El barco del río Takase

El pequeño barco Takase hacía el recorrido por el río de Kioto que lleva su nombre. En la era Tokugawa[33], cuando se desterraba a los malhechores de esta ciudad a una isla lejana, se avisaba a sus familiares para que vinieran a la prisión a despedirse. Después, se embarcaba al delincuente y se le llevaba a Osaka. El vigilante que le escoltaba era un guardia de rango inferior de la audiencia provincial de Kioto, el cual solía consentir que uno de los familiares más allegados le acompañase en el barco durante el trayecto. No es que esto lo permitieran las autoridades; más bien se solía hacer la vista gorda.

En aquella época se desterraba, por supuesto, a los autores de graves delitos; aunque esto no significaba que la mayoría fuesen personajes despiadados como asesinos, ladrones o pirómanos. Una gran parte de los condenados que viajaban en el barco Takase no habían cometido sus delitos intencionadamente; podría decirse que no tenían conciencia de haberlos cometido. Eran innumerables los casos en que una pareja intentaba un doble suicidio amoroso y el varón sobrevivía a la mujer.

Hacia el crepúsculo, en el momento en que sonaba la campana del templo, partía el barco Takase en dirección al este, flanqueado a ambas orillas por las oscuras casas de Kioto, atravesaba el río Kamo y descendía hasta Osaka con alguno de estos reos a bordo. En el barco, el delincuente solía conversar toda la noche con un familiar suyo sobre su vida, venturas y desventuras, sin dejar de lamentarse y arrepentirse de sus errores pasados. Oyéndolo, el vigilante que iba a su lado podía enterarse con todo detalle de la desgraciada situación en que dejaba a sus familiares; circunstancias que funcionarios como ellos, que oían la sentencia en el juzgado o leían las disposiciones en la mesa del despacho, no podían imaginarse ni aun en sueños.

En esos momentos, los vigilantes se comportaban de forma diferente según su carácter: a algunos les parecía pesado y, con gran frialdad, deseaban taparse los oídos; otros se compadecían de sus desgracias y, aunque disimulaban la pena en silencio, en el fondo de su corazón se sentían profundamente conmovidos. A algún vigilante sensible y compasivo en especial, al ver la situación tan miserable del criminal y sus familiares, cuando le llevaba a su destino, se le escapaban sin querer algunas lágrimas. Así pues, ser escolta en el barco Takase era un trabajo desagradable para los guardias de esta jurisdicción.

¿En qué época sucedió? No estoy seguro; quizá en el período Kansei[34], cuando el anciano señor feudal Raku Shirakawa, más conocido como Matsudaira Sadanobu, se hizo con el poder político en Edo[35].

Una noche de primavera, cuando las flores de los cerezos del templo Chion-in empezaban a caer, al son de la campana crepuscular subió al barco Takase un insólito delincuente, un caso singular nunca visto hasta entonces. Se llamaba Kisuke, contaba unos treinta años y carecía de residencia fija. No tenía ningún pariente, así que nadie vino a despedirse de él a la cárcel y embarcó completamente solo.

Shobei Haneda, el vigilante encargado de custodiarle en el barco, solo había oído que Kisuke había matado a su hermano menor. Mientras le llevaba desde la prisión hasta el muelle, vio que este hombre delgado y pálido en ningún momento se mostraba desobediente, sino que, con una actitud sumisa y dócil, lo respetaba como funcionario de la Corte Imperial.

Normalmente, los delincuentes trataban de congraciarse con los vigilantes; pero Kisuke no era una persona que diese coba para tratar de agradar a nadie. A Shobei le pareció en particular misterioso. Desde que se embarcaron, no solo no apartaba los ojos de Kisuke, sino que observaba cualquier movimiento suyo con gran atención.

Ese día, al oscurecer, amainó el viento, y el perfil de la luna se diluyó velado por finas nubes que cubrieron el cielo. Lentamente en la noche, el calor del verano ya cercano, que llegaba de ambas orillas y del fondo del río, se transformaba en una bruma ascendente. Al dejar atrás el sur de Kioto y después de atravesar el río Kamo, todo se tornó silencioso; solo se oía el murmullo de la proa rozando el agua.

Durante el trayecto nocturno, los prisioneros podían dormir, pero Kisuke ni siquiera se recostó; contemplaba en silencio cómo los rayos de la luna relucían o se oscurecían al deslizarse las nubes. Tenía un aspecto apacible y en sus ojos brillaba un tenue destello.

