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El último almuerzo

Era una idea encantadora, aunque no todos la aprobaban. La decoración del interior del único submarino turístico de navegación profunda del mundo se había inspirado en 20.000 leguas de viaje submarino, el clásico de Disney.

Los pasajeros que abordaban el Piccard (puerto de registro, Ginebra) se encontraban en una elegante sala victoriana, aunque de proporciones extrañas. La idea era que se relajaran y no pensaran en la presión de centenares de toneladas que sufría cada una de las pequeñas ventanas que brindaban una visión restringida del mundo exterior.

Los mayores problemas que habían afrontado los constructores del Piccard no eran de ingeniería, sino legales. Sólo Lloyd’s de Londres estaba dispuesta a asegurar el casco; nadie quería asegurar a los pasajeros, que solían ser VIPs con una astronómica disponibilidad de crédito. Así, antes de cada inmersión, se recogían exenciones de responsabilidad legalizadas, con la mayor discreción posible.

El ritual sólo era un poco más perturbador que la alegre letanía de la azafata sobre los posibles desastres que habían escuchado durante décadas los pasajeros de los vuelos transoceánicos. Los carteles de «prohibido fumar» ya no eran necesarios; el Piccard tampoco tenía cinturones de seguridad ni chalecos salvavidas, que habrían sido tan inútiles como los paracaídas en los aviones comerciales. Sus muchos sistemas de seguridad eran discretos y automáticos. Si sucedía alguna calamidad, la cápsula autónoma de los dos pilotos se separaría de la unidad de pasajeros, y cada una iría en ascenso libre a la superficie, entre los pitidos frenéticos de las balizas ultrasónicas.

Esta inmersión era la última de la temporada: el año tocaba a su fin, y el Piccard pronto volvería en avión a los mares más calmos del hemisferio sur. Aunque el submarino operaba a una profundidad en que el invierno y el verano daban lo mismo que la noche y el día, el mal tiempo de la superficie podía angustiar a los turistas.

Durante los treinta minutos de caída libre hasta el pecio, los distinguidos pasajeros del Piccard miraron un breve vídeo que mostraba el estado actuad de las operaciones, y un mapa del trayecto planeado. No había otra cosa que ver durante el descenso en la oscuridad, salvo algunos peces luminosos atraídos por ese extraño invasor de sus dominios.

De pronto una alborada espectral alumbró el fondo. El Piccard apagó todas sus luces, salvo las tenues señales rojas de emergencia, cuando la proa del Titanic apareció delante.

Casi todos los que lo veían compartían el mismo pensamiento: debía haber tenido un aspecto muy parecido en el astillero Harland & Wolff, cien años atrás. Una vez más estaba rodeado por un complejo andamiaje de acero, con un enjambre de operarios. Pero los operarios ya no eran humanos.

La visibilidad era excelente, y el piloto maniobró para que los pasajeros de ambos lados pudieran tener la mejor vista posible por los angostos ojos de buey. Procuró eludir a los atareados robots, que no prestaron la menor atención al submarino. No formaba parte del universo para el que los habían programado.

—Si miran a la derecha —dijo el guía, un joven graduado de Woods Hole que ganaba un poco de dinero en sus vacaciones—, verán el cable descendente que llega hasta el Explorer. Y en este momento se aproxima un módulo, con su contrapeso. Parece una unidad de dos toneladas… Y un robot le sale al encuentro. Ahora el módulo está desenganchado. Como ven, tiene flotabilidad neutra, de modo que es fácil desplazarlo. El robot lo trasladará para engancharlo en la plataforma de ascenso. Luego el contrapeso de dos toneladas que lo bajó será enviado al cable ascendente, y regresará al Explorer para ser utilizado nuevamente. Cuando esto se haya hecho diez mil veces, podrán izar el Titanic. Esta sección, al menos.

—Parece un modo muy indirecto de hacer las cosas —comentó una pasajera—. ¿Por qué no usan aire comprimido?

El guía había oído esto muchas veces, pero había aprendido a responder todas las preguntas cortésmente. (La paga era buena, y también los beneficios adicionales.)

—Es posible, señora, pero demasiado costoso. Aquí la presión es descomunal. Me imagino que todos estarán familiarizados con los tubos de respiración convencionales, que suelen aguantar doscientas atmósferas. Si abrieran uno aquí, el aire no saldría. En cambio, el agua entraría hasta llenar medio tubo.

Quizá hubiera exagerado la nota; algunos pasajeros empezaban a preocuparse.

—Pero usamos aire comprimido para las tareas de ajuste y control preciso —se apresuró a añadir, tratando de distraerlos—. Y en las etapas finales del ascenso, cumplirá un papel esencial.

»Ahora el capitán nos acercará a la popa, por la cubierta de paseo. Luego hará un trayecto en reversa, para que todos puedan apreciarla por igual. No hablaré durante un rato…

El Piccard se deslizó lentamente a lo largo de la mole sombría. Una buena parte estaba a oscuras, pero algunas escotillas abiertas derramaban relampagueantes abanicos de luz: había robots trabajando en el interior, sujetando módulos de flotabilidad en los sitios que tolerarían las fuerzas ascendentes.

