Hijo pródigo
En el lecho del Atlántico, robots que valían mil millones de dólares dejaron de usar las herramientas para subir a la superficie. No había gran prisa; no había vidas en peligro, aunque sí fortunas. Las acciones del Titanic bajaban rápidamente en las bolsas del mundo, dando a los humoristas de los medios una oportunidad para hacer bromas más que obvias.
Las grandes plataformas petrolíferas marinas también apostaban por la seguridad. Aunque Hibernia y Avalon, en aguas relativamente poco profundas, tenían poco que temer de las corrientes de turbidez, habían suspendido las operaciones, y hacían verificaciones dobles y triples de sus sistemas de emergencia y respaldo. Ahora sólo quedaba esperar, y admirar las magníficas auroras que ya habían transformado este ciclo de las manchas solares en el más espectacular jamás registrado.
Poco antes de medianoche —nadie dormía demasiado—, Bradley estaba en el helipuerto del Explorer, mirando los grandes telones de fuego rubí y esmeralda que surcaban el cielo boreal. No era miembro de la tripulación; si el capitán o alguien más lo necesitaba, estaría disponible en segundos. A la gente atareada no le agradaba tener observadores a sus espaldas, y menos en emergencias, por buenas que fueran sus intenciones o aptitudes.
Cuando se produjo la llamada, no vino del puente sino del centro de operaciones.
—¿Jason? Aquí operaciones. Tenemos un problema. J. J. no reconoce nuestra señal de retomo.
Bradley sintió una extraña mezcla de emociones. Primero se preocupó por la pérdida de uno los equipos más prometedores y costosos del laboratorio. Luego se hizo la pregunta inevitable: «¿Qué salió mal?». A continuación: «¿Cómo podemos remediarlo?».
Pero también había algo más profundo. J. J. representaba una enorme inversión personal de tiempo, esfuerzo, pensamiento… incluso devoción. Recodó esas bromas sobre la paternidad del robot; había cierta verdad en ellas. Crear un hijo real (¿qué había sucedido con el J. J. de carne y hueso?) había requerido mucha menos energía.
Demonios, pensó Jason, es sólo una máquina. Se podía reconstruir; aún tenían todos los programas. No se perdería nada, salvo la información reunida en la misión actual.
Mentira; se perdería mucho. Incluso era posible que abandonaran el proyecto: el desarrollo de J. J. había llevado al límite los fondos y recursos de la AIFM. Cuando menos, la Operación Neptuno se demoraría años, quizá más allá de la vida de Zwicker. El científico era un cabrón irritante, pero Jason le tenía afecto y admiración. La pérdida de J. J. le rompería el corazón…
Mientras se dirigía al centro de operaciones, Bradley recibía y analizaba informes con su comunicador de pulsera.
—¿Estás seguro de que J. J. está operando normalmente?
—Sí… recibimos bien la señal. El último informe de mantenimiento, hace quince minutos, dijo que todos los sistemas funcionaban y continuaba con su patrón de rastreo. Sólo que no responde a la señal de retomo.
—¡Maldición! El laboratorio me dijo que habían corregido ese algoritmo. Sigue intentándolo… Aumenta tu potencia al máximo. ¿Qué se sabe del terremoto?
—Es grave. El monte Pelée está rugiendo, y están evacuando la Martinica. Y se han enviado advertencias de tsunami a todas partes.
—¿Qué dicen sobre el Gran Banco? ¿Hay indicios del comienzo de un alud?
—Todos los sismógrafos están chirriando… Nadie tiene idea de lo que pasa. Aguarda un minuto mientras recibo una actualización… Ah, aquí hay algo. La red antisubmarina de la Armada (¡no sabía que aún funcionaba!) está siendo pulverizada. También los cables del Atlántico, igual que en el 29… Sí, se dirige hacia aquí.
—¿Cuánto tardará en llegar?
—Si no pierde impulso, tres horas largas. Quizá cuatro.
