triste —dijo Zushio, sin poder aguantar más, cuando llegaron al pie de la montaña—. Mientras vamos de la mano y te miro, no puedo soportar ver tu pelo cortado. Estás pensando algo que me escondes. ¿Por qué no lo compartes conmigo?
Esa mañana, Anju también tenía una expresión muy alegre en su rostro y sus grandes ojos brillaban resplandecientes. Pero no contestó a las palabras de su hermano; solo apretó con fuerza su mano. Al comenzar la subida a la montaña, había una zona pantanosa. A lo largo de las orillas, como había visto el año pasado, había carrizos marchitos desparramados en fila, y entre las hojas doradas de las hierbas que bordeaban el camino va habían empezado a crecer brotes verdes. En la orilla del terreno pantanoso, hacia la derecha, de un resquicio entre las rocas brotaba una fuente de agua pura. Pasaron por allí y, guiados por el muro de piedra que había a su derecha, siguieron subiendo por el camino lleno de curvas. Justo entonces, el sol comenzó a despuntar entre las siluetas de las muros pétreos. Anju descubrió unas pequeñas violetas, que florecían con sus raíces escondidas entre las erosionadas rocas.
—¡Mira! Ya ha llegado la primavera —dijo, señalándoselas a Zushio.
Zushio afirmó en silencio. Su hermana guardaba algún secreto en el corazón; por eso él, apesadumbrado, no podía pensar en otra cosa, y sus palabras se diluyeron como el agua en la arena.
Al llegar a los alrededores de la arboleda donde había trabajado el año pasado, Zushio se detuvo.
—Hermana, en esta zona es donde tenemos que cortar leña.
—Podemos subir un poco más, ¿no? —dijo Anju, adelantándose y subiendo poco a poco.
Zushio la siguió extrañado y, después de un rato, llegaron a un lugar más elevado que el bosque frondoso, desde donde se podían ver las cimas de otras muchas montañas.
Anju, de pie sobre la cumbre, se quedó mirando fijamente hacia el sur. Sus ojos contemplaron el recorrido desde Ishiura pasando por el puerto de Yura, bañado por el curso del río Okumo, apenas a un ri de distancia de la orilla opuesta, y se detuvieron al llegar al pico de la torre de Nakayama, que se divisaba entre el tupido bosque.
—¡Zushio! —llamó a su hermano, y comenzó a hablar—. Llevo un tiempo reflexionando mucho. Como últimamente no hablo contigo como antes, has pensado que estoy muy rara, ¿verdad? Bueno, aunque hoy no cortemos leña ni hagamos nada, no importa; pero escucha bien lo que te voy a decir. Como a Kohagi la trajeron tras comprarla en Ise, me ha enseñado el camino desde su pueblo natal hasta este lugar; atravesando aquellas montañas de Nakayama, Kioto está muy cerca. Es difícil ir a Tsukushi y desde allí a Sado; pero seguro que se puede llegar a la capital. Desde que salimos juntos con nuestra madre de Iwashiro, solo nos hemos encontrado con personas crueles, pero, si el ser humano debe buscar su propio destino, encontrará tanto personas buenas como malvadas. Ahora, tú, con decisión, debes escapar de este lugar y conseguir llegar a la capital. Con la protección de los dioses y la ayuda de personas buenas que encuentres, entérate de la situación de nuestro padre en Tsukushi. Y después podrás ir al encuentro de nuestra madre en Sado. Deja el cesto y la hoz, coge solo el almuerzo y vete.
Zushio la estaba escuchando en silencio, mientras las lágrimas le rodaban por las mejillas:
—Entonces, hermana, ¿qué harás tú?
—No te preocupes por mí. Es algo que debes hacer tú solo. Pero tenme en tu memoria como si fuéramos juntos. Cuando encuentres a nuestro padre y cuando hayáis rescatado a nuestra madre en Sado, venid a salvarme.
—Pero, si yo huyo, te torturarán —dijo Zushio, recordando su horroroso sueño, con la imagen de las varillas candentes grabada en su corazón.
—Supongo que serán muy duros conmigo, pero trataré de tener paciencia. No asesinan a los esclavos que han comprado. Al desaparecer tú, seguro que a mí me harán trabajar el doble. En la arboleda que me has enseñado cortaré mucha leña. Aunque no pueda cortar seis haces, trataré de cortar cuatro o cinco. Venga, bajaremos hasta allí; dejarás la hoz y el cesto y te acompañaré hasta el pie de la montaña —diciendo esto, Anju se adelantó y comenzó a bajar.
