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Exorcismo

15 de abril de 2012, 2:00

Era un horario inconveniente para las redes mediáticas: en las Américas era demasiado temprano, en Europa aún no era de noche. De todos modos, la noticia había pasado de moda; pocos tenían interés en ese proyecto frustrado.

Hacía un siglo que la Guardia Costera de Estados Unidos ofrendaba una guirnalda en el mismo lugar, todos los años. Pero este centenario era especial: el eje de muchos sueños y esperanzas que se habían esfumado… junto con muchas fortunas.

El Glomar Explorer había virado a barlovento, para que el castillo de proa protegiera a sus distinguidos huéspedes de las heladas ráfagas del norte. Pero no hacía tanto frío como en aquella límpida noche de cien años atrás, cuando todo el Atlántico norte titilaba bajo las estrellas.

No había nadie a bordo que hubiera estado presente la última vez que el Explorer había rendido homenaje a los difuntos, pero muchos debían recordar esa ceremonia secreta que se había celebrado en el otro lado del mundo, en un siglo sangriento que parecía pertenecer a otra época. La raza humana había madurado, pero aún le faltaba mucho para ufanarse de ser civilizada.

El lento movimiento de la Segunda Sinfonía de Elgar se desvaneció. Ninguna música podía ser más apropiada que este melancólico adiós a la era edwardiana, compuesto durante los mismos años en que el Titanic crecía en el astillero de Belfast.

Todos clavaban los ojos en el hombre alto y canoso que recogía la única guirnalda y la arrojaba delicadamente por la borda. Guardó silencio largo rato; en la cubierta barrida por el viento, todos sus camaradas podían compartir sus emociones, pero para algunos eran especialmente conmovedoras. Habían estado con él a bordo del Knorr, cuando el monitor de TV mostró el primer pecio en la mañana del 1 de septiembre de 1985. Y uno de ellos había arrojado la sortija de boda de su esposa muerta a esas mismas aguas, un cuarto de siglo atrás.

Esta vez, la raza que había concebido y construido el Titanic había perdido el coloso para siempre; los ojos humanos no volverían a ver sus fragmentos desperdigados.

Muchos hombres quedaban libres, por fin, de sus pertinaces obsesiones.