Nadie dijo una palabra mientras pasaban frente a las paredes de acero festoneadas de algas. Costaba aprehender la escala del coloso, que después de cien años aún era uno de los mayores barcos de pasajeros jamás construidos. Y el más lujoso, por motivos puramente económicos. El Titanic había signado el fin de una era; después de la guerra que iba a estallar, nadie podría volver a costear semejante opulencia. O quizá nadie quería correr el riesgo, temiendo que la arrogancia volviera a provocar la envidia de los dioses.

La montaña de acero se disipó en la distancia; por un rato, el nimbo de luz que la rodeaba fue levemente visible. Luego sólo quedó el yermo fondo marino que se extendía bajo el Piccard, apareciendo y desapareciendo en los óvalos gemelos de las luces delanteras.

Aunque era yermo, no era liso; tenía pozos y cavidades, y estaba entrecruzado por fosas y por los surcos abiertos por las dragas de profundidad.

—Éste es el campo de desechos —dijo el guía, rompiendo su silencio—. Estaba cubierto de piezas del barco: vajilla, muebles, utensilios de cocina, de todo. Fueron recogidos mientras Lloyd’s y el gobierno canadiense aún discutían en la Corte Internacional. Cuando llegó el dictamen, ya era demasiado tarde…

—¿Qué es eso? —exclamó una pasajera. Había visto un movimiento por la ventana.

—¿Dónde…? Veamos… Ah, es J. J.

—¿Quién?

—Jason Junior. El último juguete de la AIFM… perdón, la Autoridad Internacional de los Fondos Marinos. Lo están probando. Es un robot automático de exploración. Esperan tener una pequeña flota, para trazar mapas de hasta un metro de resolución de todos los fondos marinos. Entonces conoceremos el océano ten bien como conocemos la Luna.

Otro oasis de luz apareció delante, y pronto se transformó en un espectáculo que aún resultaba increíble, aunque lo hubieran visto muchas veces en fotos o pantallas.

Ya no se veía la sección de popa: estaba sepultada dentro del enorme e irregular bloque de hielo posado en el fondo marino. Del hielo sobresalían vigas que tenían sujetos globos a medio inflar, con cables de diversa longitud.

—Es una tarea muy delicada —dijo el joven guía, con obvia admiración—. El gran problema consiste en impedir que el hielo se rompa y ascienda por su cuenta. Así que hay muchas estructuras internas que ustedes no pueden ver. También hay una especie de techo, allá arriba.

—Esos globos… ¿no dijo usted que no podían bombear aire a esta profundidad? —preguntó un pasajero que no había prestado atención a las explicaciones.

—No el suficiente para elevar masas como ésta. Pero eso no es aire. Esos sacos de flotación contienen H2 y 02, hidrógeno y oxígeno liberados por electrólisis. ¿Ven aquellos cables? Están bajando miles de millones de amperios-hora de los dos submarinos nucleares que están cuatro kilómetros encima de nosotros. Electricidad suficiente para alimentar una ciudad pequeña.

Miró la hora.

—Aquí no hay mucho que ver, me temo. Haremos un circuito en cada dirección, y luego emprenderemos el regreso.

El Piccard soltó las pesas de lastre —las recogerían después— y subió por el cable ascendente que estaba en la proa el Titanic. Era hora de empezar a autografiar el folleto de recuerdo; y eso, para la mayoría de los pasajeros, sería toda una sorpresa…

DSV PICCARD

14 de octubre de 2011

RMS TITANIC

14 de abril de 1912

ALMUERZO

Consommé

Fermier

Sopa Cockie Leekie

Filetes de rodaballo

Huevos Argenteuil

Pollo Maryland

Comed beef, verduras, empanadillas

GRILL

Chuletas de cordero

Patatas en puré, fritas, al homo

Flan

Merengue de manzana

Pasteles

BUFFET

Salmón con mayonesa

Gambas en conserva

Anchoas noruegas

Arenque en escabeche

Sardinas al natural y ahumadas

Rosbif

Redondo de ternera sazonado

Pastel de ternera y jamón

Jamón de Virginia y de Cumberland

Salchicha de Bolonia

Galantina de pollo

Lengua de buey en conserva

Lechuga, remolacha, tomates

Quesos

Cheshire, stilton, gorgonzola, edam

camembert, roquefort, St. Ivel, cheddar

Cerveza de barril de Munich helada, 3 y 6 peniques la jarra

—Me temo que no contamos con todo lo que figura en el menú —dijo el joven guía, remedando una disculpa—. Los servicios gastronómicos del Piccard son bastante limitados. Ni siquiera tenemos microondas; consumiría demasiada energía. Pasen por alto los platos calientes, por favor; les aseguro que el buffet frío es delicioso. También tenemos algunos de los quesos… pero sólo los más suaves. El gorgonzola no parecía muy buena idea en este ámbito cerrado…

»Ah, sí, la cerveza es realmente de Munich. Y nos costó bastante más de tres peniques la jarra. Incluso más de seis.

»Buen provecho, damas y caballeros. Llegaremos a la superficie en una hora.