Shobei no miraba directamente a Kisuke, pero desde el principio no pudo apartar los ojos de él y no paraba de repetirse para sí: «¡Qué extraño!». Mirara su cara desde el ángulo que la mirara, ciertamente parecía contento, y, si no estuviese en presencia de un oficial, sin duda empezaría a silbar o a canturrear.

Shobei reflexionó: «No recuerdo a cuántos delincuentes he custodiado hasta ahora en este barco, pero casi todos presentaban un aspecto tan miserable que no se les podía ni mirar. Sin embargo, a este hombre…, ¿qué le pasará? Tiene aspecto de haberse montado en un barco de recreo. Mató a su hermano menor. Quizá se tratase de una mala persona; pero, fuera cual fuera el motivo, seguro que no puede tener la conciencia tranquila. Este hombre tan delgado y pálido quizá carece completamente de sentimientos humanos. ¿Cómo es posible que en este mundo haya personas tan perversas? Pero, a pesar de todo, de ninguna manera puedo pensar así. Seguramente se ha vuelto un poco loco. No, ¡qué va!, no hay nada incoherente en su actitud ni en sus palabras. ¿Qué sentirá este hombre?». Cuanto más pensaba Shobei en la actitud de Kisuke, menos la entendía.

Pasado un rato, Shobei, intrigado a más no poder, le preguntó:

—Kisuke, ¿qué estás pensando?

—Pues… —Kisuke miró alrededor, ya que temía ser interrogado; se enderezó y miró a Shobei a la cara, tratando de adivinar sus intenciones.

Shobei sintió que le había preguntado de forma demasiado repentina y le aclaró que no lo había hecho como vigilante.

—No es que te lo esté preguntando por nada en especial —dijo—. La verdad es que hace mucho rato que quiero preguntarte cuáles son tus sentimientos al verte desterrado a esa isla. Yo, hasta ahora, he llevado mucha gente en este barco hacia el mismo destino. Cada uno tenía su historia, pero todos mostraban una profunda tristeza al ser desterrados, venían acompañados por alguien de su familia y se pasaban la noche entera llorando sin consuelo. Sin embargo, viéndote a ti, parece que no te da ninguna pena este destierro, y precisamente por eso quisiera saber qué sientes.

Kisuke sonrió tranquilo y empezó a hablar:

—Muchas gracias por su amabilidad. Tal vez, el hecho de ser recluido en una isla sea para otras personas algo muy triste. Yo también puedo comprender ese sentimiento. Pero se trata de personas que han estado muy a gusto en esta sociedad. Kioto es una ciudad muy agradable para vivir, no lo niego; sin embargo, creo que en cualquier otra parte no tendré tantos sufrimientos como en ella. La benevolencia de las autoridades me ha salvado la vida y me ha concedido retirarme. Y, aunque sea un sitio duro para vivir, no será una guarida de demonios. Nunca en la vida he encontrado un lugar para mí. Pero ahora me han mandado ir a esa isla, donde podré estar tranquilo, y eso es algo muy digno de agradecer. Y, aunque soy muy débil, hasta ahora no he tenido enfermedades, y, cuando esté allí, por muy duros que sean los trabajos, creo que no me dolerá el cuerpo. Además de eso, al haber sido desterrado he recibido la suma de doscientos mon[36], y aquí los tengo conmigo —al decir esto, Kisuke se llevó la mano al pecho.

En aquella época estaba estipulado por la ley que los desterrados a la isla recibieran la cantidad de doscientos mon.

—Tengo que confesar algo que me da vergüenza: hasta hoy, nunca había tenido doscientos mon y nunca me los había guardado en el escote del kimono —siguió hablando Kisuke—. Yo quería encontrar un trabajo en algún sitio y siempre andaba preguntando. Cada vez que encontraba alguno, trabajaba tan duramente como podía. Sin embargo, el dinero que recibía enseguida pasaba a otras manos. Y, cuando andaba bien de dinero y podía comprar comida, tenía que devolver lo prestado y pedir otro préstamo. Pero desde que entré en la cárcel me han dado de comer sin trabajar. Por esta razón, no puedo dejar de estar agradecido a las autoridades. Y ahora, al salir de la cárcel, he recibido estos doscientos mon. De esta forma, si me siguen manteniendo como hasta ahora, puedo pasar sin gastarlos. Es la primera vez que puedo tener un dinero propio. Hasta que no llegue a la isla, no sabré qué tipo de trabajo puedo hacer allí, pero tengo la ilusión de que podré vivir de este dinero —después de decir esto, Kisuke se calló.

