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Artefacto

Uno de los descubrimientos arqueológicos más conmovedores jamás realizados tuvo lugar en Israel en 1976, durante una serie de excavaciones emprendida por científicos de la Universidad Hebrea y el Centro Francés de Investigaciones Prehistóricas de Jerusalén.

En un yacimiento de 10.000 años de antigüedad descubrieron el esqueleto de un niño con una mano apretada contra la mejilla. En esa mano hay otro esqueleto diminuto: el de un cachorro de cinco meses.

Es el ejemplo más temprano que conocemos del hombre y el perro compartiendo la misma tumba. Debe de haber muchos de fecha posterior.

(Roger Caras, Amigos del hombre, Simon & Schuster, 2001)

—Quizá le interese saber —dijo el doctor Jafferjee con ese distanciamiento clínico que Donald encontraba irritante (aunque, ¿de qué otra manera podían los psiquiatras conservar la cordura?)— que el caso de Edith no es único. Desde que se descubrió el conjunto M en 1980, la gente se ha obsesionado con él. Habitualmente son hackers informáticos, cuya aprehensión de la realidad suele ser frágil. Los bancos de datos citan sesenta y tres ejemplos de mandelmanía.

—¿Y existe alguna cura?

El doctor Jafferjee frunció el ceño. Rara vez usaba la palabra «cura». Prefería el término «adaptación».

—Digamos que en un ochenta por ciento de los casos, el sujeto ha podido reanudar algo así como una vida normal, a veces con ayuda de medicación o de implantes electrónicos. Una cifra bastante alentadora.

Salvo por el otro veinte por ciento, pensó Donald. ¿A qué categoría pertenece Edith?

Durante la primera semana después de la tragedia, ella había conservado una calma alarmante; después del funeral, algunos de sus amigos comunes se habían escandalizado por su aparente falta de emoción. Pero Donald sabía que estaba profundamente herida, y no se sorprendió cuando empezó a comportarse irracionalmente. Cuando comenzó a errar por el castillo de noche, explorando habitaciones vacías y pasadizos húmedos que no se habían reformado, comprendió que era hora de obtener ayuda médica.

No obstante, lo siguió postergando, con la esperanza de que Edith se recobrara normalmente de las primeras etapas del duelo. Y parecía que sería así, hasta que murió Patrick O’Brian.

La relación de Edith con el jardinero siempre había sido espinosa, pero se respetaban y compartían el afecto por Ada. La muerte de la niña había sido un golpe tan devastador para Pat como para sus padres; también él se culpaba por la tragedia. Ojalá se hubiera negado a trasplantar esos cipreses; ojalá…

Pat comenzó a beber en exceso, y rara vez estaba sobrio. Una fría noche, cuando el tabernero del Cisne Negro lo expulsó amablemente, se extravió en la aldea donde había pasado toda su vida, y por la mañana lo encontraron muerto por congelación. El padre McMullen consideraba que el veredicto era suicidio, no accidente fortuito, pero si era pecado conceder a Pat una cristiana sepultura, lo discutiría con Dios en el momento oportuno. También el asunto del pequeño bulto que Ada acunaba en sus brazos.

Un día después del segundo funeral, Donald encontró a Edith sentada frente a un monitor de alta resolución, estudiando una de las infinitas versiones en miniatura del conjunto. No le dirigió la palabra, y pronto él comprendió horrorizado que estaba buscando a Ada. En años posteriores, Donald Craig reflexionaría a menudo sobre la relación que se había desarrollado entre él y Jason Bradley. Aunque sólo se habían visto una docena de veces, y casi siempre por trabajo, él había sentido ese vínculo de comprensión mutua que a veces crece entre dos hombres, y que puede ser casi tan fuerte como un vínculo sexual, aunque no tiene el menor contenido erótico.

Quizá Donald le recordaba a su socio perdido, Ted Collier, de quien Bradley hablaba con frecuencia. En todo caso, ambos disfrutaban de la mutua compañía, y se reunían incluso cuando no era estrictamente necesario. Aunque Kato y el consorcio Nippon-Turner podrían haber albergado sospechas, Bradley nunca abandonó su neutralidad de funcionario de la AIFM. Y Craig no intentó explotarla; intercambiaban secretos personales, no confidencias profesionales. Donald nunca supo qué papel había desempeñado Bradley en la decisión de la Autoridad de prohibir la hidrazina.

