El síndrome del siglo
Cuando los relojes dieron la medianoche del 31 de diciembre de 1999, había poca gente educada que no supiera que aún faltaba un año para que comenzara el siglo XXI. Hacía semanas que los medios explicaban que el calendario occidental comenzaba con el año 1, no con el año 0, así que el siglo XX duraría doce meses más.
No sirvió de nada; el impacto psicológico de esos tres ceros era demoledor, y la atmósfera fin de siècle era abrumadora. Ésta era la semana que contaba; el 1 de enero de 2001 sería un anticlimax, salvo para algunos cinéfilos.
Por lo demás, el 1 de enero de 2000 era una fecha decisiva por un motivo práctico que cuarenta años antes no se le habría ocurrido a nadie. Desde los sesenta, los ordenadores se habían encargado cada vez más de la contabilidad mundial, y la transición estaba prácticamente concluida. Millones de memorias ópticas y electrónicas almacenaban billones de transacciones, casi todos los negocios del planeta.
La mayoría de esas anotaciones tenía fecha. Al iniciarse la última década del siglo, una onda de choque sacudió el mundo financiero. De pronto, y tardíamente, se comprendió que la mayoría de esas fechas carecía de un componente vital.
Los empleados y contables humanos que se encargaban de lo que aún se llamaba «llevanza de libros» rara vez se molestaban en poner el «19» delante de los dos dígitos que habían consignado. Los daban por sentado; era una cuestión de sentido común. Lamentablemente, los ordenadores se caracterizaban por no tener sentido común. Con la primera alborada del año «00», millares de cretinos electrónicos pensarían: «00 es menor que 99. En consecuencia, hoy es más temprano que ayer, por 99 años. Debo volver a calcular todas las hipotecas, recargos e intereses con este criterio». La consecuencia sería un caos internacional en escala inaudita; eclipsaría todos los logros anteriores de la estupidez artificial, incluso el Lunes Negro del 5 de junio de 1995, cuando un chip defectuoso de Zúrich fijó la tasa bancaria en 150 por ciento en vez de 15.
En el mundo no había programadores suficientes para verificar los miles de millones de declaraciones financieras existentes, y para añadir el mágico prefijo «19» cuando era necesario. La única solución consistía en diseñar un software específico para esa tarea, que se inyectaría como un virus benigno en los programas pertinentes.
Durante los últimos años del siglo, la mayoría de los programadores prestigiosos del mundo estaban implicados en el desarrollo de una vacuna 99; se había transformado en una especie de Santo Grial. Se distribuyeron varias versiones defectuosas en 1997, que eliminaron a los compradores que se apresuraron a activarlas antes de hacer copias de respaldo. Los abogados hicieron su agosto con los pleitos que siguieron.
Edith Craig pertenecía al pequeño panteón de programadoras famosas que comenzaron con Ada, lady Lovelace, la trágica hija de Byron, continuaron con la contraalmirante Grace Hopper, y culminaron con la doctora Susan Calvin. Con la ayuda de unas docenas de asistentes y un SuperCray, había diseñado las doscientas cincuenta mil líneas de código del programa Doblecero, que prepararía a cualquier sistema financiero bien organizado para afrontar el siglo XXI. Incluso podía lidiar con sistemas mal organizados, insertando el equivalente informático de banderas rojas en las zonas peligrosas que aún requerían la intervención humana.
Fue una suerte que el 1 de enero de 2000 fuera sábado; la mayor parte del mundo tenía un fin de semana entero para recobrarse de la resaca y prepararse para el momento de la verdad del lunes por la mañana.
La semana siguiente presenció una cantidad récord de quiebras entre las empresas cuyas cuentas de deuda activa se habían transformado en basura instantánea. Los que habían tenido la prudencia de invertir en Doblecero sobrevivieron, y Edith Craig fue rica, lamosa y feliz.
Sólo durarían la riqueza y la fama.