Una ratonera mejor
Roy Emerson se consideraba, con justicia, un hombre de buen carácter, pero había una cosa que lo sacaba de quicio. Le había sucedido en lo que juraba sería su última aparición en TV, cuando el entrevistador de un programa nocturno le preguntó, con intencionada malicia:
—El principio del limpiaparabrisas de ondas es muy simple. ¿Por qué nadie lo inventó antes?
El tono del entrevistador comunicaba con claridad lo que quería decir: «Yo mismo habría pensado en ello, si no tuviera ocupaciones más importantes». Emerson resistió la tentación de replicar: «Si tuvieras la oportunidad, le harías la misma pregunta a Einstein, Edison o Newton».
—Bien, alguien tenía que ser el primero —respondió en cambio, sin inmutarse—. Un golpe de suerte, supongo.
—¿Qué le dio la idea? ¿De pronto saltó de la bañera gritando «eureka»?
Si no hubiera sido por la actitud cínica del presentador, la pregunta habría sido bastante inocua. Emerson la había oído un centenar de veces. Se puso en automático y mentalmente apretó el botón de reproducción.
—Lo que me dio la idea, aunque no me percaté en aquel momento, fue un viaje en una lancha de la Guardia Costera frente a Cayo Hueso, en 2003…
Aunque ese viaje lo había llevado a la fama y la fortuna, Emerson prefería no recordar ciertos detalles. En aquel momento le había parecido buena idea, un corto crucero de placer por el viejo coto de Hemingway, por invitación de un primo que trabajaba en la Guardia Costera. Ernest se habría asombrado del objetivo de sus actividades contra el contrabando: bloques de cristal del tamaño de una caja de cerillas, que habían viajado desde Hong Kong vía Cuba. Pero estas «microbibliotecas interactivas» de un terabyte habían dejado en la ruina a tantas editoriales de los Estados Unidos que el Congreso había desempolvado una legislación que se remontaba a los días de la Ley Seca.
Sí, sonaba muy atractivo, cuando estaba en tierra firme. Pero Emerson había olvidado (o su primo se había olvidado de decirle) que los contrabandistas preferían operar en el peor tiempo posible, salvo un huracán.
—Fue un viaje muy ajetreado, y lo único que recordé después fue el artilugio del puente que permitía al timonel ver adelante en medio de los torrentes de lluvia y espuma. Era un disco de vidrio que rotaba a alta velocidad. Sólo retenía el agua una fracción de segundo, así que siempre era transparente. En aquel momento pensé que era mucho mejor que el limpiaparabrisas de un automóvil, y luego me olvidé de ello.
—¿Por cuánto tiempo?
—Me da vergüenza decirlo. Quizá un par de años. Un día, mientras conducía bajo una lluvia torrencial en la campiña de Nueva Jersey, se me atascó el limpiaparabrisas; tuve que apartarme del camino hasta que pasó la tormenta. Quedé varado media hora; y al cabo de ese tiempo, la idea me resultaba totalmente clara.
—¿Sólo necesitó eso?
—Más cada céntimo de que pude echar mano, y dos años de días de quince horas y semanas de siete días en mi garaje. —Emerson podía haber añadido «y mi matrimonio», pero sospechaba que el presentador ya lo sabía. Era famoso por su meticulosa investigación—. Obviamente no era práctico hacer rotar el limpiaparabrisas, o una parte de él. La respuesta tenía que estar en las vibraciones, pero, ¿de qué tipo?
»Primero intenté hacer vibrar todo el parabrisas como el cono de un altavoz. Así desviaba la lluvia, pero estaba el problema del ruido.
»Pasé al ultrasónico; se necesitaban kilovatios de potencia, y todos los perros del vecindario enloquecieron. Peor aún, un par de horas después el parabrisas era vidrio molido. Así que pasé al subsónico. Eso funcionó mejor, pero tras conducir unos minutos producía jaqueca. No se oía, pero se sentía.
