En el conjunto M
Cuesta creer que sólo unas generaciones atrás hubiera gente que realmente vivía así, pensó Jason Bradley. Aunque en castillo de Conroy era un ejemplo muy modesto de su especie, su escala era imponente para quien hubiera pasado la mayor parte de su vida en oficinas atestadas, cuartos de motel, camarotes… por no mencionar los minisubmarinos de exploración profunda, tan estrechos que la higiene personal de los compañeros era de suprema importancia.
El comedor, con su techo exuberante y sus enormes paredes con espejos, podía albergar al menos a cincuenta personas. Donald Craig creyó necesario justificar la pequeña mesa para cuatro que parecía perdida y solitaria en el centro.
—No hemos tenido tiempo de comprar muebles adecuados. El mobiliario del castillo estaba en pésimo estado; hubo que quemar la mayor parte. Y estuvimos demasiado atareados para recibir gente. Pero un día, cuando nos hayamos afianzado como señores feudales del vecindario…
Edith no parecía aprobar esas humoradas, y una vez más Bradley tuvo la impresión de que ella era la mandamás y Donald un cómplice renuente, a lo sumo pasivo. Se imaginaba la situación: la gente que disponía de dinero para derrocharlo en juguetes caros a menudo descubría que habría sido más feliz sin ellos. Y el castillo de Conroy —con las hectáreas circundantes y el personal de mantenimiento— debía de ser un juguete más que caro.
Una vez que los sirvientes (¡sirvientes: otra rareza!) despejaron los restos de una excelente cena china enviada por avión desde Dublin, Bradley y sus anfitriones se retiraron a un conjunto de cómodos sillones en la habitación contigua.
—No te librarás de nuestra guía elemental del conjunto M —dijo Donald—. Edith puede oler a un mandelvirgen a cien metros.
Bradley no sabía si encajaba en la descripción. Al fin había reconocido la extraña forma del lago, aunque había olvidado su nombre técnico hasta que se lo recordaron. En el último decenio del siglo, había sido imposible pasar por alto el conjunto de Mandelbrot. Aparecía continuamente en pantallas, empapelados, telas y todo tipo de diseños. Bradley recordaba que alguien había acuñado el término «mandelmanía» para describir los síntomas más agudos; sospechaba que sería aplicable a esta extraña familia. Pero estaba dispuesto a escuchar con amable interés cualquier conferencia o demostración que le deparasen sus anfitriones.
Comprendió que también ellos eran excesivamente amables, a su manera. Ansiaban saber su decisión, y él estaba igualmente ansioso de comunicarla.
Esperaba una llamada, y esperaba recibirla antes de irse del castillo.
Bradley nunca había conocido a ese personaje tradicional, la madre de una estrella, pero la había visto en cine. ¿Cómo se llamaba esa vieja película…? Ah, Fama. Y aquí veía ese afán de que la hija fuera una estrella, aunque no tuviera talento. Claro que en este caso había talento de sobra.
—Antes de que Ada comience —dijo Edith—, me gustaría señalar algunos detalles. El conjunto M es la entidad más compleja de las matemáticas, pero sólo requiere suma y multiplicación… ni siquiera resta y división. Por eso mucha gente avezada en matemáticas tiene dificultades para entenderlo. No pueden creer que algo cuyos detalles no podremos terminar de explorar antes del final del universo se pueda generar sin usar funciones logarítmicas, trigonométricas ni trascendentales. No parece razonable que sólo baste con sumar números.
—A mí tampoco me parece razonable. Si es tan sencillo, ¿por qué nadie lo descubrió hace siglos?
—Excelente pregunta. Pues porque se requieren tantas sumas y multiplicaciones, y con números tan grandes, que tuvimos que esperar a los ordenadores de alta velocidad. Si les hubiéramos dado ábacos a Adán y Eva y todos sus descendientes hasta hoy, no habrían descubierto algunas de las imágenes que Ada puede mostrarle con sólo pulsar unas teclas. Adelante, querida…
El holoproyector estaba astutamente escondido; Bradley ni siquiera sospechaba dónde se encontraba. Era muy fácil transformar ese viejo edificio en un castillo encantado, pensó, y ahuyentar a los intrusos. Sería mejor que una alarma antirrobos.
