Editorial
Del Times de Londres (versión impresa y por satélite) del 15 de abril de 2007:
¿Una noche para olvidar?
Algunos artefactos tienen el poder de enloquecer a los hombres. Quizá los ejemplos más famosos sean Stonehenge, las pirámides y las horrendas estatuas de la isla de Pascua. Los tres han inspirado teorías descabelladas, incluso sectas de fanáticos.
Ahora tenemos otro ejemplo de esta curiosa obsesión con una reliquia del pasado. Dentro de cinco años se cumplirá un siglo desde que se produjo el más famoso de los desastres marítimos, el hundimiento del transatlántico de lujo Titanic en 1912, durante su viaje de bautismo. La tragedia inspiró pilas de libros y al menos cinco películas, así como el bochornosamente endeble poema de Thomas Hardy, «Convergencia de dos».
Durante setenta y tres años el coloso permaneció en el lecho del Atlántico, un monumento a las mil quinientas almas que se perdieron con él; parecía destinado a quedar fuera de nuestro alcance. Pero en 1985 revolucionarios avances en tecnología submarina permitieron descubrirlo, y cientos de esas tristes reliquias regresaron a la luz del día. Aun en esa época, algunos lo consideraron una profanación.
Ahora, según los rumores, se están gestando planes mucho más ambiciosos; se han formado varios consorcios, todavía no identificados, con el propósito de reflotar el barco, a pesar de su pésimo estado.
Con franqueza, semejante proyecto resulta totalmente absurdo, y confiamos en que ninguno de nuestros lectores se avenga a invertir en él. Aunque se puedan superar los problemas de ingeniería, ¿qué harían los rescatadores con cuarenta o cincuenta mil toneladas de chatarra? Hace años que los arqueólogos marinos saben que todos los metales, excepto el oro, se desintegran rápidamente cuando entran en contacto con el aire tras una larga inmersión.
La protección del Titanic podría ser más costosa que el rescate. Este barco, a diferencia del Vasa o el Mary Rose, no es una «cápsula de tiempo» que nos daría un atisbo de una época perdida. El siglo XX está bien documentado, casi diríamos que en exceso. Los restos que descansan a cuatro kilómetros de profundidad frente al Gran Banco de Terranova no pueden enseñamos nada que ya no sepamos.
No es preciso volver a visitarlo para recordar la lección más importante que nos puede dar el Titanic, el peligro del exceso de confianza, de la soberbia tecnológica. Chernobyl, el Challenger, Lagrange 3 y el Fusor Experimental Uno nos han mostrado las consecuencias de esa actitud.
No olvidemos el Titanic, pero dejémoslo descansar en paz.