La última noche del Titanic
Aunque la mayor parte de la raza humana había visto su trabajo, Donald Craig nunca sería tan famoso como su esposa. No obstante, su destreza de programador lo había hecho igualmente rico, y fue inevitable que se conocieran, pues ambos habían usado súper ordenadores para resolver un problema exclusivo de la última década del siglo XX.
A mediados de los noventa, los estudios de cine y televisión habían comprendido que afrontaban una crisis que nadie había previsto, aunque hacía años que tendría que haber sido obvia. Muchos clásicos del cine —los bienes principales de la vasta industria del entretenimiento— perdían valor, porque cada vez menos gente soportaba mirarlos. Millones de espectadores rechazaban de plano un western, una película de James Bond, una comedia de Neil Simon, un drama de abogados, por un motivo que habría resultado inconcebible una generación atrás. Mostraban gente fumando.
La epidemia de SIDA de los noventa había sido parcialmente responsable de esta revolución en la conducta humana. La segunda peste del siglo XX fue bastante estremecedora, pero mató a un porcentaje mucho menor de los que murieron, de forma igualmente horrible, a causa de las innumerables enfermedades desencadenadas por el tabaco. El padre de Donald era uno de ellos, y había cierta justicia poética en el hecho de que su hijo hubiera amasado una fortuna «esterilizando» películas clásicas para que resultaran aceptables para el nuevo público.
Aunque algunas estaban tan impregnadas de humo que eran irredimibles, en un sorprendente número de casos un habilidoso proceso informático podía borrar esos cilindros ofensivos que los actores sostenían con la mano o con la boca, y eliminar los ceniceros que había en las mesas. Las técnicas que habían fusionado impecablemente mundos reales e imaginarios en películas inolvidables como ¿Quién engañó a Roger Rabbit? tenían muchas otras aplicaciones, no todas legales. Sin embargo, a diferencia de los chantajistas que recurrían al vídeo, Donald Craig podía afirmar que cumplía una útil función social.
Había conocido a Edith en una proyección de su versión expurgada de Casablanca, y ella le había indicado cómo se podía haber mejorado. Sus colegas bromeaban diciendo que se había casado con Edith por sus algoritmos, pero esa unión había sido un éxito tanto a nivel personal como profesional. En los primeros años, al menos…
—Esta tarea será muy sencilla —dijo Edith Craig cuando el monitor terminó de proyectar los créditos—. En toda la película hay sólo cuatro escenas que presentan problemas. ¡Y qué alegría trabajar en el viejo blanco y negro!
Donald aún callaba. La película lo había conmovido más de la cuenta, y aún tenía las mejillas húmedas. Se preguntó por qué se había emocionado tanto. ¿Era porque esto había sucedido de veras, y aún se conocía el nombre de los cientos de personas que había visto morir, aunque fuera una representación filmada en un estudio? No, tenía que ser algo más, porque no era un hombre que llorase fácilmente…
Edith no lo había notado. Había puesto en pantalla la primera secuencia que había marcado, y miraba pensativamente la imagen congelada.
—Empieza en el fotograma 3.751 —dijo—. Allá vamos: un hombre enciende un cigarro… y también el hombre de la derecha… Termina en el fotograma 4.432… La secuencia dura cuarenta y cinco segundos… ¿Cuál es la política del cliente con los puros?
—Se aceptan en caso de necesidad histórica. ¿Recuerdas la retrospectiva sobre Churchill? Imposible fingir que no fumaba.
Edith soltó esa risa breve, casi un ladrido, que para Donald resultaba cada vez más fastidiosa.
—Nunca he podido imaginarme a Winston sin un cigarro… y se diría que le hacían bien. A fin de cuentas, vivió hasta los noventa.
—Tuvo suerte. Mira al pobre Freud: años de sufrimiento antes de pedir al médico que lo matara. Y hacia el final, la herida hedía tanto que ni siquiera el perro se le acercaba.
—¿Entonces no crees que un grupo de millonarios de 1912 se cualifica como «necesidad histórica»?