Tiempo suficiente, pensó Bradley. Sabía exactamente lo que tenía que hacer.
—Estanque —llamó—, abran Deep Jeep. Voy a descender.
Estoy disfrutando de esto, pensó Bradley. Por primera vez, tengo una magnífica excusa para descender con Deep Jeep sin tener que presentar una solicitud por triplicado. Después habrá tiempo para el papeleo… o los memorandos electrónicos…
Para acelerar el descenso, Deep Jeep llevaba un lastre excesivo; contaminaría el fondo del mar al desechar ese peso, pero no había tiempo para preocuparse por eso. Sólo veinte minutos después de que el brillante fulgor del cielo se hubiera disipado encima de él, Bradley vio el nimbo fosforescente que aureolaba la proa del Titanic. No lo necesitaba, pues sabía su posición exacta, y no se dirigía al barco; pero le alegraba que hubieran vuelto a encender las luces para su exclusivo deleite.
J. J. estaba a medio kilómetro, realizando su tarea con obsesiva concentración y dedicación al deber. El monótono pitido de su radiofaro llenaba la diminuta burbuja de aire de Deep Jeep cada diez segundos, y también era claramente visible en el sonar de búsqueda.
Sin mayor esperanza, Bradley retransmitió la secuencia de la recuperación de emergencia, y continuó haciéndolo mientras se aproximaba al tenaz robot. La falta de respuesta no le sorprendía ni lo defraudaba. No te preocupes, se dijo; tengo otros trucos en la manga.
Guardó el siguiente hasta estar a sólo diez metros de distancia. Deep Jeep era más veloz que J. J., y Bradley no tuvo dificultad en interceptar el trayecto programado del robot. Con frecuencia habían organizado esas confrontaciones subacuáticas para probar los algoritmos de elusión de obstáculos de J. J., y éstos operaron tal como estaba planeado.
J. J. se paró en seco y analizó la situación. A tan poca distancia Bradley pudo oír un trino como de flautín mientras el robot estudiaba el obstáculo y trataba de identificarlo.
Aprovechó la oportunidad para enviar de nuevo la orden de retorno; no tuvo suerte. No tenía sentido volver a intentarlo; el problema debía de estar en el software.
J. J. giró noventa grados a la izquierda y se dirigió en ángulo recto hacia el curso original. Sólo avanzó diez metros y luego volvió a su viejo rumbo, esperando eludir la obstrucción. Pero Bradley ya estaba allí.
Mientras J. J. reflexionaba, Bradley probó otra treta. Activó el transductor externo de sonido.
—J. J. —dijo—, ¿me oyes?
—Sí —respondió el robot.
—¿Me reconoces?
—Sí, señor Bradley.
Bien, pensó Bradley. Algo es algo…
—¿Tienes algún problema?
—No. Todos los sistemas funcionan normalmente.
—Te hemos enviado una llamada de retomo: subprograma 999. ¿La has recibido?
—No, no la he recibido.
Bien, pensó Bradley, al margen de lo que digan los escritores de ciencia-ficción, los robots no mienten… a menos que estén programados para hacerlo. Y nadie le ha hecho esa jugarreta a J. J… o eso espero…
—Pues se ha enviado una. Repito: obedece el código 999. ¿Recibido?
—Recibido.
—Entonces ejecuta.
—Orden no entendida.
Maldición. Estamos andando en círculos, comprendió Bradley. Y podríamos hacerlo hasta que ambos agotemos nuestra energía, o nuestra paciencia.
Mientras Bradley analizaba su próximo paso, el Explorer interrumpió el diálogo.
—Deep Jeep, lamento que no hayas tenido suerte hasta ahora. Pero tenemos novedades… y un mensaje del profesor.
—Adelante.
