21

Una casa de buena reputación

Ni siquiera la llegada del transporte hipersónico había logrado cambiar la situación de Nueva Zelanda; para la mayoría de la gente era sólo la última escala antes del Polo Sur. La gran mayoría de los neozelandeses se alegraba de que fuera así.

Evelyn Merrick era una de las excepciones, y se había marchado a los diecisiete años (una edad muy madura, en su caso) para encontrar su destino en otra parte. Después de tres matrimonios que le habían dejado algunas cicatrices emocionales y una sólida posición económica, había descubierto su papel en la vida, y era razonablemente feliz.

La Villa, como la llamaba su amplia clientela, estaba en una bella finca en una de las partes aún impolutas de Kent, estratégicamente cerca del aeropuerto de Gatwick. Su propietario anterior había sido un célebre magnate de los medios que había apostado por el sistema equivocado cuando la TV de alta definición arrasó con todo a finales del siglo XX. Los intentos posteriores de restaurar su fortuna habían fracasado, y ahora era huésped del gobierno de su majestad durante cinco años (suponiendo que le acortaran la pena por buena conducta).

Siendo un hombre de elevada visión moral, estaba indignado por el uso que la dama Eva había hecho de su propiedad, y había intentado desalojarla. Sin embargo, los abogados de Eva eran tan buenos como los suyos; quizá mejores, pues ella todavía estaba en libertad, y se proponía seguir así.

La Villa era administrada con meticuloso rigor, y un inspector del gobierno podía revisar en cualquier momento los pasaportes de las muchachas, los pagos de impuestos, las aportaciones para el sistema de salud y pensiones, los historiales médicos y demás. Y había una generosa provisión de inspectores, se lamentaba Eva. Si alguno iba con la esperanza de obtener una gratificación personal, sufría una amarga decepción.

En general, era una carrera satisfactoria, llena de estímulo emocional e intelectual. Ella no tenía problemas éticos, pues tiempo atrás había decidido que cualquier cosa que disfrutaran los adultos en edad de votar era aceptable, mientras no fuera peligrosa o antihigiénica ni engordara. Su principal queja era que el apego a los clientes causaba una alta tasa de pérdida de personal, con grandes gastos en regalos de boda. También había observado que los matrimonios inspirados por la Villa duraban más que los que tenían orígenes más convencionales, y se proponía publicar una encuesta estadística cuando estuviera segura de sus datos; por el momento, el coeficiente de correlación aún estaba por debajo de un nivel significativo.

Como cabía esperar en su profesión, Evelyn Merrick era una mujer llena de secretos, en general secretos ajenos; pero también tenía uno propio que guardaba con gran celo. Aunque era sumamente respetable, podía ser malo para los negocios si se difundía. En los dos últimos años, había empleado su vasto —quizá único— conocimiento de las parafilias para completar su doctorado en psicología en la Universidad de Auckland.

Nunca había visto al profesor Hinton, salvo en circuitos de vídeo, y aun así raramente, pues ambos preferían la impersonalidad digital del intercambio de ficheros por ordenador. Un día, quizá una década después de haberse retirado, publicaría su tesis, aunque no con su propio nombre, y con los historiales disfrazados de tal modo que no pudieran identificarse. Ni siquiera el profesor Hinton conocía a los individuos mencionados, aunque había hecho algunas conjeturas perspicaces.

—El sujeto O. G. —tecleó Eva—. Cincuenta años. Ingeniero de éxito.

Contempló la pantalla. Había cambiado las iniciales siguiendo un código sencillo, y había redondeado la edad hacia abajo. Pero la ultima anotación era razonablemente precisa: la profesión reflejaba la personalidad de un hombre, y no se debía disfrazar a menos que lucra absolutamente necesario para impedir la identificación. Aun así, había que hacerlo con delicadeza, para que el desplazamiento no fuera demasiado violento. En el caso de un músico de fama internacional, Eva había cambiado «pianista» por «violinista», y había convertido en pintor a un escultor igualmente célebre. Hasta había transformado a un político en un estadista.

—Cuando era niño, O. G. era acosado y a veces capturado por las alumnas de una escuela vecina, que lo utilizaban como sujeto (muy voluntario) en lecciones de enfermería y anatomía masculina. Con frecuencia lo vendaban de pies a cabeza, y él asegura que no había ningún elemento erótico presente, pero resulta difícil de creer. Cuando uno insiste, se encoge de hombros y dice que no recuerda bien.

»Luego, en su juventud, O. G. presenció las consecuencias de un luctuoso accidente que causó muchas muertes. Aunque no sufrió ninguna lesión, la experiencia parece haber afectado sus fantasías sexuales. Disfruta de varias formas de bondage (véase lista A) y ha desarrollado un moderado complejo de san Sebastián, cuyo exponente más famoso es Yukio Mishima. A diferencia de Mishima, O. G. es totalmente heterosexual, pues obtiene una puntuación de 2,5 +/– 0,1 en el test estándar con fotografías de Mapplethorpe.

»El patrón de conducta de O. G. resulta interesante, quizá inusitado, porque posee una personalidad activa y algo agresiva, como corresponde al gerente de una organización en una actividad exigente y competitiva. Cuesta imaginarlo desempeñando un papel pasivo en cualquier faceta de la vida, pero le gusta que mi personal lo envuelva en vendajes como una momia egipcia, hasta que queda totalmente indefenso. Sólo así, después de un estímulo considerable, puede alcanzar un orgasmo satisfactorio.

»Cuando le sugerí que estaba representando una pulsión de muerte, se rió pero no intentó negarlo. Su trabajo a menudo implica peligro físico, y quizá sea la razón por la cual le atrajo. Sin embargo, él dio una explicación alternativa que a mi juicio contiene una gran dosis de verdad.

»—Cuando tienes responsabilidades que representan millones de dólares y afectan a la vida de mucha gente, no te imaginas cuán placentero es estar totalmente indefenso por un rato, sin poder controlar lo que sucede. Desde luego, sé que es una farsa, pero logro fingir que es real. A veces me pregunto si disfrutaría de la situación si fuera real.

»—No lo disfrutarías —le dije, y coincidió conmigo.

Eva revisó la nota, buscando pistas que pudieran revelar la identidad de O. G. La Villa se especializaba en celebridades, así que el exceso de cautela no estaba de más.

Esa cautela también abarcaba a las celebridades mismas. La única regla de la casa era «No queremos sangre en las alfombras», y ella recordó con una mueca de repulsión al jefe de estado mayor de un país del tercer mundo que en su frenesí había lastimado a una de las muchachas. Eva había aceptado sus disculpas, y su cheque, con frío desdén, y luego llamó de inmediato al Foreign Office. El general habría quedado muy sorprendido —y mortificado— si hubiera sabido por qué el embajador británico ahora encontraba tantos pretextos para postergar su nueva visita al Reino Unido.

A veces Eva se preguntaba qué habría pensado la querida hermana Margarita de la actual vocación de su alumna favorita; la última vez que había llorado fue cuando la madre superiora le comunicó la noticia de la muerte de su vieja amiga. Y recordó, con nostálgico humor, la pregunta que una vez había querido hacerle a su tutora: ¿por qué un voto de castidad perpetua es más noble y más santo que un voto de estreñimiento perpetuo?

Era una pregunta muy seria, y no estaba destinada a escandalizar a la vieja monja ni a sacudir los firmes cimientos de su fe. Pero quizá había sido mejor no haber preguntado.

La hermana Margarita ya sabía que la pequeña Eva Merrick no estaba destinada a la Iglesia; pero Eva aún enviaba una generosa donación a St. Jude cada Navidad.