—No, a menos que afecte a la trama… y no la afecta. Yo voto por eliminarla.
—Muy bien. El algoritmo seis se encargará, con algunas subrutinas.
Los dedos de Edith bailaron sobre el teclado mientras introducía el comando. Había aprendido a no cuestionar las decisiones de su compañero en estos asuntos; todavía estaba implicado emocionalmente, aunque hacía casi veinte años que había visto a su padre luchar por el último aliento.
—Fotograma 6.093 —dijo Edith—. Fullero esquilmando a víctimas adineradas. Algunos de la izquierda tienen puros, pero no creo que mucha gente lo note.
—De acuerdo —respondió Donald a regañadientes—. Siempre que eliminemos esa nube de humo de la derecha. Prueba con el algoritmo de nieblas.
Era extraño que una cosa llevara a la otra, y otra, y otra, y en definitiva a un objetivo que no parecía relacionado con el punto de partida. El problema aparentemente insoluble de la eliminación del humo, y la restauración de los píxeles ocultos de imágenes parcialmente obliteradas, había llevado a Edith al mundo de la teoría del caos, de las funciones discontinuas y de las metageometrías transeuclidianas.
Luego había pasado a los fractales, que habían dominado las matemáticas de la última década del siglo XX. Donald había empezado a preocuparse por el tiempo que ella dedicaba a explorar paisajes imaginarios extraños y maravillosos que a juicio de él no tenían valor práctico para nadie.
—Bien —continuó Edith—. Veremos cómo lo maneja la subrutina 55. Ahora el fotograma 9.873, justo después de la colisión: hay un hombre jugando con trozos de hielo en la cubierta, pero fíjate en esos espectadores de la izquierda.
—No vale la pena molestarse. Siguiente.
—Fotograma 21.397. ¡No hay modo de salvar esta secuencia! No sólo hay cigarrillos, sino que esos camareros que los fuman no pueden tener más de dieciséis o diecisiete años. Por suerte, la escena no es importante.
—Bien, ésa es fácil; la eliminamos y listo. ¿Algo más?
—No… Salvo por la pista de sonido del fotograma 52.763… en el bote salvavidas. Una mujer airada exclama: «¡Aquel hombre está fumando un cigarrillo! ¡Qué vergüenza, en semejante momento!». Pero en realidad no lo vemos.
Donald rió.
—Un toque interesante, dadas las circunstancias. Déjalo.
—De acuerdo. Pero, ¿comprendes lo que esto significa? Esta tarea llevará sólo un par de días. Ya hemos hecho la transferencia analógico-digital.
—Sí… No debemos permitir que parezca demasiado fácil. ¿Para cuándo lo quiere el cliente?
—Por una vez, no es para la semana pasada. A fin de cuentas, sólo estamos en 2007. Faltan cinco años para el centenario.
—Eso es lo que me intriga —dijo Donald pensativamente—. ¿Por qué tan pronto?
—¿No has mirado las noticias, Donald? Aún nadie lo ha declarado públicamente, pero la gente está haciendo planes a largo plazo… y tratando de recaudar dinero. Y tendrán que recaudar mucho si quieren reflotar el Titanic.
—Nunca tomé en serio esos informes. A fin de cuentas, está bastante estropeado… y partido en dos.
—Dicen que eso facilitará la operación. Y puedes resolver cualquier problema de ingeniería… si cuentas con suficiente dinero.
Donald guardó silencio. No había prestado mucha atención a las palabras de Edith, pues una de las escenas que acababa de presenciar se proyectaba en su memoria. Era como verla de nuevo en la pantalla; y ahora sabía por qué había llorado en la oscuridad.
—Adiós, hijo querido —había dicho el joven aristócrata inglés, mientras el niño dormido que no volvería a ver a su padre era trasladado al bote salvavidas.
Y aun así, antes de morir en las heladas aguas del Atlántico, ese hombre había conocido y amado a un hijo… y Donald Craig lo envidiaba. Aun antes de que comenzaran a distanciarse, Edith había sido tajante. Le había dado una hija, pero Ada Craig no tendría un hermano varón.