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La copa Médicis

—No sé si comprenderán —gritó Bradley, para hacerse oír por encima del rugido y el traqueteo de la maquinaria— qué ganga han obtenido. Costó doscientos cincuenta millones construirlo… y en tiempos en que esa cifra era dinero.

Rupert Parkinson llevaba un inmaculado traje de marino que, coronado por un casco de seguridad, parecía fuera de lugar junto al estanque de inmersión del Glomar Explorer. El aceitoso rectángulo de agua —mayor que una cancha de tenis— estaba rodeado por equipo pesado de rescate y manipulación, y se veía que gran parte era viejo. Por doquier había indicios de reparaciones apresuradas, manchas de pintura anticorrosiva y letreros ominosos que anunciaban «Fuera de servicio». Pero gran parte funcionaba; Parkinson afirmaba que estaban adelantados en el trabajo.

Me cuesta creer que estuve aquí hace treinta y cinco años, pensó Bradley, mirando el negro rectángulo de agua. No me siento treinta y cinco años mayor; pero no recuerdo demasiado sobre ese joven rudo que acababa de firmar un contrato para su primer trabajo grande. Ciertamente él nunca habría soñado con el que tengo ahora.

Había resultado mejor de lo que esperaba. Tras décadas de batallar con abogados de la ONU y una sopa de letras de departamentos gubernamentales y autoridades ambientales, Bradley estaba aprendiendo que constituían un mal necesario.

Para el mar habían terminado los días del Salvaje Oeste. Había existido un breve periodo en que había muy pocas leyes por debajo de las cien brazas; ahora él era el sheriff y, para su sorpresa, empezaba a disfrutarlo.

Un indicio de su nuevo estatus (algunos colegas lo llamaban «conversión») era el certificado enmarcado de Bluepeace que adornaba la pared de su oficina. Estaba junto a la foto que años atrás le había regalado «Red» Adair, el famoso experto en incendios petroleros. Tenía la inscripción: «Jason: ¿no es estupendo que no te fastidien los vendedores de seguros de vida? Mis mejores deseos, Red».

La dedicatoria de Bluepeace era más solemne: «A Jason Bradley, en reconocimiento de su humanitario tratamiento de una criatura única, el Octopus giganteus verril».

Una vez al mes Bradley abandonaba la oficina para volar a Terranova, una provincia que volvía a estar a la altura de su nombre. Desde que habían comenzado las operaciones, el mundo prestaba cada vez mayor atención al drama que se representaba en el Gran Banco. La cuenta atrás hacia 2012 había comenzado, y ya se hacían apuestas sobre el ganador de la «carrera por el Titanic».

Y había otro foco de interés, un tanto morboso.

—Lo más molesto —dijo Parkinson, mientras se alejaban de ese bullicioso caos— son esos monstruos que insisten en preguntar si ya hemos encontrado algún cadáver.

—Siempre me hacen la misma pregunta. Un día responderé: «Sí, usted es el primero».

Parkinson rió.

—Debo adoptarla. Pero he aquí la respuesta que doy. Saben que todavía estamos encontrando botas y zapatos en el fondo del mar… en pares, a pocos centímetros de distancia. Habitualmente son baratos y están gastados, pero el mes pasado hallé un hermoso ejemplo de la mejor talabartería inglesa. Parecen recién comprados: todavía se lee la etiqueta que dice «Por designación de su majestad». Obviamente, un pasajero de primera clase…

»Los he guardado en una caja de vidrio en mi oficina, y cuando me preguntan por los cuerpos, los señalo y digo: “Miren, ni siquiera una astilla de hueso quedó dentro. El fondo del mar es un mundo voraz. El cuero también habría desaparecido, si no fuera por el ácido tánico”. Con eso les cierro el pico.

El Glomar Explorer no estaba diseñado para la buena vida, pero Rupert Parkinson se las había apañado para transformar un camarote de popa, debajo del helipuerto, en una buena imitación de la suite de un hotel de lujo. A Bradley le recordaba su primer encuentro, en Piccadilly. Parecía que habían pasado siglos. Sin embargo, la habitación contenía un objeto totalmente ajeno a ese entorno.

Era un baúl de madera de un metro de altura. Parecía nuevo, pero Bradley, al aproximarse, reconoció un olor familiar e inconfundible: el perfume metálico del yodo, prueba de una larga inmersión en el mar. Un buzo —¿era Cousteau?— lo había definido como «el aroma del tesoro». Aquí estaba, impregnando el aire, y haciéndole palpitar las venas.

—Enhorabuena, Rupert. Conque has entrado en la suite del bisabuelo.

—Sí. Dos ROVs entraron una semana atrás y realizaron una investigación preliminar. Éste fue el primer objeto que extrajeron.

El baúl todavía exhibía una desconcertante inscripción estarcida que no se había desleído al cabo de un siglo en el abismo:

BROKEN ORANGE PEKOE

PLANTACIÓN UPPER GLENCAIRN

MATAKELLE

Parkinson alzó la tapa respetuosamente y apartó la lámina de papel metálico que había debajo.

—Un baúl con ochenta libras de té de Ceilán —dijo—. Tenía el tamaño adecuado, así que simplemente volvieron a embalarlo. ¡Y no sabía que usaban papel de aluminio en 1912! Claro que hoy el Broken Orange Pekoe no obtendría un buen precio en una subasta de Colombo… pero cumplió su función. Admirablemente.