Zushio, sin poder pensar ni decidir nada, la siguió dócilmente. Ese año, Anju había cumplido quince años y su hermano trece. Ella ya parecía una persona adulta y además, como si estuviera inspirada por los dioses, iba tomando decisiones con sabiduría y prudencia. Zushio no podía oponerse a las palabras de su hermana.
Bajaron hasta la arboleda y dejaron sus cestos y sus hoces sobre las hojas caídas. Anju sacó el amuleto protector y se lo entregó a su hermano.
—Como es un amuleto muy importante, hasta que nos volvamos a ver debes guardarlo tú —dijo—. Piensa que esta imagen soy yo, y junto con tu espada protectora guárdalos como grandes tesoros.
—Pero, hermana, tú te quedas sin el amuleto.
—No te preocupes. Tú te encontrarás con más peligros que yo, por eso debes llevártelo. Seguro que esta noche, cuando se den cuenta de que has escapado, iniciarán la búsqueda. Date toda la prisa que puedas, pues, como has huido, es normal que te persigan. Debes llegar a un lugar llamado Wae, situado en el curso alto del río que hemos visto antes; si tienes suerte y no te encuentra nadie, y si puedes atravesar el río hasta llegar a la otra orilla, ya estarás muy cerca de Nakayama. Cuando llegues allí, puedes esconderte durante un tiempo en aquel templo cuya torre hemos visto, y, cuando haya regresado la expedición de búsqueda, huye de allí.
—Pero ¿crees que el monje de ese templo me ayudará a esconderme?
—Eso es cuestión de suerte. Si el destino se muestra favorable, te protegerá.
—Es cierto. Lo que dices hoy, hermana, son como palabras de algún dios o de Buda. Haré lo que me dices.
—Espera, escúchame bien. Como el monje será un hombre bueno, estoy segura de que te ayudará a esconderte.
—Es verdad. Yo también lo pienso. Huiré y podré llegar a la capital. Podré ver a nuestro padre y a nuestra madre. Y vendremos a rescatarte —a Zushio le brillaban los ojos igual que a su hermana.
—¡Venga! Vamos juntos hasta el pie de la montaña. ¡Vamos, date prisa!
Los dos bajaron aprisa la montaña. La velocidad de sus pies, mucho más rápida que antes, era como la señal del corazón decidido y exaltado de Anju, que transmitía este enfebrecido sentimiento al corazón de su hermano.
Llegaron al lugar donde brotaba el manantial. La hermana sacó el cuenco que venía en la fiambrera del almuerzo y bebieron el agua pura.
—Esto es sake para celebrar tu partida —dijo, y bebiendo un traguito se lo pasó a su hermano.
—Bueno, hermana mía, que el destino te depare buena ventura; seguro que podré llegar a Nakayama sin ser descubierto —dijo tras apurar el cuenco.
Zushio anduvo los diez pasos que apenas quedaban para acabar la cuesta y empezó a bajar corriendo, rodeó el terreno pantanoso y salió al camino. Después se dirigió con rapidez hacia el curso alto del río Okumo.
Anju, de pie junto al manantial, se quedó despidiendo con la mirada la figura cada vez más pequeña de su hermano, que se iba perdiendo entre los pinares. El sol se acercaba ya al mediodía, pero Anju seguía sin subir a la montaña. Por fortuna, ese día no había nadie talando árboles en esa zona para reprocharle que se quedara de pie en la cuesta dejando pasar el tiempo con tranquilidad.
Cuando toda la familia del intendente Sansho salió en busca de Zushio, al pie de esta cuesta, junto a la ciénaga, encontraron tan solo un par de pequeñas sandalias de paja. Eran las sandalias de Anju.
Por el portal del templo provincial de Nakayama, entre sombras y reflejos de antorchas, entró una gran cantidad de gente. El que los encabezaba llevaba una navaja de filo plateado entre sus manos. Era Saburo, el hijo del intendente Sansho,
—Los miembros de la familia del intendente Sansho de Ishiura hemos venido hasta aquí —gritó Saburo, de pie ante el salón principal del templo—. Es evidente que uno de los esclavos del intendente se ha escapado por estas montañas. No hay más lugares donde esconderse que los templos. Quiero que me lo entreguéis enseguida.
