Robots en el fondo del mar
Hasta la primera década del nuevo siglo, el coloso hundido y los fragmentos que lo rodeaban no habían sufrido mayores cambios, aunque no estaban intactos. Al aproximarse 2010, la zona era un hervidero de actividad. Mejor dicho, dos hervideros, con mil metros de separación.
El andamiaje que rodeaba la sección de proa ya estaba casi completo, y el Topo había logrado instalar veinticinco de esas enormes correas debajo del casco; sólo faltaban cinco. La mayor parte del lodo que se había acumulado alrededor de la proa cuando se clavó en el fondo marino había sido eliminado mediante potentes chorros de agua, y las enormes anclas ya no estaban sepultadas en el cieno.
Veinte mil metros cúbicos de microesferas arracimadas habían provisto igual cantidad de toneladas de flotabilidad, estratégicamente situadas alrededor del andamiaje, y en los pocos lugares del interior del barco en que la estructura podía soportar la tensión. Pero el Titanic no se había movido de su lugar de reposo, ni debía hacerlo. Se necesitarían otras diez mil toneladas de empuje ascendente para arrancarlo del barro, y para que iniciara el largo trayecto hacia la superficie.
En cuanto a la maltrecha popa, ya había desaparecido dentro de un bloque de hielo que crecía lentamente. A los medios les gustaba citar «Convergencia de dos», el poema de Hardy: «En la umbría y silente lejanía, también el iceberg crecía». El poeta jamás habría imaginado esta aplicación de sus palabras.
Y se citaba con frecuencia la penúltima estrofa, también fuera de contexto. Los consorcios Parkinson y Nippon-Turner estaban hartos de escuchar:
Por sendas coincidentes se empeñaban en ser las dos mitades de un suceso augusto
Esperaban que fuera «augusto», pero preferían evitar las «sendas coincidentes».
Casi todo el trabajo en ambas partes del buque naufragado se había realizado por control a distancia desde la superficie; sólo en casos críticos se requería la presencia de seres humanos. Durante la última década, la tecnología robótica submarina había superado los notables logros de las operaciones petroleras marítimas del siglo anterior. Los beneficios serían cuantiosos. Aunque, como Rupert Parkinson señalaba con amarga ironía, la mayoría serían para otros.
Desde luego, hubo problemas, tropiezos y accidentes, pero no se perdió ninguna vida. Durante una feroz tormenta de invierno, el Explorer tuvo que abandonar su puesto, para exasperación del capitán, que lo consideraba un insulto profesional. Los mareados pasajeros no compartían esa perspectiva.
Ni siquiera esta muestra de ferocidad del Atlántico norte había interrumpido las operaciones en la popa. A doscientos metros de profundidad, los submarinos nucleares desmovilizados (ahora bautizados Matthew Fontaine Maury y Pedro el Grande, en homenaje a un pionero de la oceanografía y a un famoso constructor de barcos), apenas reparaban en la tormenta. Sus reactores seguían enviando megavatios de corriente de bajo voltaje al fondo marino, creando una creciente columna de agua tibia mientras se extraía calor del barco hundido.
Este géiser artificial había producido un beneficio inesperado, al llevar a la superficie nutrientes que de otro modo habrían quedado atrapados en el fondo marino. La población ictícola agradeció el resultante apogeo del plancton, y la última pesca de bacalao había sido récord. El gobierno de Terranova había pedido formalmente a los submarinos que permanecieran en sus puestos después de haber cumplido su contrato con Nippon-Turner.
Al margen de esta actividad frente al Gran Banco, se invertía mucho dinero y esfuerzo a miles de kilómetros. En Florida, a poca distancia de las plataformas de lanzamiento desde donde los hombres habían partido hacia la Luna, y ahora se disponían a partir hacia Marte, estaba muy avanzado el dragado y la construcción para el museo subacuático del Titanic. Y al otro lado del mundo, Tokio del Mar preparaba una exhibición aún más elaborada, con corredores panorámicos transparentes para los visitantes y una proyección continua de lo que se esperaba sería una película realmente espectacular.
También se apostaban grandes sumas de dinero en otras partes, sobre todo en la tierra que había vuelto a llamarse Rusia. Gracias a Pedro el Grande, las inversiones en acciones de empresas asociadas con el Titanic eran muy populares en la bolsa de Moscú.