Jason Junior
Había veces en que el vicedirector de la Autoridad Internacional de los Fondos Marinos (Atlántico) no tenía deberes oficiales, porque ambas mitades de la operación del Titanic avanzaban sin contratiempos. Pero Jason Bradley no era un hombre que disfrutara de la inactividad.
Como no tenía que preocuparse por la continuidad de su puesto —sus inversiones arrojaban dividendos varias veces superiores a su sueldo de la AIFM—, se consideraba en libertad de acción. Otros podían estar atrapados en sus casilleros del organigrama; Jason Bradley erraba a voluntad, visitando los departamentos que parecían interesantes. A veces informaba al director general, a veces no. Y en general era bienvenido, pues su fama lo precedía, y otros jefes de departamento lo consideraban más un visitante exótico que un rival.
Los otros cuatro vicedirectores (Pacífico, Indico, Antártico, Ártico) parecían dispuestos a mostrarle lo que sucedía en sus respectivos imperios oceánicos. Ahora estaban unidos contra un enemigo común: el ascenso global del nivel del mar. Al cabo de más de una década de agrias discusiones, se convino que este ascenso oscilaba entre uno y dos centímetros al año.
Bluepeace y otros grupos ambientalistas culpaban al hombre; los científicos no estaban tan seguros. Era cierto que los miles de millones de toneladas de C02 de las plantas energéticas térmicas y los automóviles contribuían al tristemente famoso «efecto invernáculo», pero la madre naturaleza aún podía ser la principal culpable; los esfuerzos más heroicos de la humanidad no podían igualar la polución generada por un volcán grande. Todos estos argumentos sonaban muy académicos para las personas cuyos hogares podían dejar de existir en un tiempo relativamente breve.
Franz Zwicker, jefe científico de la AIFM, era considerado el principal oceanógrafo del mundo, y él no se desvivía por desalentar esta opinión. El primer ítem en que reparaban los visitantes al entrar en su oficina era la portada de la revista Time, con la leyenda «Almirante de la Mar Océana». Y ningún visitante escapaba sin una conferencia, o al menos un anuncio, sobre la Operación Neptuno.
—Es un escándalo —decía Zwicker—. Tenemos fotos de la Luna y de Marte que nos muestran todo hasta el tamaño de una casa pequeña, pero la mayor parte de nuestro planeta todavía es totalmente desconocida. Gastan miles de millones en el mapa del genoma humano, con la esperanza de promover los avances en medicina… algún día. No lo dudo; pero un mapa del fondo marino hasta un metro de resolución daría réditos inmediatos. ¡Con cámara y magnetómetro localizaríamos todos los pecios de la historia, desde que el hombre empezó a construir barcos!
Cuando lo acusaban de ser monomaniaco, daba la famosa respuesta de Edward Teller: «Eso no es cierto. Tengo varias monomanías».
Pero era indudable que la Operación Neptuno era la dominante, y al cabo de varios meses de contacto con Zwicker, Bradley había empezado a compartirla, al menos cuando no estaba preocupado por el Titanic.
El resultado, tras varios meses de deliberaciones y gigabytes de CAD/CAM, fue el explorador experimental autónomo de largo alcance modelo 1. La sigla oficial ELRAS (Experimental Long-Range Autonomous Surveyor) sobrevivió sólo una semana; luego la desecharon de la noche a la mañana.
—No se parece mucho a su padre —dijo Roy Emerson.
Bradley se estaba hartando de la broma, aunque por motivos que ninguno de sus colegas (salvo el director general) podían conocer. Pero se las ingeniaba para sonreír forzadamente cuando mostraba la última maravilla del laboratorio a los visitantes muy VIP. Los visitantes meramente VIP eran manejados por el vicedirector de relaciones públicas.
—Nadie creerá que no recibió ese nombre por mí, pero es verdad. Por pura coincidencia, el robot de la Armada estadounidense que realizó el primer reconocimiento dentro del Titanic se llamaba Jason Junior. Me temo que el nombre se popularizó.
»Pero el Jason Junior de la AIFM es mucho más sofisticado, y totalmente independiente. Puede operar por su cuenta, durante días o semanas, sin ninguna intervención humana. A diferencia del primer J. J., que se controlaba por cable; alguien lo describió como un cachorro con traílla. Bien, hemos eliminado la traílla: este J. J. puede ir de caza por todos los fondos marinos del mundo, olfateando todo lo que considere interesante.
Jason Junior no era mucho mayor que un hombre, y tenía forma de torpedo gordo, con cámaras delanteras y traseras. Se impulsaba con una hélice de varias hojas, y diversos propulsores móviles le daban control de altitud. Las aerodinámicas protuberancias contenían instrumentos, pero no los manipuladores externos típicos de los robots submarinos.
—¿No tiene manos? —preguntó Emerson.
—No las necesita, así que tenemos un diseño mucho más limpio, con más velocidad y alcance. J. J. es puramente un explorador; siempre podemos volver después para mirar las cosas interesantes que encuentre en el fondo del mar. O debajo de él, con su magnetómetro y sonar.
