38

Richter ocho

Jason Bradley estaba en el puente del Glomar Explorer, monitorizando el avance de J. J. en el fondo marino, cuando sintió el súbito martillazo. Los dos técnicos en electrónica que miraban las pantallas ni lo notaron; quizá pensaron que era un cambio en el ritmo incesante de la maquinaria del barco. Pero por un segundo escalofriante Jason recordó un momento de casi un siglo atrás, que pasó igualmente inadvertido para la mayoría de los pasajeros.

Pero el Explorer estaba anclado (sobre cuatro kilómetros de agua, algo que habría azorado al capitán Smith) y ningún iceberg podía escabullirse sin ser detectado por su radar. Y a poca velocidad, a lo sumo rasparía la pintura.

Antes de que Jason pudiera llamar al centro de comunicaciones, una estrella roja comenzó a parpadear en la pantalla de comunicación. Para colmo, una ensordecedora alarma de audio, garantizada para hacer castañetear los dientes mientras pitaba en un rango de un kilociclo, sonaba en el poco usado altavoz de la unidad. Jason canceló el audio y se concentró en el mensaje. Hasta los dos marineros de agua dulce que lo acompañaban comprendieron que algo andaba mal.

—¿Qué pasa? —preguntó uno de ellos ansiosamente.

—Terremoto… y grande. Debe de haber sido cerca.

—¿Algún peligro?

—No para nosotros. No sé dónde está el epicentro…

Bradley tuvo que esperar unos minutos para que las redes de ordenadores y sismógrafos realizaran sus cálculos. Luego apareció un mensaje en la pantalla:

TERREMOTO SUBMARINO ESTIMADO RICHTER 7

EPICENTRO APROXIMADAMENTE 55 O 44 N

ALERTA ISLAS Y ZONAS COSTERAS

ATLÁNTICO NORTE

Nada más sucedió por unos segundos; luego apareció otra línea:

CORRECCIÓN: ACTUALIZAR A RICHTER 8

Cuatro kilómetros más abajo, J. J. realizaba sus tareas con paciencia y eficacia, deslizándose a una altitud de diez metros sobre el fondo marino y a una velocidad de unos cómodos ocho nudos. (Algunas tradiciones náuticas se negaban a morir; los nudos y las brazas aún sobrevivían en la era métrica.) Su programa de navegación estaba configurado para realizar barridos superpuestos, como un labrador yendo y viniendo por el terreno que preparaba para la próxima cosecha.

La primera onda de choque perturbó a J. J. tan poco como al Explorer. Ni siquiera los dos submarinos nucleares fueron afectados; estaban diseñados para resistir cosas peores, aunque sus comandantes habían pasado unos segundos de zozobra pensando en cargas de profundidad.

J. J. continuó su búsqueda automática, acopiando megabytes de información por segundo. El noventa y nueve por ciento de esto nunca sería de interés para nadie, y quizá pasaran siglos antes de que se encontrara oro científico en la escoria.

Para el ojo o la cámara de vídeo, el fondo marino parecía totalmente liso, pero se había escogido con cuidado. Hacía tiempo que habían extraído todos los objetos interesantes del campo de desechos que rodeaba la sección de proa; incluso los trozos de carbón caídos de los pañoles se habían rescatado y transformado en souvenirs. Sin embargo, sólo dos años atrás una búsqueda por magnetómetro había revelado anomalías cerca de la proa que valía la pena investigar. J. J. era ideal para esa tarea; en pocas horas habría completado la investigación y regresaría a su base flotante.

—Parece una repetición de 1929 —dijo Bradley.

En el laboratorio de la AIFM, el doctor Zwicker meneó la cabeza.

—No; mucho peor, me temo.

—¿Qué sucedió en 1929? —preguntó Kato desde Tokio, en otro nódulo de esta conferencia organizada precipitadamente.

—El terremoto del Gran Banco. Desencadenó una corriente de turbidez… Un alud submarino. Partió los cables telegráficos uno tras otro, como algodón, mientras arrasaba el fondo marino. Así es como se calculó su velocidad: sesenta kilómetros por hora. Quizá más.

—Entonces podría alcanzamos en tres o cuatro horas. Por Dios. ¿Qué daños podemos esperar?

—Imposible estimarlo a estas alturas. En el mejor de los casos, muy pocos. El terremoto de 1929 no tocó al Titanic, aunque muchos pensaron que había sido sepultado; por suerte, pasó a un par de cientos de kilómetros al oeste. La mayor parte del sedimento fue desviada hacia un cañón, y no se acercó al barco.

—Perdón —interrumpió Rupert Parkinson desde su oficina de Londres—. Acabamos de enteramos de que uno de nuestros módulos de flotación ha emergido. Saltó veinte metros fuera del agua. Y perdimos la telemetría del pecio. ¿Qué sabes tú, Kato?

Kato vaciló sólo un instante y le ordenó algo en japonés a un colega que no estaba en pantalla.

—Verificaré con el Pedro y el Maury. Doctor Zwicker, ¿cuál es su análisis más pesimista?

—Nuestro primer vistazo sugiere unos metros de sedimento. Tendremos una simulación informática dentro de una hora.

—Un metro no estaría tan mal.

—Maldición, podría estropear nuestros planes.

—Un informe del Maury, caballeros —dijo Kato—. Ningún problema, todo normal.

—¿Por cuánto tiempo? Si ese alud se dirige hacia nosotros, deberíamos evacuar la mayor cantidad de equipo posible. ¿Qué aconseja usted, doctor Zwicker?

El científico estaba a punto de hablar cuando Bradley le susurró algo al oído. Zwicker dio un respingo, puso cara larga, asintió con renuencia.

—Creo que no debo decir nada más, caballeros. El señor Bradley tiene más experiencia en este campo. Antes de dar consejos específicos, debo consultar con nuestro departamento legal.

Todos callaron, sorprendidos.

—Todos somos hombres de mundo —intervino Rupert Parkinson—. Entendemos que la AIFM no quiera liarse en demandas judiciales. No perdamos el tiempo. Evacuaremos lo que podamos. Y te aconsejo que hagas lo mismo, Kato… por si el análisis pesimista del doctor Zwicker resulta demasiado optimista.

Eso era precisamente lo que el científico temía. Un terremoto submarino era impresionante de por sí; pero, así como una bomba de fisión actúa como detonador de una bomba de fusión, quizá sirviera para activar fuerzas aún más descomunales.

En las sustancias petroquímicas que yacían bajo el lecho del Atlántico se habían almacenado millones de años de energía solar; el hombre sólo había explotado una capa de un siglo.

El resto todavía esperaba.