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Imperio de vidrio

Roy Emerson nunca había esperado ser rico, así que no estaba preparado para ese trance. Al principio había tenido la ingenuidad de creer que podía contratar expertos que cuidarían la fortuna que acumulaba rápidamente, y le permitirían hacer lo que quisiera con su tiempo. Pronto descubrió que la situación era más complicada: el dinero podía brindar libertad, pero también traía responsabilidad. Había un sinfín de decisiones que sólo él podía tomar, y tenía que pasar una cantidad deprimente de horas con abogados y contables.

Cuando empezaba a amasar sus primeros mil millones, tuvo que asumir la presidencia del directorio. La compañía sólo tenía cinco directores: su madre, su hermano mayor, su hermana menor, Joe Wickram, y él mismo.

—¿Por qué no Diana? —le había preguntado a Joe.

El abogado miró a Emerson por encima de las gafas que, en su opinión, le daban un aire de distinción en esa época de cirugía ocular correctiva de diez minutos.

—Los padres y hermanos son eternos —dijo—. Las esposas van y vienen; tú lo sabes mejor que nadie. Desde luego, no sugiero…

Joe tenía razón; Diana se había ido, tal como Gladys se había ido antes. Había sido una despedida bastante cordial, aunque cara, y tras la firma de los últimos documentos Emerson se refugió varios meses en su taller. Cuando emergió (sin ningún invento nuevo, porque había estado demasiado absorto en aprender a operar su maravilloso equipo nuevo para usarlo de veras), Joe le reservaba otra sorpresa.

—No te consumirá demasiado tiempo —le dijo—, y es un gran honor. Parkinson’s es una de las empresas más prestigiosas de Inglaterra, fundada hace más de doscientos años. Y es la primera vez que aceptan a un director ajeno a la familia… y para colmo extranjero.

—Ja. Supongo que necesitan más capital.

—Ciertamente. Pero el interés es mutuo… y te respetan de veras. Ya sabes lo que has hecho con el negocio del vidrio, en todo el mundo.

—¿Tendré que usar sombrero de copa y…? ¿Cómo se llamaban…? ¿Polainas?

—Sólo si quieres que te presenten en la corte, algo que ellos podrían lograr sin dificultad.

Para su considerable sorpresa, Roy Emerson había hallado la experiencia no sólo placentera, sino estimulante. Antes de sumarse al directorio de Parkinson’s y asistir a sus reuniones bimestrales en Londres, creía saber algo sobre el vidrio. Pronto descubrió su error.

Aun el vidrio reforzado, que él había dado por descontado toda la vida (y que contribuía a la mayor parte de su fortuna), tenía una historia que lo asombró. Emerson nunca se había preguntado cómo se fabricaba, suponiendo que bastaba con presionar la materia prima fundida entre rodillos gigantes.

Así se había hecho hasta mediados del siglo XX, y las ásperas láminas resultantes requerían horas de costoso pulido. Hasta que un inglés desquiciado había dicho: ¿por qué no dejamos que la gravedad y la tensión de superficie hagan el trabajo? Que el vidrio flote en un río de metal fundido: automáticamente obtendremos una superficie lisa…

Al cabo de pocos años, y de varios millones de libras, sus colegas se habían dejado de reír. De la noche a la mañana, el «vidrio flotante» tomó obsoletos los demás métodos de manufacturación.

Emerson quedó muy impresionado por este ejemplo de historia tecnológica, pues reconoció el paralelismo con su propio descubrimiento. Y no tenía empacho en confesar que había requerido más valentía y dedicación que su modesto invento. Ilustraba la diferencia entre el genio y el talento.

También lo fascinaba el antiguo arte del soplado de vidrio, que no había sido del todo reemplazado por la tecnología y quizá no lo fuera nunca. Incluso visitó Venecia, protegida por sus diques de construcción holandesa, y miró las intrincadas maravillas del Museo del Vetro. No sólo era imposible imaginar cómo se habían manufacturado algunas, sino que era increíble que las hubieran desplazado intactas desde su lugar de origen. El vidrio tenía un sinfín de aplicaciones y después de dos mil años aún se descubrían nuevos usos.

