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Tormenta

Los meteorólogos tardarían décadas en probar que la gran tormenta de 2010 formaba parte de una serie que había comenzado en los años ochenta, anunciando los cambios climáticos del nuevo milenio. Antes de agotar su energía embistiendo contra el flanco occidental de los Alpes, Gloria causó daños por veinte mil millones de dólares y se cobró más de mil vidas.

Los satélites meteorológicos dieron unas horas de advertencia, de lo contrario la cantidad de víctimas habría sido aún mayor. Pero inevitablemente hubo muchos que no oyeron los pronósticos, o no los tomaron en serio. Sobre todo en Irlanda, que fue la primera en recibir el mazazo de los cielos.

Donald y Edith Craig estaban editando el metraje más reciente de la Operación Congelamiento Profundo cuando Gloria atacó el castillo de Conroy. No oyeron ni sintieron nada dentro de las macizas murallas, ni siquiera el estrépito cuando la cámara oscura fue barrida de las almenas.

Ada ahora confesaba alegremente que era inepta en matemáticas puras de la clase que, según el famoso brindis de G. H. Hardy, nunca le serviría de nada a nadie. Sin que él lo supiera —porque los secretos del desciframiento del código Enigma sólo se revelaron décadas después—, los hechos demostraron que estaba espectacularmente equivocado mientras él vivía. En manos de Alan Turing y sus colegas, aun algo tan abstracto como la teoría de los números podía ganar una guerra.

La mayor parte del cálculo y la trigonometría superior, y casi toda la lógica simbólica, eran libros cerrados para Ada. No le interesaban; su corazón estaba en la geometría y las propiedades del espacio. Ya estaba trasteando con cinco dimensiones, pues cuatro le resultaban demasiado sencillas. Como Newton, gran parte del tiempo «navegaba a solas por extraños mares del pensamiento».

Pero hoy estaba de vuelta en el espacio tridimensional cotidiano, gracias al regalo que el «tío» Bradley acababa de enviarle. Treinta años después de su primera aparición, el cubo de Rubik había regresado, en una mutación mucho más mortífera.

Como era un dispositivo mecánico, el cubo original tenía una debilidad, que los adictos agradecían sinceramente. A diferencia de sus vecinos, los seis cuadrados del centro de cada lado eran fijos. Los otros cuarenta y ocho cuadrados podían orbitar en tomo a ellos, para crear 43.252.003.274.489.856.000 configuraciones distintas.

El nuevo modelo no tenía esas limitaciones; era posible mover los cincuenta y cuatro cuadrados, así que no había centros fijos que brindaran puntos de referencia a sus enloquecidos manipuladores. Sólo el desarrollo de los microchips y las pantallas de cristal líquido habían permitido semejante prodigio; nada se movía, en realidad, pero era posible arrastrar los cuadrados multicolores por el lado del cubo con sólo tocarlos con la punta del dedo.

Relajándose en su bote con Lady, cautivada por el nuevo juguete, Ada había tardado en reparar en la creciente oscuridad del cielo. La tormenta ya se cernía sobre ella cuando puso en marcha el motor eléctrico y fue en busca de refugio. Jamás pensó que corría peligro; a fin de cuentas, el lago Mandelbrot sólo tenía un metro de profundidad. Pero le disgustaba mojarse, y Lady lo detestaba.

Cuando llegó al primer lóbulo occidental del lago, el rugido del vendaval era ensordecedor. Ada estaba maravillada. Esto era realmente emocionante. Pero Lady estaba aterrada y trató de esconderse bajo el asiento.

La avenida de cipreses la resguardó un poco de la furia del temporal. Pero por primera vez se alarmó; los grandes árboles de ambos lados se mecían como juncos.

Estaba a pocos metros del cobertizo, en el extremo oeste del conjunto M y acercándose a la frontera del infinito (menos 1,999) cuando los temores de Patrick O’Brian sobre los cipreses transplantados se cumplieron trágicamente.