Después del funeral de Ada —Bradley había volado desde el otro lado del mundo para asistir—, el lazo se reforzó. Ambos habían perdido una esposa y un hijo; aunque las circunstancias eran diferentes, los efectos eran muy similares. Intimaron más, confesando secretos y flaquezas que nunca habían revelado a otra persona.

Más tarde, Donald se preguntaría por qué él mismo no pensó en la idea; quizá estaba tan cerca que las líneas de barrido le impedían ver la imagen.

Habían despejado los cipreses caídos, y los dos hombres caminaban junto al lago Mandelbrot (sería la última vez para ambos) cuando Bradley mencionó esa posibilidad.

—No es idea mía —explicó tímidamente—. Me la dio una amiga psicóloga.

Donald tardaría tiempo en descubrir quién era esa «amiga», pero vio las posibilidades de inmediato.

—¿Crees que dará resultado? —preguntó.

—Tendrás que consultar al psiquiatra de Edith. Aunque sea buena idea, quizá él no esté dispuesto. El síndrome NEIM.

—No lo conozco.

—«No Es Invento Mío».

Donald rió con desgana.

—Tienes razón. Pero primero debo ver si puedo cumplir con mi parte. No será fácil.

Se había quedado corto. Era la tarea más difícil que había emprendido en su vida. Con frecuencia debía interrumpir el trabajo, cegado por las lágrimas.

Y luego, a su manera misteriosa, los circuitos sepultados del subconsciente activaron un recuerdo que le permitió continuar. Años atrás había escuchado la historia de un cirujano que tenía un banco de ojos en el tercer mundo, y les devolvía la vista a los pobres. Para permitir el trasplante, había que extraer las córneas del donante minutos después de la muerte.

Ese cirujano debía de tener la mano firme, mientras cortaba los ojos de su propia madre. No puedo hacer menos, se dijo Donald con determinación, mientras regresaba a la mesa de montaje donde él y Edith habían compartido tantas horas.

El doctor Jafferjee fue asombrosamente receptivo.

—¿De dónde sacó la idea? —preguntó con voz irónica pero comprensiva—. ¿Un videodrama de psicología popular?

—Sé que parece eso. Pero vale la pena intentarlo… si usted lo aprueba.

—¿Ya ha preparado el disco?

—No es un disco sino una cápsula. Y querría ejecutar el programa ahora. Veo que tiene un visor híbrido en la oficina externa.

—Sí. ¡Incluso proyecta cintas VHS! Llamaré a Dolores. Confío mucho en ella. —Vaciló, y miró pensativamente a Donald como si quisiera añadir algo. En cambio, pulsó un interruptor y murmuró en el sistema de llamada de la clínica—: Dolores, por favor, venga a mi oficina. Gracias.

Edith Craig todavía está dentro de ese cráneo, pensó Donald mientras aguardaba con el doctor Jafferjee y la enfermera Dolores, mirando la figura sentada rígidamente ante el gran monitor. ¿Puedo derribar la barrera invisible pero inexpugnable levantada por el dolor, y traerla de vuelta al mundo de la realidad?

La negra silueta de escarabajo flotó en la pantalla, irradiando zarcillos que la conectaban con el resto del universo Mandelbrot. No había manera de adivinar su escala, pero Donald ya había notado las coordenadas que definían el tamaño de esta versión. Si uno podía imaginar el conjunto entero, extendiéndose más allá del monitor, éste ya era mayor que el cosmos que había revelado hasta ahora el telescopio espacial Hubble.

—¿Está preparado? —preguntó el doctor Jafferjee.

Donald asintió. La enfermera Dolores, sentada detrás de Edith, miró hacia la cámara para indicar que lo había oído.

—Entonces adelante.

Donald pulsó la tecla EXECUTE, y la subrutina se activó.

La superficie de ébano del lago Mandelbrot simulado pareció temblar. Edith dio un respingo de sorpresa.

—¡Bien! —susurró el doctor Jafferjee—. ¡Está reaccionando!

Las aguas se dividieron. Donald desvió los ojos; no soportaba mirar de nuevo este último triunfo de sus aptitudes. Pero pudo ver la imagen de Ada mientras su voz decía suavemente: «Te amo, madre… pero no me busques aquí. Existo sólo en tus recuerdos… y siempre estaré allí. Adiós…».

Dolores aferró el cuerpo inerte de Edith mientras la última sílaba se perdía en el pasado irrevocable.