Las dos líneas cruzadas de un diagrama de coordenadas aparecieron en el aire, con la secuencia de enteros 0, 1,2, 3, 4… marchando en las cuatro direcciones.
Ada dirigió a Bradley una mirada desconcertante y directa, como si de nuevo intentara estimar su cociente de inteligencia para calibrar apropiadamente su presentación.
—Cualquier punto de este plano —dijo— se puede identificar por dos números, sus coordenadas x e y. ¿Vale?
—Vale —respondió Bradley solemnemente.
—Bien, el conjunto M se encuentra en una región muy pequeña cerca del origen; no se extiende más allá de más dos o menos dos en cualquiera de ambas direcciones, así que podemos pasar por alto los números grandes.
Los enteros se desvanecieron en los cuatro ejes, dejando sólo los números uno y dos para marcar distancias a partir del cero central.
—Ahora tomamos un punto cualquiera dentro de esta cuadrícula, y lo unimos al centro. Midamos la longitud de este radio, al que llamaremos r.
Esto no representa un gran esfuerzo para mis recursos mentales, pensó Bradley. ¿Cuándo llegamos a la parte difícil?
—Obviamente, en este caso r puede tener cualquier valor entre cero y poco menos de tres; alrededor de dos coma ocho, con mayor exactitud. ¿Vale?
—Vale.
—Bien, ahora el ejercicio número uno. Tomamos el valor r de cualquier punto, y lo elevamos al cuadrado. Lo seguimos elevando al cuadrado. ¿Qué sucede?
—No quiero arruinarte la diversión, Ada.
—Bien, si res exactamente uno, conserva ese valor… por mucho que lo elevemos al cuadrado. Uno a la uno a la uno a la uno es siempre uno.
—Vale —dijo Bradley, ganándole de mano a Ada.
—En cambio, si es apenas una pizca mayor que uno, y seguimos elevándolo al cuadrado, tarde o temprano se disparará al infinito. Aunque sea 1,000…0001, y haya un millón de ceros a la derecha de la coma decimal. Sólo tardará un poco más.
»Pero si el número es menor que uno… por ejemplo 0,99999999… con un millón de nueves, se obtiene lo contrario. Puede permanecer cerca de uno durante largo tiempo, pero si lo seguimos elevando al cuadrado, de pronto se colapsa y se reduce a cero… ¿Vale?
Esta vez Ada lo dijo primero, y Bradley se limitó a asentir. Hasta ahora no veía el sentido de esta aritmética elemental, pero obviamente conducía a alguna parte.
—Lady, deja de fastidiar al señor Bradley. Como se ve, con sólo elevar números al cuadrado, y seguir elevándolos una y otra vez, se dividen en dos conjuntos distintos…
Había aparecido un círculo sobre los dos ejes cruzados, centrado en el origen y con radio uno.
—Dentro de ese círculo están todos los números que desaparecen cuando los seguimos elevando al cuadrado. Fuera de él están los que se disparan al infinito. Podríamos decir que el círculo del radio uno es una valla, un límite, una frontera, que divide los dos conjuntos de números. Me gusta llamarlo el conjunto C.
—¿C por cuadrado?
—Desde lue… Sí, pero he aquí lo importante. Los números de ambos lados están totalmente separados; pero aunque nada puede atravesarlo, el límite no tiene grosor. Es sólo una línea: se la puede magnificar una y otra vez y sigue siendo una línea, aunque pronto parecería una recta, porque no se podría ver la curvatura.
—Esto no parece muy emocionante —intervino Donald—, pero es fundamental, pronto verás por qué… Perdón, Ada.
—Ahora bien, para llegar al conjunto M hacemos un cambio diminuto. No sólo elevamos los números al cuadrado. Los elevamos al cuadrado y sumamos… los elevamos y sumamos. Nadie pensaría que ahí radica la diferencia… pero abre un universo totalmente nuevo.
»Supongamos que volvemos a empezar con uno. Lo elevamos ni cuadrado y obtenemos uno. Luego los sumamos para obtener dos.
