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La villa en el ocaso

Los árboles y arriates exquisitamente podados activaron un recuerdo en cuanto el coche traspuso los vistosos portones de hierro. Con gran esfuerzo de voluntad, Donald Craig reprimió esa evocación del castillo de Conroy. Nunca lo vería de nuevo; ese capítulo de su vida estaba cerrado.

Aún sentía esa tristeza, que siempre lo acompañaría de algún modo. Pero también se sentía liberado; no era demasiado tarde para buscar nuevos horizontes: «nuevos bosques y prados frescos», como decía Milton. Estoy tratando de reprogramarme a mí mismo, pensó agriamente Donald. Abrir un nuevo fichero…

Había un aparcamiento a pocos metros de la elegante casa georgiana; cerró con llave el coche alquilado y caminó hacia la puerta. Había una flamante placa de bronce a la altura de los ojos, encima del cordel de la campanilla y la rejilla del interfono. Aunque Donald no veía ninguna cámara, tuvo la certeza de que lo observaban.

La placa tenía una sola línea, en negrita:

Doctora Evelyn Merrick, psiquiatra

Donald la miró pensativamente unos segundos, sonrió y estiró el brazo hacia el cordel. Pero la puerta se le adelantó, abriéndose con un chasquido.

—Bienvenido a bordo, señor Craig —dijo la dama Eva, con esa voz penetrante pero compasiva que a menudo le recordaría al doctor Jafferjee—. Cualquier amigo de Jason es amigo mío.