—¡Venga! ¡Entregadlo! ¡Entregadlo! —empezó a gritar la numerosa comitiva que le acompañaba.
Desde el pabellón principal hasta el portal de entrada había un extenso trecho empedrado. Sobre esas piedras, los hombres de Saburo, portando cada uno una antorcha en la mano, empezaron a empujarse. Todos los monjes que vivían en los demás pabellones se apiñaron a ambos lados del camino empedrado. Los secuaces de Saburo armaban tal alboroto ante la puerta que salieron todos despavoridos del salón o de la cocina, preguntándose extrañados qué pasaría.
Al principio, la gente de Saburo, ante la puerta, gritaba que la abrieran. Preocupados por si se producía algún incidente, muchos monjes se oponían a su apertura. Entonces, el abad, Donmyo Risshi, ordenó abrir. Pero, a pesar de que Saburo reclamaba con grandes voces al fugitivo, la puerta del pabellón principal permaneció en completa quietud durante un rato.
Saburo dio varios golpes con el pie en el suelo. Alguno de sus secuaces llamó al superior.
—Oiga, respetable abad, ¿qué pasa? —gritó dos o tres veces. Entonces se oyeron unas risitas.
Poco después, la puerta del salón principal se abrió en silencio. Quien la abrió fue el propio abad. Ataviado con una estola y sin darse aires de grandeza, estaba de pie en las escaleras del pabellón principal, ante antorchas de pálida luz que ardían en perpetua ofrenda. Su alta y robusta figura y su rostro de mandíbula firme y cejas aún negras destacaban iluminados por la temblorosa llama. No llegaría a los cincuenta años.
Risshi empezó a hablar con gran serenidad. Quienes estaban armando bulla enmudecieron con solo ver su figura.
—Habéis venido a buscar a un esclavo que ha huido, ¿verdad? —dijo con una voz que resonó hasta el último rincón—. En este templo no puede permanecer nadie sin que lo sepa yo. Como no sé nada, el fugitivo no está aquí. A pesar de eso, habéis venido armados y en gran número, amparados por las sombras de la noche, y exigido que se abriera la puerta del salón principal. La abrí porque pensé que se había originado una gran rebelión en la región o que algún rebelde al gobierno había llegado hasta aquí. Y, ahora, ¿qué queréis? ¿Estáis buscando a un esclavo de vuestra familia? Este es un templo designado por el emperador para orar por la paz del país. El emperador nos obsequió con las inscripciones que honran el salón principal y las escrituras sagradas que él mismo, en persona, escribió en letras de oro y que forman parte de los tesoros de la pagoda de siete pisos de este templo. Si aquí hubiese algún brote de violencia, el gobernador de la provincia acudiría presto a reprimirlo con los oficiales que protegen los templos. Si informamos sobre lo sucedido al templo central, Todai-ji, no puedo prever qué tipo de medidas tomarán al respecto en la capital. Considerando bien esta situación, creo que os convendría retiraros pronto. Por vuestro bien, no comunicaré nada.
Tras estas palabras, el abad se retiró con gran serenidad, y la puerta se cerró tras él.
Saburo se quedó rabiando ante la puerta con los dientes apretados. Pero no tenía el valor suficiente como para derribarla y entrar a la fuerza. Sus esbirros se quedaron susurrando como el murmullo del viento entre las hojas.
—El que ha huido es un chiquillo de doce o trece años, ¿no? —gritó alguien entonces—. En ese caso, yo lo he visto.
Saburo, sorprendido, miró a quien así hablaba. Era el guardián del campanario del templo, un hombre mayor parecido al intendente Sansho, su padre.
—Lo vi hacia el mediodía desde el campanario —siguió diciendo el guardián—. Pasaba más allá del muro y se dirigía hacia el sur con mucha prisa. Es débil, pero de cuerpo ligero. Ya habrá recorrido gran parte del camino.
—Bien. Puedo imaginar cuánto habrá avanzado durante medio día. ¡Vamos! —dijo Saburo, decidido a seguir su camino.