»Dos al cuadrado es cuatro. Volvemos a sumar el uno original; respuesta, cinco.
»Cinco al cuadrado es veinticinco, sumamos uno. Veintiséis.
»Veintiséis al cuadrado es seiscientos setenta y seis… Ya ve lo que sucede. Los números aumentan aceleradamente. Unas pocas vueltas más alrededor del bucle, y son tan grandes que un ordenador no puede manejarlos. Y sin embargo, empezamos con uno. Ésa es la primera gran diferencia entre el conjunto M y el conjunto C, que tiene su límite en uno.
»Pero si comenzamos con un número mucho más pequeño que uno, digamos 0,1… ya habrá sospechado lo que sucede.
—Se reduce a nada tras unos ciclos de elevación al cuadrado y suma.
Ada le dirigió su infrecuente pero deslumbrante sonrisa.
—Habitualmente. A veces titubea alrededor de un valor pequeño y fijo; de todos modos, está atrapado dentro del conjunto. Así que tenemos, una vez más, un mapa que divide todos los números del plano en dos clases. Sólo que esta vez el límite no es algo tan elemental como un círculo.
—Ya lo creo —murmuró Donald. Edith lo miró con el ceño fruncido, pero él no cejó—: He preguntado a algunas personas qué forma pensaban que surgiría; la mayoría sugirió una especie de óvalo. Nadie se aproximó a la verdad, nadie podría. ¡Tranquila, Lady! ¡No volveré a interrumpir a Ada!
—He aquí la primera aproximación —continuó Ada, recogiendo a la belicosa perrita con una mano mientras pulsaba el teclado con la otra—. Hoy ya la ha visto.
El contorno ahora familiar del lago Mandelbrot se había superpuesto sobre la cuadrícula de cuadrados, pero en mucho más detalle del que Bradley había visto en el jardín. A la derecha estaba la figura más grande, con forma de corazón, luego un círculo pequeño que la tocaba, y uno mucho más pequeño que tocaba éste, y la angosta punta que se dirigía a la extrema izquierda y terminaba en –2 en el eje x.
Ahora, sin embargo, Bradley veía que las principales figuras estaban consteladas (era la palabra que acudía a la mente) de miles de círculos subsidiarios más pequeños, muchos de ellos erizados de líneas breves y dentadas. Era una forma mucho más compleja que la figura constituida por los lagos del jardín: extraña y enigmática, pero no bella. Edith y Ada, sin embargo, la miraban con una reverencia que Donald no parecía compartir.
—Éste es el conjunto completo sin magnificación —dijo Ada, con voz más vacilante, casi un murmullo—. Aun a esta escala, sin embargo, se puede apreciar cuán diferente es del simple círculo de grosor cero que limita el conjunto C. Se puede magnificar eternamente, y siempre es una mera línea. Pero el límite del conjunto M es enmarañado, contiene infinitos detalles: uno puede entrar por donde quiera, y magnificarlo a gusto, y siempre descubrirá algo nuevo e imprevisto. Mire.
La imagen se expandió; estaban zambulléndose en la hendidura que separaba el corazón del círculo tangente. Era como si se abriera un cierre de cremallera, pensó Bradley, salvo que los dientes de la cremallera tenían formas insólitas.
Primero parecían pequeños elefantes que agitaban su trompa diminuta. Luego las trompas se transformaban en tentáculos. Luego brotaban ojos de los tentáculos. Luego, a medida que la imagen se expandía, los ojos formaban negros remolinos de infinita profundidad.
—Ahora la magnificación es de millones —susurró Edith—. La imagen con que comenzamos ya es más grande que Europa.
Dejaron atrás los remolinos, bordeando islas misteriosas custodiadas por arrecifes de coral. Flotillas de hipocampos pasaron en majestuosa procesión. En el centro de la pantalla apareció un punto negro, se expandió, comenzó a mostrar una cautivadora familiaridad y segundos después se reveló como una réplica exacta del conjunto original.
Habíamos entrado por aquí, pensó Bradley. ¿O no? No estaba seguro; parecía haber diferencias menores, pero el aire de familia era inequívoco.
