Resurrección
No había sido fácil de organizar, y había requerido meses de discusión a través de la frontera. Sin embargo, la ceremonia fúnebre conjunta se había realizado sin tropiezos; por una vez, compartiendo la misma tragedia, unos cristianos podían hablar civilizadamente con otros cristianos. El hecho de que uno de los muertos fuera oriundo de Irlanda del Norte había ayudado mucho; los ataúdes se podían enterrar simultáneamente en Dublin y en Belfast.
Mientras se extinguían los ecos del «Lux aeterna» de la Misa de réquiem de Verdi, Edith Craig le preguntó a Dolores:
—¿Debo decírselo ahora al doctor Jafferjee? ¿O pensará que volví a enloquecer?
Dolores frunció el ceño, y luego respondió con ese cantarín acento caribeño que había ayudado a llegar al rincón lejano donde se escondía la mente de Edith:
—Por favor, querida, no uses esa palabra. Y sí, deberías decírselo. Es hora de que volvamos a hablar con él, o se preocupará. No es como algunos doctores que podría mencionar… Se interesa en sus pacientes. Para él no son meros números en su archivo.
El doctor Jafferjee recibió con gusto la llamada de Edith; se preguntó de dónde venía, pero ella no le dio explicaciones. Vio que estaba en una sala amplia con muebles de caña (ah, quizá el trópico, la isla donde había nacido Dolores) y se alegró de ver que estaba totalmente relajada. Detrás en la pared colgaban dos grandes fotografías, y las reconoció a ambas: Ada y «Colleen».
El médico y la ex paciente se saludaron con calidez.
—Quizá usted crea que estoy iniciando otra búsqueda desesperada —dijo Edith, con cierto nerviosismo—, y tal vez tenga razón. Pero esta vez sé lo que hago, y estaré trabajando con científicos de renombre internacional. Las probabilidades en contra son de un millón a una. Pero eso es infinitamente mejor, sin duda, que… que buscar lo que uno necesita en el conjunto M.
No lo que necesitas, pensó el doctor Jafferjee, sino lo que quieres.
—Adelante, Edith —dijo con cautela—. Estoy intrigado… y absolutamente a oscuras.
—¿Qué sabe sobre criogenia?
—No mucho. Sé que han congelado a mucha gente, pero nunca se demostró que las puedan… Ah, ya entiendo adonde vas. ¡Qué idea sensacional!
—¿No le parece ridícula?
—Bien, esas probabilidades de un millón a una pueden ser optimistas. Pero con semejante rédito… No, no me parece ridícula. Y si temes que le pida a Dolores que te despache a la clínica en el primer avión, despreocúpate. Aunque tu proyecto no tenga éxito, podría ser la mejor terapia.
Siempre que no te dejes desquiciar por el casi inevitable fracaso, pensó Jafferjee. Aun así, faltaban años para eso…
—Me alegra que opine así. En cuanto supe que pensaban conservar a Colleen con la esperanza de identificarla, supe lo que tenía que hacer. No creo en el destino ni en la fatalidad, pero, ¿cómo podría rechazar esta oportunidad?
Claro que no podrías, pensó Jafferjee. Has perdido una hija; esperas ganar otra. Una bella durmiente que no será despertada por un joven príncipe, sino por una princesa madura. No, una bruja (¡buena, esta vez!) que posee poderes que trascienden los sueños de cualquier muchacha irlandesa nacida en el siglo XIX.
En el improbable caso de que funcionara, qué extraño nuevo mundo afrontaría Colleen. Sería ella quien necesitara terapia psicológica. Pero ésta era una exagerada extrapolación.
—No quiero ser aguafiestas —dijo Jafferjee—, pero… aunque lograran revivir el cuerpo, ¿no habrá lesiones cerebrales irreversibles al cabo de cien años?
—Yo también temía lo mismo. Pero muchas investigaciones indican que el proyecto es plausible. Me he sorprendido mucho. Más aún, impresionado. ¿Ha oído hablar del profesor Ralph Merkle?
—Vagamente.
—Hace más de treinta años, él y un par de jóvenes matemáticos revolucionaron la criptografía al inventar el sistema de clave pública… No me molestaré en explicarlo, pero hizo que cada máquina codificadora del mundo, y muchas redes de espionaje, quedaran obsoletas de la noche a la mañana.
»Luego, en 1990… perdón, 1989… publicó un trabajo clásico sobre la reparación molecular del cerebro…
—¡Ah, ese sujeto!
—Ya, estaba segura de que usted habría oído hablar de sus trabajos. Señaló que aunque el cerebro hubiera sufrido lesiones graves, se podían reparar con las máquinas del tamaño de una molécula que sin duda se inventarían en el siglo siguiente. Es decir, ahora.
—¿Y se han inventado?