—Te estás perdiendo los fuegos de artificio. Hubo una… bien, explosión es la única palabra… alrededor de cuarenta oeste, cincuenta norte. Demasiado profunda para causar daños graves a las plataformas petroleras, por suerte, pero hay un movimiento de millones de metros cúbicos de gas hidrocarburo. Y se ha inflamado, podemos ver el resplandor desde aquí. ¡La aurora no es nada en comparación! Tendrías que ver las imágenes de satélite: es como si el Atlántico norte estuviera en llamas.
Sin duda es espectacular, pensó Bradley. ¿Pero en qué me afecta a mí?
—¿Cuál es el mensaje del doctor Zwicker?
—Nos pidió que te avisáramos de que Tommy Gold tenía razón. Dijo que lo entenderías.
—Francamente, en este momento no me interesa probar teorías científicas. ¿Cuánto tiempo puedo permanecer abajo?
Bradley no sentía alarma, sólo apremio. Podía arrojar el lastre restante y volar sus tanques en segundos, e iniciaría su ascenso a salvo antes de que un alud submarino pudiera sepultarlo. Pero estaba empecinado en terminar su misión, por motivos que ahora eran tan personales como profesionales.
—La estimación más reciente es de una hora… quizá más. Falta tiempo para que llegue aquí… si llega.
Una hora era bastante tiempo; quizá le alcanzara con cinco minutos.
—J. J. —ordenó—, te daré un nuevo programa. Comando cinco dos siete.
Así se desactivaba la energía principal, y sólo quedaban funcionando los sistemas de respaldo. J. J. no tendría más opción que emerger.
—Comando cinco dos siete aceptado.
Bien, había funcionado. Las luces externas de J. J. pestañearon, y las pequeñas hélices de control de altitud se detuvieron. Por un instante, J. J. se quedó tieso. Espero no haber exagerado, pensó Bradley.
Luego las luces volvieron a encenderse, y las hélices volvieron a girar.
No había dado resultado. Nuda había salido mal esta vez, pero era imposible recordar todo en un sistema tan complejo como el de J. J.; Bradley había olvidado un pequeño detalle. Algunos comandos sólo funcionaban en el laboratorio; se los anulaba en las misiones operativas. Su orden había sido cancelada automáticamente.
Eso le dejaba una sola opción. Si la persuasión había fallado, tendría que usar la fuerza bruta. Deep Jeep era mucho más fuerte que J. J., que además no tenía brazos para defenderse. En un forcejeo, llevaba las de perder.
Pero eso sería indigno. Había un modo mejor.
Bradley puso Deep Jeep en reversa, dándole vía libre al robot. J. J. estudió la situación unos segundos, y reanudó su tarea. Semejante dedicación era admirable, pero podía ser exagerada. ¿Era verdad que los arqueólogos habían encontrado a un centinela romano que permanecía en su puesto en Pompeya, tapado por las cenizas del Vesubio porque ningún oficial había acudido a relevarlo? Parecía que J. J. estaba empecinado en hacer lo mismo.
—Lo lamento —murmuró Bradley mientras se aproximaba a la desprevenida máquina.
Hundió el brazo manipulador de Deep Jeep en la hélice principal, y trozos de metal volaron por doquier. Las hélices auxiliares hicieron girar a J. J. en semicírculo, luego se detuvieron.
Había una sola manera de salir de esa situación, y J. J. no se detuvo a discutir.
La señal intermitente del radiofaro pasó a la llamada continua de auxilio —el mayday del robot—, que significaba «¡Venid a buscarme!».
Como un bombardero soltando sus bombas, J. J. arrojó el lastre de hierro que le daba flotabilidad neutra e inició su rápido ascenso a la superficie.
—J. J. está subiendo —le informó Bradley al Explorer—. Estará allí en veinte minutos.
Ahora el robot estaba a salvo; varios sistemas lo rastrearían en cuanto emergiera, y estaría de vuelta a bordo mucho antes que Deep Jeep.
—Espero que sepas —murmuró Bradley mientras J. J. desaparecía en el cielo líquido— que a mí me dolió mucho más que a ti.