—Ahora —continuó Ada—, nuestra imagen original es tan amplia como la órbita de Marte, así que este miniconjunto es menor que un átomo. Pero alrededor de él hay igual cantidad de detalles. Y así continúa para siempre.
La magnificación cesó; por un momento pareció que una muestra de encaje colgaba congelada en el espacio, llena de bucles intrincados y remolinos llamativos. Luego, como si le hubieran vertido pintura, la imagen monocroma estalló en colores tan inesperados y deslumbrantes que Bradley soltó un jadeo de asombro.
La magnificación se reinició, pero en dirección inversa, y en un microuniverso transformado por el color. Nadie dijo una palabra hasta que estuvieron de vuelta en el conjunto M original, ahora de un negro ominoso bordeado por una orla de fuego dorado que disparaba convulsivos rayos azules y rojos.
—¿De dónde salieron esos colores? —preguntó Bradley al recobrar el aliento—. No los vimos al entrar.
Ada rió.
—No, en realidad no forman parte del conjunto… Pero, ¿no son maravillosos? Le puedo indicar al ordenador que les dé el color que me guste.
—Aunque los colores son arbitrarios —explicó Edith—, significan algo. Sabrá que los cartógrafos utilizan matices de azul y verde entre las líneas de nivel, para enfatizar las diferencias.
—Desde luego. Hacemos lo mismo en oceanografía. Cuanto más profundo el azul, más profunda el agua.
—Correcto. En este caso, los colores nos indican cuántas veces el ordenador tuvo que ejecutar el bucle antes de decidir si un número pertenece definitivamente al conjunto M o no. En casos fronterizos, quizá deba realizar la rutina de elevación al cuadrado y suma miles de veces.
—Y a menudo para números de cien dígitos —dijo Donald—. Ahora comprenderás por qué el conjunto no se descubrió antes.
—Excelente motivo.
—Ahora observe esto —dijo Ada.
La imagen cobró vida como ondas de color que fluían hacia fuera. Los bordes del conjunto parecían expandirse, pero permanecían en el mismo lugar. Entonces Bradley notó que en verdad nada se movía; sólo que los colores recorrían el espectro, para producir esa convincente ilusión de movimiento.
Comienzo a entender, pensó Bradley, que alguien pueda perderse en esta cosa, incluso convertirlo en un modo de vida.
—Estoy casi seguro —dijo— de que he visto este programa en el catálogo de la biblioteca de software de mi ordenador, con un par de miles más. Es una suerte que nunca lo haya ejecutado. Veo que puede ser muy adictivo.
Notó que Donald Craig miraba severamente a Edith, y comprendió que había hecho un comentario inoportuno. Sin embargo, ella aún parecía enfrascada en el flujo de colores, aunque debía de haber visto esta proyección un sinfín de veces.
—Ada —dijo soñadoramente—, dile a Jason nuestra cita favorita de Einstein.
Eso es pedirle mucho a una niña de diez años, pensó Bradley, aun a una como ésta. Pero la niña no vaciló, y no había rastros de repetición mecánica en su voz. Comprendía las palabras, y las decía con el corazón:
—«Lo más bello que podemos experimentar es lo misterioso. Es la fuente de todo arte y ciencia verdaderos. El que desconoce esta emoción, el que ya no puede asombrarse y maravillarse, puede darse por muerto».
Coincido con eso, pensó Bradley. Recordó calmas noches en el Pacífico, con un cielo lleno de estrellas y una titilante estela de bioluminiscencia detrás del barco; evocó su primer atisbo de la hormigueante fauna —tan alienígena como si fuera de otro planeta— que proliferaba en la abrasadora cornucopia de una fisura oceánica en las Galápagos, donde los continentes se desgarraban lentamente; y esperaba volver a asombrarse y maravillarse pronto, cuando la afilada proa del Titanic emergiera del abismo.
La danza de colores cesó: el conjunto M se disolvió. Aunque allí nunca había habido nada, intuyó que la pantalla virtual del proyector holográfico se había apagado.
—Pues bien —dijo Donald—, ahora sabes más sobre el conjunto Mandelbrot de lo que deseas. —Miró de soslayo a Edith, y de nuevo Bradley sintió esa punzada de simpatía por él.