—Muchas de ellas. Mire los microsubmarinos controlados por ordenador que usan los cirujanos para limpiar las arterias de los infartados. ¡Hoy en día no se puede mirar un canal de ciencias sin ver los últimos logros de la nanotecnología!
—¡Pero reparar un cerebro entero, molécula a molécula! ¡Piensa en los números!
—Diez elevado a la veintitrés. Una cifra trivial.
—Desde luego. —Jafferjee no sabía si Edith estaba bromeando… No, hablaba con toda seriedad.
—Muy bien. Supongamos que reparas un cerebro hasta el último detalle. ¿Eso devolvería la vida a la persona? ¿Con sus recuerdos y emociones? ¿Qué hay de todo aquello que constituye un individuo específico y consciente?
—¿Puede darme un buen motivo para que no sea así? No creo que el cerebro sea más misterioso que el resto del cuerpo… y ya sabemos cómo funciona el cuerpo, en principio, aunque no en detalle. En todo caso, hay una sola manera de averiguarlo… y en el ínterin aprenderemos muchas cosas.
—¿Cuánto tiempo crees que llevará?
—Pregúnteme dentro de cinco años. Entonces quizá sepa si necesitaremos otra década, o un siglo. O una eternidad.
—Pues te deseo suerte. Es un proyecto fascinante… y tendrás muchos problemas además de los técnicos. Sus parientes, por ejemplo, si alguna vez los identifican.
—No lo creo. Según la teoría más reciente, era una polizón, así que no figuraba en la lista de pasajeros.
—Bien, la iglesia. Los medios. Miles de patrocinadores. Escritores que querrán hacer la autobiografía. Ya empiezo a sentir pena por esa pobre muchacha.
Y no pudo evitar pensar, aunque no lo dijo en voz alta: Espero que Dolores no sea celosa.
Donald había sentido asombro e indignación: es lo que sienten todos los maridos (y esposas) en esas ocasiones.
—¿Ni siquiera dejó un mensaje? —preguntó con incredulidad.
El doctor Jafferjee negó con la cabeza.
—No hay por qué preocuparse. Ella se pondrá en contacto en cuanto se haya asentado. Tardará un tiempo en adaptarse. Dele unas semanas.
—¿Sabe adónde fue?
El doctor no respondió, lo cual ya era una respuesta.
—Bien, ¿está seguro de que se encuentra bien?
—Sin duda. Está en muy buenas manos. —El psiquiatra hizo una de esas prolongadas pausas que formaban parte de las herramientas de su oficio—. Señor Craig, debería estar enfadado con usted.
—¿Por qué? —preguntó Donald, francamente azorado.
—Me ha costado el mejor integrante de mi personal: mi mano derecha.
—¿La enfermera Dolores? Me llamó la atención no verla. Quería agradecerle todo lo que ha hecho.
Otra de esas pausas calculadas. Luego el doctor Jafferjee dijo:
—Ha ayudado a Edith más de lo que usted se imagina. Obviamente, usted no lo sabe, y quizá esto le resulte chocante. Pero le debo la verdad; le ayudará con su propia adaptación.
»La principal orientación de Edith no es hacia los hombres… y Dolores los rechazaba activamente, aunque a veces tenía la amabilidad de hacer una excepción conmigo…
»Pudo establecer contacto con Edith a nivel físico antes de que nos conectáramos a nivel mental. Se brindarán mutuo apoyo. Pero yo la echaré de menos, maldición.
Donald Craig se quedó atónito.
—¿Quiere decir que tienen un lío? —estalló al fin—. ¿Y usted lo sabía?
—Claro que sí. Mi trabajo como médico es ayudar a mis pacientes de todos los modos posibles. Usted es un hombre inteligente, señor Craig; me sorprende que lo escandalice.
—¡Esa conducta es muy poco profesional!
—Pamplinas. Todo lo contrario. Es totalmente profesional. Ah, en el bárbaro siglo XX muchos habrían coincidido con usted. ¿Puede creer que en aquellos tiempos era delito que el personal de una institución tuviera relaciones sexuales con los pacientes que atendía, aunque a menudo habría sido la mejor terapia posible?
»Una consecuencia beneficiosa de la epidemia de SIDA es que obligó a la gente a ser franca: borró los últimos vestigios de la aberración puritana. Mis colegas hinduistas, con sus prostitutas del templo y su escultura erótica, tenían la idea correcta desde hace tiempo. Es una pena que Occidente haya necesitado tres mil años de infelicidad para ponerse a la altura.
El doctor Jafferjee hizo una pausa, y Donald Craig procuró ordenar sus ideas. No podía evitar la sensación de que el doctor había perdido parte de su distanciamiento profesional. ¿Había tenido un interés erótico en la inaccesible Dolores? ¿O tenía problemas más profundos?
En fin, todos sabían por qué la gente estudiaba psiquiatría…
Con suerte, podías curarte a ti mismo. Y aunque fracasaras, el trabajo era interesante… y la paga era excelente.