—Hum, ya veo —dijo Shobei, muy sorprendido de haber escuchado aquellas razones, tan diferentes a las que esperaba; y durante largo rato, incapaz de decir nada, se quedó pensativo.

Shobei era una persona de edad madura. Tenía esposa y cuatro hijos que mantener, y, como todavía vivía su madre, en casa eran siete. Llevaban una vida austera, tanto que a veces la gente le llamaba tacaño. No tenía más ropa que la de trabajo y la de dormir. Y, para más desgracia, se había casado con la hija de un rico comerciante que, aunque trataba con toda su buena intención de vivir del sueldo de su marido, había crecido muy consentida en su familia, con lo cual no podían ahorrar ni una mínima parte, como él deseaba. De vez en cuando, los fondos no les llegaban a fin de mes y, en ese caso, su esposa traía dinero a escondidas de casa de sus padres y ajustaba las cuentas, pues sabía que Shobei odiaba las deudas tanto como a los gusanos. Pero esto no era algo que desconociera su marido. A Shobei le resultaba incluso doloroso recibir regalos de sus suegros cuando llegaban las cinco festividades[37] importantes del año y ropa para los niños por la fiesta de shichigosan[38]; por eso, cuando se daba cuenta de las artimañas de su esposa para arreglar su precaria situación económica, no ponía buena cara. En casa de los Haneda, donde normalmente la vida era tranquila, este era el motivo que turbaba de vez en cuando la paz del hogar.

Después de escuchar la historia de Kisuke, Shobei comparó su propia situación con la del desterrado: «Kisuke trabajaba y lo que cobraba se le iba de las manos tan pronto como le llegaba. Era una situación verdaderamente digna de compasión. Pero, reflexionando sobre mi vida y mis circunstancias, entre Kisuke y yo, ¿qué diferencia hay? ¿Acaso mi vida no es recibir con una mano y entregar con la otra el salario que recibo del gobierno? La diferencia que hay entre nosotros no se puede medir con la misma escala y, en proporción, mis ahorros no ascienden a los doscientos mon que Kisuke recibió tan agradecido».

Considerando estas diferencias, a Shobei le pareció muy razonable que Kisuke se alegrara tanto de tener doscientos mon ahorrados. Podía imaginarse perfectamente ese sentimiento. Pero, a pesar de tener muy en cuenta sus respectivas circunstancias, lo misterioso de Kisuke era que no conocía la avaricia y sabía conformarse. Kisuke había sufrido mucho buscando trabajo. Y, una vez que lo encontraba, tenía que matarse trabajando y se contentaba con poder vivir al día. Sin embargo, desde que entró en la prisión, obtenía la comida casi como llovida del cielo y se sorprendió de poder comer aun sin trabajar. Kisuke no recordaba haberse sentido tan satisfecho en toda su vida.

Mirando las cosas de forma diferente, Shobei comprendió que había mucha distancia entre Kisuke y él mismo. Con su sueldo podían ir tirando mal que bien; de vez en cuando era insuficiente, pero en general podían sobrevivir y mantener más o menos la economía familiar, a pesar de que siempre estaban con el agua al cuello. Por eso, no recordaba haberse sentido satisfecho nunca. La mayor parte de los días transcurrían sin alegrías ni penas. Y, en el fondo del corazón, se preguntaba: «De esta forma vamos saliendo adelante, pero ¿qué pasaría si me despidieran de este puesto o cayera gravemente enfermo?». De vez en cuando, le entraba este temor al ver a su esposa traer dinero de casa de sus padres para cubrir su déficit.

«¿Por qué existen estas diferencias? En apariencia, lo que más nos diferencia es que Kisuke no tiene cargas familiares y yo sí las tengo. Pero no solo es eso; aunque yo estuviera solo, creo que no podría sentirme como él. En el fondo, hay alguna otra razón más profunda», pensó Shobei.

Sin saber bien por qué, se puso a pensar en la vida de las personas. Si alguien se pone enfermo, deseará curarse. Cuando lleve unos días sin comer, deseará tener comida suficiente para sobrevivir. Cuando no haya ahorrado para una situación límite, se lamentará de no haberlo hecho y, aunque tenga ahorros, deseará tener aún más. De tal manera que, de tanto pensar, acabó por no saber hasta dónde podía llegar la codicia humana. Y delante de sus ojos tenía a este Kisuke, que no mostraba ninguna ambición.

Ahora más que nunca Shobei miraba maravillado a Kisuke. Le pareció que su rostro, vuelto hacia el cielo, estaba rodeado de un halo de luz.