»Estuve atascado durante meses, y estaba a punto de desistir de la idea cuando comprendí mi error. Yo trataba de hacer vibrar toda la maciza lámina de vidrio de seguridad multiplex, que a veces penaba diez kilogramos. Sólo necesitaba mantener en danza una delgada capa exterior; aunque sólo tuviera unas mieras de espesor, alejaría el agua de lluvia. Así que leí todo lo que pude sobre ondas de superficie, transductores, armonización de impedancias…
—¡Epa! ¿Puede explicarlo en cristiano?
—Francamente, no. Sólo puedo decir que descubrí un modo de limitar las vibraciones de baja energía a una delgadísima capa de la superficie, sin afectar a la masa principal del parabrisas. Si quiere los detalles, mencionaré las patentes básicas.
—Aceptaré su palabra, señor Emerson. Ahora, nuestro próximo invitado…
Quizá porque la entrevista se había realizado en Londres, donde las obras del trascendentalista de Nueva Inglaterra no eran lectura cotidiana, el presentador no había hecho la asociación con su famoso tocayo (ningún parentesco, que él supiera). Se atribuía falsamente a Ralph Waldo Emerson la frase: «Si un hombre construye una ratonera mejor que su vecino, aunque viva en el bosque, el mundo trazará un camino hasta su puerta». Ningún entrevistador americano se perdía la oportunidad de felicitar a Roy por inventar la apócrifa ratonera mejor, y la industria automotriz había trazado un camino hasta su puerta; en pocos años, el limpiaparabrisas de onda sónica había reemplazado a casi todos los millones de dispositivos oscilatorios del mundo. Más importante aún, se habían evitado miles de accidentes al mejorar la visibilidad cuando hacía mal tiempo.
Mientras probaba el último modelo de su invento, Roy Emerson había realizado un nuevo descubrimiento. Otro golpe de suerte, pues nadie había pensado en ello.
Recorría Park Avenue en apacible silencio con su Mercedes Hydro de 2004, haciendo honor a su célebre eslogan: «¡Puedes beber del tubo de escape!». Un monzón había azotado el centro: eran las condiciones perfectas para probar el limpiaparabrisas de ondas modelo 5. Emerson estaba sentado junto al chofer —él ya no conducía, desde luego— dictando notas en voz baja mientras ajustaba los controles electrónicos.
El coche parecía deslizarse entre las paredes cubiertas por la lluvia de una garganta de cristal. Emerson había pasado por ahí cien veces, pero sólo entonces quedó paralizado por un pensamiento evidente.
Recobró el aliento y le dijo al sistema de comunicaciones:
—Ponme con Joe Wickram.
Su abogado, que tomaba sol en un yate frente a la Gran Barrera de Arrecife, se sorprendió un poco de su llamada.
—Esto te saldrá caro, Roy. Estaba a punto de pescar un marlin.
Emerson no estaba de ánimo para trivialidades.
—Escúchame Joe… ¿La patente cubre todas las aplicaciones… no sólo los parabrisas?
La crítica implícita ofendió a Joe.
—Desde luego. Por eso incluí la cláusula sobre circuitos adaptativos, que le da validez automática sobre cualquier forma y tamaño. ¿Estás pensando en una nueva línea de gafas de sol?
—¿Por qué no? Pero tengo en mente algo un poco más grande. Recordarás que el limpiaparabrisas de ondas no sólo expulsa el agua, sino la suciedad. ¿Recuerdas la última vez que viste un coche con el parabrisas sucio?
—Ahora que lo mencionas, no.
—Gracias. Es todo lo que quería saber. Suerte con la pesca.
Roy Emerson se reclinó en el asiento e hizo algunos cálculos mentales. Se preguntó si todos los parabrisas de todos los coches de la ciudad de Nueva York podían sumar la superficie de vidrio del edificio frente al que pasaba.
Iba a destruir toda una profesión; ejércitos de limpiadores de ventanas pronto buscarían otro trabajo.
Hasta ahora, Roy Emerson sólo había sido un millonario. Pronto sería rico.
Y se aburriría…