No era el sentimiento que había esperado al ir al castillo de Conroy; «envidia» habría sido una palabra más adecuada. Ese hombre poseía una gran fortuna, un hermoso hogar y una familia talentosa y atractiva: todos los ingredientes que presuntamente garantizaban la felicidad. Pero era evidente que algo había salido mal. Quién sabe cuánto hace que no comparten la cama, pensó Bradley. Podía ser así de sencillo, aunque eso nunca era sencillo…
Una vez más miró la hora; debían creer que él eludía el tema, y tenían toda la razón. Apresúrate, director general, rogó en silencio.
Como en respuesta a su ruego, sintió el familiar cosquilleo en la muñeca.
—Perdón —les dijo a sus anfitriones—. Estoy recibiendo una llamada muy importante. Sólo tardaré un minuto.
—Desde luego. Te dejaremos a solas.
¡Cuántos millones de veces al día se cumplía ahora este ritual! La etiqueta imponía que los demás se ofrecieran a abandonar la habitación cuando entraba una llamada personal; la cortesía exigía que sólo el receptor se marchara, pidiendo disculpas. Había un sinfín de variaciones, según las circunstancias y las nacionalidades. En Japón, según la queja de Kato, las formalidades a menudo se prolongaban tanto que la persona que había llamado cortaba con irritación.
—Lamento la interrupción —dijo Bradley al regresar por la puerta-ventana—. Era por nuestro asunto… No podía comunicar mi decisión sin haber recibido la llamada.
—Espero que sea favorable —dijo Donald—. Te necesitamos.
—Y me gustaría trabajar con vosotros… pero…
—Parky te ha hecho un ofrecimiento mejor —dijo Edith, con mal disimulado desdén.
Bradley la miró con calma y respondió sin enfadarse.
—No, señora Craig. Por favor, pido reserva sobre estas cifras. El ofrecimiento del grupo Parkinson fue generoso… aunque sólo fue la mitad del vuestro. Y el ofrecimiento que acabo de recibir no llega a una décima parte de eso. No obstante, lo tendré en cuenta.
Hubo un silencio ensordecedor, interrumpido al fin por una atípica risita de Ada.
—Debe de estar loco —dijo Edith. Donald se limitó a sonreír.
—Quizá. Pero he llegado a una etapa en que no necesito el dinero, aunque siempre es conveniente disponer de algo. —Hizo una pausa, rió suavemente—. Todo tiene un límite. No sé si alguna vez oyeron la broma de J. J. Astor, la victima más famosa del Titanic. «Un hombre que tiene un millón de dólares se encuentra en tan buena situación como un hombre que es rico». Bien, he ganado algunos millones durante mi carrera, y una parte todavía está en el banco. No necesito más; y si lo necesito, siempre puedo ir a fastidiar a otro pulpo. Yo no planeaba esto, cayó como un rayo. Dos días atrás ya había decidido aceptar vuestro ofrecimiento.
Edith parecía más perpleja que hostil.
—¿Puede decimos quién… empeoró la oferta de Nippon-Turner?
Bradley meneó la cabeza.
—Necesito un par de días. Todavía hay problemas, y no quiero quedar en una situación embarazosa.
—Creo que entiendo —dijo Donald—. Hay un solo motivo para trabajar por una bicoca. Todo hombre le debe algo a su profesión.
—Eso suena como una cita.
—Lo es. Del doctor Johnson.
—Me gusta, y quizá la use con frecuencia en las próximas semanas. Entre tanto, antes de tomar una decisión definitiva, quiero un poco de tiempo para reflexionar. Una vez más, muchas gracias por vuestra hospitalidad… por no mencionar vuestra oferta. Aún es posible que acepte. En caso contrario, espero que podamos seguir siendo amigos.
Mientras despegaba del castillo, el rotor del helicóptero agitó las aguas del lago Mandelbrot, despedazando los reflejos de los cipreses. Afrontaba un viraje decisivo en su carrera; antes de tomar una decisión, necesitaba relajarse por completo.
Y sabía exactamente cómo hacerlo.