Shobei habló de nuevo, observando ese rostro con atención: «Kisuke san». En esta ocasión le llamó san, tratamiento de cortesía que no fue deliberado. Tan pronto como esa palabra le salió de los labios, Shobei se dio cuenta de que esa forma era inadecuada para llamar a Kisuke, pues se trataba de un delincuente, pero ya era demasiado tarde para rectificar sus palabras. Kisuke, que respondió «¿Sí?», también pareció pensar que era impropio ser llamado «señor» y miró inquieto el rostro de Shobei.

—Tal vez estoy entrometiéndome mucho, pero he oído que te destierran por matar a una persona. Si no te importa, ¿podrías contarme un poco más? —decidió preguntarle Shobei, aun pensando que quizá no debía.

—Como desee —dijo Kisuke, terriblemente asustado, y empezó a hablar en voz baja—. Fue una necedad por mi parte, hice algo horroroso y no tengo nada que alegar en mi defensa. Incluso, pensándolo bien, no logro comprender cómo fue posible que sucediera una cosa así. Es como si todo hubiera ocurrido en sueños.

»Cuando yo era pequeño, mis padres murieron en una epidemia y nos quedamos solos mi hermano menor y yo. En aquellos días éramos como dos cachorritos nacidos bajo un tejado, y la gente del barrio, compadecida, nos atendía con amabilidad. Trabajé como recadero en toda la vecindad y así, sin pasar hambre ni frío, fuimos creciendo. Al ir haciéndonos mayores, tratábamos de buscar trabajos que, en lo posible, nos permitieran no separarnos. Vivíamos juntos y nos ayudábamos mutuamente.

»El desgraciado suceso ocurrió el otoño pasado. Mi hermano y yo estábamos en la fábrica textil de Nishijin, donde habíamos conseguido trabajo juntos como tejedores. Al cabo de un tiempo, mi hermano se sintió enfermo y dejó de trabajar. En aquella época vivíamos en Kitayama, en un lugar parecido a una choza, y nada más atravesar el puente del río Kamiya llegábamos a la fábrica. Después del atardecer compré algunas cosas de comer y, al volver a casa, mi hermano, que me estaba esperando, me dijo que le perdonara por haberme dejado solo ganando el sustento.

»Un día de esos, cuando volvía como siempre sin ninguna preocupación especial, encontré a mi hermano tumbado boca abajo en futon[39] rodeado de un gran charco de sangre. Me llevé un susto tremendo y se me cayeron de las manos un paquete de vainas y otras cosas que llevaba. Fui corriendo a su lado. “¿Qué te pasa?, ¿qué te pasa?”, grité. Estaba muy pálido; alzó el rostro completamente teñido de sangre desde las mejillas hasta la barbilla y, al mirarme, no pudo decir nada. El único sonido que salía de su garganta herida era el silbo de su aliento cada vez que respiraba.

»Como yo no sabía qué pasaba y no se me ocurría nada, seguí preguntándole: “¿Qué te ha pasado? ¿Has vomitado sangre?”. Al tratar de acercarme más, mi hermano, apoyándose en su brazo derecho, logró incorporarse un poco. Se sujetaba con fuerza la barbilla con la mano izquierda y entre sus dedos se deslizaban coágulos de sangre a borbotones oscuros. Con la mirada trató de decirme que no me acercara y movió la boca. Parecía que podía hablar a duras penas: “Perdóname, perdóname…, por favor —dijo—. Como mi enfermedad es incurable, quería morir pronto y no ser una carga para ti. Creí que podría morir al instante cortándome la garganta, y fracasé. Pensé hacerme un corte profundo, apreté con todas mis fuerzas, pero se me resbaló hacia un lado. El filo de la navaja parece que no se ha roto. Si me la sacas bien, creo que podré morir. Me duele horrores al hablar. Por favor, quítamela”. Su mano izquierda aflojó la presión. Por la herida se le seguía escapando el aire.

»Yo intenté decir algo, pero no me salía la voz. Miraba en silencio la herida en la garganta de mi hermano. Con la mano derecha se había clavado la navaja de afeitar y, aunque se había cortado la garganta por un lado, la herida no había bastado para quitarle la vida. El mango sobresalía apenas seis centímetros. Ante esa escena, no se me ocurría nada que hacer: solo contemplaba su rostro. Él tenía sus ojos fijos en mí. Por fin le dije: “Espera, voy a llamar a un médico”. Mi hermano me dirigió una mirada de reproche y apretó otra vez con fuerza su garganta con la mano izquierda. “¿Qué puede hacer un médico? Aaah…, me muero de dolor… Por favor, sácamela pronto”, dijo. Yo no sabía qué hacer y lo único que hacía era seguir mirándole.