En una reunión tediosa de directorio, Emerson estaba divagando, admirando la cercana cúpula de la catedral de San Pablo desde uno de los pocos puntos de observación que habían sobrevivido a la codicia comercial y el vandalismo arquitectónico. Faltaban dos ítems del orden del día para pasar a «otros asuntos», y luego todos podrían disfrutar del excelente almuerzo que los aguardaba en la suite del ático.

Las palabras «una presión de cuatrocientas atmósferas» le llamaron la atención. Sir Roger Parkinson leía una carta que sostenía como si fuera una especie de insecto desconocido. Emerson hojeó la gruesa carpeta del orden del día y encontró su propia copia.

Estaba impresa en papel elegante, pero la habitual ristra de apellidos del nombre del bufete no significaba nada para él; notó con aprobación, sin embargo, que el domicilio estaba en Lincoln’s Inn Fields. Al pie de la página, como un carraspeo de modestia, figuraban las palabras «Fundado en 1803», en letras apenas visibles.

—No dan el nombre del cliente —dijo el joven (treinta y cinco años) George Parkinson—. Interesante.

—Sea quien fuere —intervino William Parkinson-Smith (la oveja negra y secretamente admirada de la familia, que cautivaba a los canales de chismes con sus frecuentes revuelos domésticos)—, no sabe lo que quiere. ¿Por qué pide cotizaciones en semejante gama de tamaños? ¡Desde un milímetro hasta un radio de medio metro!

—El tamaño más grande —dijo Rupert Parkinson, famoso regatista— me recuerda a esas boyas de pesca japonesas que se ven en el Pacífico. Son magníficos adornos.

—Sólo se me ocurre un uso para el tamaño menor —dijo George ampulosamente—. Energía de fusión.

—Pamplinas, tío —exclamó Gloria Windsor-Parkinson (medalla de plata en los cien metros, Olimpiadas de 2004)—. El bombardeo con láser se abandonó hace años… y las microesferas que se utilizaban eran realmente diminutas. Un milímetro sería demasiado grande… a menos que quisieras una bomba H doméstica.

—Además, mirad las cantidades que solicitan —dijo Arnold Parkinson (autoridad mundial en arte prerrafaelita)—. Suficiente para llenar el Albert Hall.

—¿Ése no era el título de una canción de los Beatles? —preguntó William. Hubo un silencio reflexivo, luego un rápido roce de los teclados. Gloria llegó primero, como de costumbre.

—Anduviste cerca, tío Bill. Es de la canción «A Day in the Life», de Sergeant Pepper. No sabía que te gustaba la música clásica.

Sir Roger dejó que el proceso de asociación libre continuara sin freno. Podía detener las deliberaciones con sólo enarcar una ceja, pero era demasiado perspicaz para hacerlo. No todavía, al menos. Sabía que a menudo estas sesiones de brainstorming conducían a conclusiones y decisiones vitales que la mera lógica jamás habría descubierto. Y aunque no condujeran a nada, ayudaban a los miembros de esta familia internacional a conocerse mejor.

Pero fue Roy Emerson (el único yanqui) quien asombró a los Parkinson con su inspirada conjetura. Durante los últimos minutos, una idea se había formado en el fondo de su mente. La referencia de Rupert a las boyas japonesas le había brindado el primer atisbo, pero nunca habría llegado a nada sin una de esas extraordinarias coincidencias que ningún novelista que se precie permitiría en una obra de ficción.

Emerson estaba sentado frente al retrato de Basil Parkinson, 1874-1912. Y todos sabían dónde había muerto, aunque las circunstancias exactas aún eran objeto de leyenda… y de un pleito por difamación.

Algunos decían que había tratado de disfrazarse de mujer, para poder abordar uno de los últimos botes. Otros lo describían conversando animadamente con el diseñador Andrews, sin prestar atención al agua helada que les cubría los tobillos. En la familia, al menos, se consideraba que ésta era la versión más probable. Los dos brillantes ingenieros habrían disfrutado de la mutua compañía durante sus últimos minutos de vida.

Emerson se aclaró la garganta con nerviosismo. Quizá se pusiera en ridículo…

—Sir Roger —dijo—, se me acaba de ocurrir una idea descabellada. Todos hemos visto la publicidad y las especulaciones por el centenario, ahora que sólo faltan cinco años para 2012. Varios millones de burbujas de vidrio reforzado serían ideales para la tarea de la que todos hablan.

»Creo que nuestro cliente misterioso va tras el Titanic.