Todas las antorchas salieron en fila por el portal principal del templo y, siguiendo el muro, se dirigieron hacia el sur. El guardián del campanario, mirándolos desde la torre, rompió a reír a carcajadas. Dos o tres cuervos, que estaban durmiendo tranquilos en la cercana arboleda, echaron a volar, asustados.
Al día siguiente, varias personas salieron del templo en todas las direcciones. El que fue a Ishiura se enteró de que Anju se había ahogado y volvió con esa noticia. El que se dirigió hacia el sur oyó que Saburo y su gente habían ido hasta Tanabe[28] y después regresado.
Tres días después, el abad, Donmyo Risshi, salió del templo en dirección a Tanabe, llevando un cuenco para mendigar tan grande como un barreño y un bastón tan grueso como el brazo de una persona. Zushio, con la cabeza rapada y vestido con el hábito de monje, iba con él.
Los dos caminaban durante el día y, por la noche, se alojaban en templos. Cuando llegaron a Shujakuno, en Yamashiro, Risshi se quedó en el templo Gongendo y se separó de Zushio.
—Vete y guarda siempre bien tu amuleto, seguro que llegarás a tener noticias de tus padres —dijo despidiéndose.
Zushio recordó que su hermana le había dicho las mismas palabras.
Cuando llegó a Kioto, como iba vestido con ropas de bonzo, se alojó en el templo Kiyomizu-dera, en Higashiyama.
Durmió en el komorido[29] y, al despertarse a la mañana siguiente, vio que un anciano, vestido al estilo antiguo de los nobles de la corte, estaba de pie junto a su almohada.
—¿De quién eres hijo? —preguntó—. Si tienes algún objeto importante, te pido que me lo muestres. Ayer por la noche vine a esta sala para rezar por la salud de mi hija enferma y después tuve una revelación en sueños que decía así: «El niño que está durmiendo en el enrejado junto a la celosía de la izquierda tiene un maravilloso amuleto. Debes pedírselo prestado y rezar con él». Esta mañana, al venir aquí, te he encontrado. Por favor, dime quién eres y préstame tu amuleto. Mi nombre es Morozane Sekihaku.
—Yo soy hijo de Mutsunojo Masauji —dijo Zushio—. Hace doce años, mi padre fue al templo Anraku-ji, en Tsukushi, y nunca regresó. Mi madre, que me dio a luz ese año, junto con mi hermana, que tenía tres años, nos llevó a vivir a Shinobugori, en Iwashiro. Cuando fui un poco mayor, salimos de viaje todos juntos en busca de mi padre. Al llegar a Echigo, fuimos capturados por unos crueles mercaderes de esclavos. Llevaron a mi madre a Sado, y a mi hermana y a mí nos vendieron en Yura, en la provincia de Tango. Mi hermana murió allí. El amuleto que yo tengo es esta imagen del jizo —y, diciendo esto, se lo mostró.
Morozane tomó en sus manos la imagen del jizo y, llevándosela a la frente, hizo una respetuosa reverencia. Después, la observó con detenimiento varias veces dándole vueltas.
—He oído hablar antes de este amuleto —dijo, observándolo con gran respeto—. Es una figura en oro del venerable Jizo Bosatsu. Procede de Kudara[30], desde donde llegó a nuestro país, y fue otorgada por el príncipe Takami[31]. El hecho de que poseas esta estatuilla confirma tu noble linaje. Al principio del período Eiho[32], cuando el emperador Shirakawa todavía estaba en el trono, Taira no Masauji fue enviado a Tsukushi por estar involucrado en un delito menor por el cual fue condenado el gobernador de la provincia. Tú eres su hijo, no me cabe la menor duda. Si tienes intención de volver a la vida seglar más adelante, creo que puedo ofrecerte el cargo de gobernador de esta provincia. Por el momento, te propongo que vengas a mi mansión, donde serás un huésped muy bien recibido.
La hija adoptiva de Morozane Sekihaku era una sobrina de su esposa que servía al emperador Shirakawa. Cuando Zushio les prestó la imagen y rezaron por su salud, enseguida se recuperó, aunque llevaba mucho tiempo enferma.