»En momentos como ese, es extraño, la mirada habla. Sus ojos me decían: “Venga, rápido, hazlo rápido”. Sin duda, me estaba mirando con resentimiento. Dentro de mi cabeza se agitaban, confusos, innumerables pensamientos, y los ojos de mi hermano no dejaban de pedirme que cumpliera su terrible orden. Su mirada, cargada de reproche, se fue volviendo peligrosa, como la del rostro de un enemigo, y sus ojos se cegaron de odio. Al ver eso, llegué a pensar que no me quedaba más remedio que hacer lo que me pedía y le dije: “No hay elección posible, tendré que sacártela”.

»Tras oírme decir eso, la expresión de sus ojos cambió, se serenó y se sintió aliviado. Tenía que hacerlo de un tirón, sin fallar. Me arrodillé a su lado y me incliné hacia delante. Mi hermano dejó de apoyarse en la mano derecha, apoyó en el futon la mano izquierda, con la que hasta entonces había apretado su garganta, y se recostó. Agarré con fuerza el mango de la navaja y tiré de ella. Entonces, la puerta que yo había cerrado desde dentro se abrió y entró una señora de la vecindad, a la que yo le había pedido que cuidara y diera medicinas a mi hermano en mi ausencia. Como el interior de la habitación estaba bastante oscuro, no sé hasta qué punto pudo ver lo que estaba sucediendo, pero dio un grito y, dejando la puerta abierta, se marchó corriendo despavorida.

»Cuando saqué la navaja, traté de hacerlo con habilidad y en línea recta, pero tuve la sensación al tacto de cortar alguna zona todavía ilesa. Me pregunto si no ocurrió por dirigir el filo hacia fuera. Yo tenía la navaja en la mano cuando entró la señora; ella echó a correr y yo me quedé alelado mirando la escena. Cuando se marchó, miré a mi hermano y me di cuenta de que ya había fallecido. De su herida manaba una gran cantidad de sangre. Dejé allí al lado la navaja y, hasta que llegaron los representantes de la asociación de vecinos y me llevaron al ayuntamiento, me quedé mirando fijamente el rostro de mi hermano muerto, que tenía los ojos entreabiertos».

Después de relatar todo esto, Kisuke, que había hablado mirando hacia arriba el rostro de Shobei, bajó un poco la cabeza y fijó la mirada en sus rodillas.

La historia de Kisuke era muy coherente. Casi podría decirse que sus argumentos eran demasiado lógicos. Quizá había ido estableciendo poco a poco la correlación de los hechos durante más o menos medio año, viéndose forzado a rememorarlos con detalle innumerables veces cuando era interrogado en el ayuntamiento o en el tribunal de justicia.

Cuando Shobei oyó esta historia, tuvo la sensación de estar viendo la escena delante de sus ojos. A fin de cuentas, ¿podía considerarse un fratricidio? Empezó a dudar si esto era un asesinato cuando Kisuke llegó a la mitad del relato; e incluso, cuando hubo terminado, siguió sin poder resolver esa duda. El hermano de Kisuke sabía que, si le sacaba la navaja, podría dejar este mundo y, aun así, le pidió que lo hiciera. Y Kisuke, al hacerlo, le dejó morir; o sea, le asesinó. Pero, aunque no hubiese hecho nada, su muerte parecía inevitable. Por eso le había dicho que quería morir pronto, porque no soportaba aquel tormento. Kisuke no pudo soportar ver la terrible agonía de su hermano. Pensó socorrerle en aquella tortura acabando con su vida. ¿Era culpable? Por supuesto, matar es un crimen. Pero, pensando que lo había hecho para librarle del sufrimiento, se le planteaba una duda muy difícil de resolver.

Después de una profunda reflexión, Shobei por fin llegó a la conclusión de que hacer justicia no era asunto suyo, sino de las autoridades, y de que no le quedaba sino aceptar plenamente el veredicto final emitido por el juez. Pero, aunque pensaba así, en algún lugar de su corazón no acababa de estar convencido, y pensó que le gustaría consultar sus reflexiones con sus superiores.

Poco a poco avanzaba la nublada noche y el barco Takase, con sus dos ocupantes silenciosos, se deslizaba sobre la negra superficie del agua.

Primer mes, quinto año

de la era Taisho (1916)