Con un trozo de cartulina, Parkinson apartó delicadamente la capa superior de grumos negros y húmedos; parecía, pensó Bradley, un arqueólogo submarino extrayendo una pieza de alfarería del fondo marino. Pero esto no era un ánfora griega de veinticinco siglos, sino algo mucho más refinado.

—La copa Médicis —susurró Parkinson, casi con reverencia—. Nadie la ha visto en cien años; nadie esperaba volver a verla.

Sólo expuso la parte superior, pero fue suficiente para mostrar un circulo de cristal en el que había hebras multicolores encastradas en un diseño complejo.

—No la sacaremos hasta estar en tierra —dijo Parkinson—, pero éste es su aspecto.

Abrió un vistoso libro de arte titulado Glorias del cristal veneciano. La foto a toda página mostraba lo que a primera vista parecía una fuente rutilante, congelada en el aire.

—No puedo creerlo —dijo Bradley, al cabo de unos segundos de azoramiento—. ¿Cómo se podía usar para beber? Más aun, ¿cómo es posible que alguien la fabricase?

—Buenas preguntas. Ante todo, es puramente ornamental. Está destinada a los ojos, no al uso práctico. Un ejemplo perfecto de la sentencia de Wilde: «Todo arte es inservible».

»Y ojalá pudiera responder a tu segunda pregunta. No lo sabemos. Podemos tener una idea de las técnicas que utilizaban… Pero, ¿cómo hizo el soplador de vidrio para entrelazar esos rizos? Y mira esas pequeñas esferas anidadas una dentro de otra. Si no las hubiera visto con mis propios ojos, habría jurado que algunas de estas piezas sólo se podrían ensamblar en gravedad cero.

—Por eso Parkinson’s reservó espacio en el Skylab 3.

—Qué rumor ridículo. Ni siquiera vale la pena refutarlo.

—Roy Emerson me dijo que ansiaba realizar su primer viaje al espacio… e instalar un laboratorio de gravedad cero.

—Le enviaré a Roy una nota cortés, diciéndole que no hable de más. Pero ya que has tocado el tema… Sí, pensamos que hay posibilidades para el soplado de vidrio en cero g. Quizá no inicie una revolución dentro de la industria, como el vidrio flotante en el siglo pasado, pero vale la pena intentarlo.

—Quizá no sea una pregunta decorosa, pero, ¿cuánto vale esa copa?

—Supongo que no lo preguntas como funcionario, así que no daré la cifra que pondría en un informe de la compañía. De todos modos, ya sabes qué descabellado es el negocio del arte: más altibajos que el mercado de valores. Mira esos adefesios de millones de dólares de finales del siglo XX, de los que ahora no puedes deshacerte. Y en este caso está la historia de la pieza… ¿Qué valor se le pone a eso?

—Haz una evaluación.

—Quedaría muy defraudado si fuera inferior a cincuenta millones.

Bradley soltó un silbido.

—¿Y cuánto más hay allá abajo?

—Mucho más. He aquí la lista completa, preparada para la exhibición que había planeado el Smithsonian. Que sigue planeando… sólo que con cien años de retraso.

Había más de cuarenta objetos en la lista, con descripciones muy técnicas plagadas de italianismos. La mitad tenían signos de interrogación al lado.

—Aquí tenemos un misterio —dijo Parkinson—. Faltan veintidós piezas, pero sabemos que estaban a bordo, y estamos seguros de que el bisabuelo las tenía en la suite, porque se quejó del espacio que ocupaban. No podía organizar una fiesta.

—Entonces… ¿culparás de nuevo a los franceses?

Era una broma trillada, y un poco amarga. Algunas de las expediciones francesas al Titanic, después del descubrimiento de 1985, habían causado un daño considerable mientras intentaban recobrar artefactos. Ballard y sus asociados nunca los habían perdonado.

—No. Tienen una buena coartada; somos los primeros en entrar. Mi teoría es que el bisabuelo las hizo mudar a una suite o corredor contiguo. Estoy seguro de que no están lejos, y tarde o temprano las encontraremos.

—Eso espero. Si tu estimación es correcta (a fin de cuentas, tú eres el experto), esas cajas de cristal pagarán toda la operación. Y todo lo demás será pura ganancia. Buen trabajo, Rupert.

—Gracias. Esperemos que la segunda fase vaya igualmente bien.

—¿El Topo? Lo vi junto al estanque de inmersión. ¿Alguna novedad desde tu último informe… que fue bastante escueto?

—Lo sé. Estábamos en medio de modificaciones urgentes cuando tu oficina empezó a fastidiar con planes y plazos. Pero ahora hemos dominado el problema… espero.

—¿Aún planeas hacer una prueba primero, en una extensión de fondo marino abierto?

—No. Vamos a por todas; confiamos en que todos los sistemas funcionen. ¿Para qué esperar? ¿Recuerdas lo que pasó con el programa Apolo en el 68? Una de las apuestas tecnológicas más audaces de la historia… El gran Saturno V sólo había volado dos veces, sin tripulación, y el segundo vuelo había sido un fracaso parcial. Pero la NASA corrió un riesgo calculado; el siguiente vuelo no sólo sería tripulado, sino que iría directo a la Luna.

»Claro que aquí no arriesgamos tanto, pero si el Topo no funciona, o si lo perdemos, estaremos en camisa de once varas; toda nuestra operación depende de él. Cuanto antes sepamos si hay problemas, mejor.

»Nadie intentó nunca algo como esto; pero nuestra primera operación será real… y nos gustaría que la observaras.

»¿Qué dices, Jason? ¿Te apetece una taza de té?