Morozane permitió a Zushio volver a la vida seglar y él mismo le colocó un birrete apropiado para su nueva vida. Al mismo tiempo, envió un mensajero con una carta pidiéndole perdón a Masauji por su exilio y con la misión de preguntar por su estado. Pero, cuando llegó la misiva a Tsukushi, Masauji ya había muerto. Zushio, que había adoptado el nombre de adulto de Masamichi y había vuelto a vestirse con sus ropas seglares, al enterarse de la noticia sufrió tanto que se quedó completamente extenuado y demacrado.
En el otoño de ese año, Masamichi fue nombrado gobernador de la provincia de Tango. Este puesto no requería su presencia allí y podía gobernar a través de un delegado. La primera orden que decretó como gobernador fue prohibir el tráfico de esclavos en toda la región. Según esa orden, también el intendente Sansho tuvo que liberar a todos sus esclavos sin excepción y pagarles un sueldo por su trabajo. En la hacienda del intendente, en un principio, eso se consideró como una gran pérdida; pero, desde aquel entonces, la agricultura y los oficios artesanos prosperaron mucho más que antes y, finalmente, la familia gozó de gran riqueza. El benefactor del gobernador Masamichi, el abad Donmyo Risshi, fue nombrado abad de la provincia, y Kohagi, que tanto había ayudado a su hermana, pudo volver a su pueblo natal. Se celebró un funeral en memoria de Anju y en el pantano donde se ahogó se construyó un templo de monjas budistas.
Tras adoptar estas medidas como gobernador, Masamichi pidió un permiso especial para viajar y partió de incógnito a la isla de Sado.
El gobierno de Sado estaba en un lugar llamado Sawata. Masamichi llegó allí, pero, a pesar de la ayuda de los funcionarios, que investigaron por toda la región, no pudo averiguar el paradero de su madre.
Cierto día, Masamichi, embebido en sus pensamientos, salió solo de una posada y echó a andar por el centro de la ciudad. Tras alejarse de las hileras de casas, llegó a un camino que discurría por en medio de los campos. Era un día despejado y el sol brillaba intensamente. Mientras caminaba, iba pensando: «¿Por qué no podré averiguar el paradero de mi madre? Si le encargara a algún funcionario la búsqueda y me diera algún indicio, yo mismo podría salir en pos de ella, y con la ayuda de los dioses podríamos encontrarnos».
De pronto, al volver la vista, vio una gran casa de labradores. En el lado sur de la casa, tras la cerca de vegetación poco tupida, la tierra endurecida formaba una pequeña plazoleta sobre la cual había extendidas unas esteras de junco cubiertas de espigas de mijo secas. Allí en medio estaba sentada una mujer vestida con harapos que en sus manos sostenía un largo bastón con el que espantaba a los gorrioncillos que venían a picotear el grano. Parecía que estaba canturreando una canción.
Masamichi, sin saber bien por qué, se sintió embelesado por esta mujer y se quedó de pie mirándola. Su enredado cabello estaba lleno de polvo y, al mirarla al rostro, se dio cuenta de que era ciega. Masamichi sintió una profunda compasión por ella. Entretanto, poco a poco fue comprendiendo las palabras que estaba murmurando. En ese momento, Masamichi sintió una fuerte sacudida en todo su cuerpo y se le llenaron los ojos de lágrimas. La mujer repetía estas palabras:
Anju de mi corazón, cuánto te añoro,
Zushio de mi corazón, cuánto te añoro.
Pajarillos míos, si aún tenéis vida,
¡volad lejos! ¡Que nadie pueda cazaros!
Masamichi se quedó paralizado, hechizado por estas palabras. Sus entrañas parecían estar ardiendo; instintivamente, estuvo a punto de lanzar un doloroso grito como un animal herido, pero se contuvo apretando con fuerza los dientes. Al instante, desanudó la cuerda que rodeaba la plazoleta, entró corriendo y, pisando las espigas esparcidas de mijo, se postró a sus pies. En su mano derecha llevaba la imagen del jizo, y se la puso en la frente.
Ella se dio cuenta de que algo o alguien, más grande que un gorrión, había venido a desparramar la cosecha de mijo. Dejó de recitar su eterno estribillo y fijó su mirada ciega ante ella. En ese momento abrió los ojos, que se le llenaron de lágrimas como una concha seca rebosante de agua.
—¡Zushio! —gritó la mujer.
Y los dos se abrazaron fuertemente.
Primer mes del cuarto año
de la era Taisho (1915)