Epílogo

El abismo del tiempo

El astro antaño llamado Sol había cambiado poco desde los días lejanos en que los hombres lo veneraban.

Dos planetas habían desaparecido —uno por designio, el otro por accidente— y los anillos de Saturno habían perdido gran parte de su gloria. Pero en general el sistema solar no había sufrido muchos daños durante su breve ocupación por una especie capaz de viajar por el espacio.

Algunas regiones incluso mostraban ciertas mejoras. Los océanos marcianos se habían reducido a pocos lagos de escasa profundidad, pero los grandes bosques de pinos mutantes sobrevivían en la región ecuatorial. Durante siglos, mantendrían y protegerían la ecología que para la que habían sido diseñados.

Venus —otrora llamado Nuevo Edén— había vuelto a ser un infierno. Y nada quedaba de Mercurio. Las ricas reservas de metales pesados habían menguado con milenios de astroingeniería. El último resto del núcleo —con su imprevisto y providencial tesoro de monopolos magnéticos— se había usado para construir las naves-mundo de la flota del éxodo.

Y Plutón había sido devorado por la formidable singularidad que los mejores científicos de la raza humana aún trataban en vano de comprender, mientras huían en busca de soles más hospitalarios. No había rastros de esa antigua tragedia cuando el Buscador descendió a la Tierra desde el espacio profundo, siguiendo un rastro invisible.

La sonda interestelar que el hombre había lanzado hacia el núcleo galáctico había explorado una docena de estrellas antes de que otra civilización interceptara sus señales. El Buscador conocía, con un margen de pocas decenas de años luz, el origen de la primitiva máquina cuya trayectoria desandaba. Había explorado un centenar de sistemas solares y había hecho muchos descubrimientos. El planeta al que se acercaba no era muy distinto de otros que había inspeccionado; no había motivo de entusiasmo, si el Buscador hubiera sido capaz de semejante emoción.

El espectro de radio estaba en silencio, salvo por el siseo y el chirrido del trasfondo cósmico. No se veían las redes relucientes que cubrían la zona nocturna de la mayoría de los mundos tecnológicamente desarrollados. Y al entrar en la atmósfera, el Buscador no encontró los rastros químicos del desarrollo industrial.

Automáticamente, inició la rutina estándar de búsqueda. Se disolvió en un millón de componentes que se desparramaron sobre la faz del planeta. Algunos no regresarían nunca, sino que se limitarían a enviar información. No importaba; el Buscador siempre podía crear otros para sustituirlos. Sólo era indispensable su núcleo central, y había copias de respaldo de eso, a buen recaudo en ángulo recto con las tres dimensiones del espacio normal.

La Tierra había orbitado el Sol pocas veces cuando el Buscador reunió toda la información fácilmente accesible sobre el planeta abandonado. Era bastante escasa; milenios de vientos y lluvias habían borrado las ciudades humanas, y el parsimonioso crujido de las placas tectónicas había alterado la configuración de la tierra y los mares. Los continentes se habían convertido en océanos; los fondos marinos se habían convertido en llanuras, que luego se habían plegado para formar montañas…

La anomalía era un eco muy leve en el escaneo por neutrinos, pero le llamó la atención de inmediato. La naturaleza aborrecía las líneas rectas, los ángulos rectos, las estructuras repetitivas, salvo en la escala de los cristales y los copos de nieve. Esto era millones de veces más grande, incluso más grande que el Buscador. Sólo podía ser producto de la inteligencia.

El objeto se hallaba en el corazón de una montaña, bajo kilómetros de roca sedimentaria. Sólo se necesitaban unos segundos para llegar a él; para extraerlo sin causarle daño, y aprender todos sus secretos, quizá se necesitaran meses o años.

Repitió el escaneo a mayor resolución. Observó que el objeto estaba hecho de aleaciones ferrosas de un tipo extremadamente simple. Ninguna civilización que pudiera construir una sonda interestelar habría usado materiales tan burdos. El Buscador casi sintió decepción…

Pero, por primitivo que fuera ese objeto, no había hallado ningún otro artefacto de tamaño o complejidad comparable. Quizá valiera la pena recobrarlo.

Los sistemas de alto nivel del Buscador analizaron el problema durante muchos microsegundos, estudiando todas las posibilidades. Al cabo el coordinador maestro tomó una decisión:

—Comencemos.