Emerson estaba impresionado; era el tipo de máquina que apelaba a su instinto de amante de los artilugios. La breve fama que le había traído el limpiaparabrisas de ondas se había evaporado tiempo atrás, aunque no, afortunadamente, la riqueza que había obtenido.
Al parecer era un hombre de una sola idea; los inventos posteriores habían sido fracasos, y su publicitado experimento de bajar microesferas hasta el Titanic en un tubo hueco lleno de aire había sido un embarazoso desastre. El «agujero en el mar» de Emerson se negaba a permanecer abierto; las esferas descendientes lo taponaban a mitad de camino, a menos que el flujo fuera tan pequeño que no servía para nada.
Los Parkinson estaban contrariados, y en las últimas reuniones de directorio habían abochornado a Emerson de modos que la clase alta inglesa había perfeccionado tiempo atrás; durante varias semanas, aun su buen amigo Rupert había estado claramente distante.
Pero le esperaban cosas peores. Un caricaturista satírico de Washington había creado un alocado «Thomas Alva Emerson» cuyos inventos eran más descabellados que los de Rube Goldberg. Había empezado por el cierre de cremallera motorizado y había seguido con el cepillo de dientes digital y el marcapasos de enerva solar. Cuando llegó a los velocímetros Braille para conductores ciegos, Roy Emerson consultó a su abogado.
—Ganar una demanda por libelo contra una red mediática —dijo Joe Wickram— es tan fácil como escribir el padrenuestro en un grano de arroz con una pluma de fieltro. El acusado alegará que son comentarios apropiados en bien del interés público, y dará una perorata sobre las libertades individuales. Desde luego —añadió esperanzadamente—, me encantaría intentarlo. Siempre quise defender un caso ante el Tribunal Supremo.
Con toda sensatez, Emerson había rechazado el ofrecimiento, y al menos algo bueno había resultado del ataque. Los Parkinson lo consideraban injusto, y habían hecho causa común con él como un solo hombre (o mujer). Aunque ya no tomaban muy en serio sus sugerencias de ingeniería, lo alentaban a seguir en misiones sobre el terreno como ésta.
El modesto centro de investigación y desarrollo de la AIFM en Jamaica no tenía secretos, y recibía a todo el mundo. Era imparcial —teóricamente, al menos—, y asesoraba a todas las organizaciones que trabajaban en el mar. Los grupos Parkinson y Nippon-Turner eran ahora los más visibles, e iban con frecuencia para hacer consultas sobre sus propias operaciones y, a ser posible, para ver cómo le iba a la competencia. Procuraban evitar la superposición de horarios, pero a veces había deslices y encuentros embarazosos. Si Roy Emerson no se equivocaba, había visto a un hombre de Kato en la sala de partidas del aeropuerto de Kingston, justo cuando él arribaba.
La AIFM estaba al corriente de estas tensiones, y hacía lo posible por explotarlas. Franz Zwicker era muy diestro para impulsar sus propios proyectos y lograr que otros los solventaran. Bradley se alegraba de colaborar, sobre todo en lo concerniente a J. J., y era igualmente hábil para dar discursos elocuentes y entregar folletos lustrosos sobre la Operación Neptuno.
—Una vez que hayamos perfeccionado el software —le dijo Bradley a Emerson—, de tal modo que sepa evitar obstáculos y lidiar con situaciones de emergencia, lo lanzaremos. Podrá hacer mapas de los fondos marinos más detallados que nunca. Cuando haya concluido la tarea, emergerá y lo recogeremos, le cargaremos las baterías y descargaremos los datos. Luego volverá a zambullirse.
—¿Y si se topa con el gran tiburón blanco?
—Lo hemos tenido en cuenta. Los tiburones rara vez atacan algo desconocido, y J. J. no parece muy apetitoso. Y sus emisiones de sonar y electromagnéticas ahuyentarán a la mayoría de los depredadores.
—¿Dónde planean probarlo… y cuándo?
—A partir del mes próximo, en ciertas zonas locales bien documentadas. Luego la plataforma continental. Y luego… el Gran Banco de Terranova.
—No creo que encuentren muchas cosas nuevas sobre el Titanic. Ambas secciones se han fotografiado hasta el milímetro cuadrado.
—Es verdad. No estamos interesados en ellas. Pero J. J. puede sondear al menos veinte metros bajo el fondo marino… y nadie lo ha hecho en el campo de desechos. Dios sabrá qué hay enterrado allí. Aunque no encontremos nada emocionante, demostrará las aptitudes de J. J., y dará un gran impulso al proyecto. La semana que viene iré al Explorer para organizar las cosas. Hace siglos que no estoy a bordo… Y Parky… Rupert… dice que quiere mostrarme algo.
—Ya lo creo —dijo Emerson con una sonrisa—. No debería decirte esto, pero hemos encontrado el auténtico tesoro del Titanic. Exactamente donde pensábamos que estaba.