Los colores del infinito
Donald Craig odiaba esas visitas, pero sabía que continuarían mientras ambos vivieran; si no por amor (¿había existido alguna vez?), al menos por compasión y por el dolor común.
Como es difícil ver lo obvio, había tardado meses en comprender la verdadera causa de su desagrado. La clínica Torrington parecía un hotel de lujo en vez de un centro internacional de tratamiento de trastornos psicológicos. Allí nadie fallecía; nunca rodaban camillas desde las salas hasta los quirófanos; no había médicos de blanco, con su reacción pavloviana a la llamada de los buscapersonas; los asistentes ni siquiera llevaban uniforme. Aun así, era un hospital; y en un hospital, a los quince años, Donald había presenciado los estertores de su padre, que agonizaba lentamente a causa de la primera de las dos grandes pestes que habían asolado el siglo XX.
—¿Cómo se encuentra ella esta mañana, Dolores? —le preguntó a la enfermera tras presentarse en recepción.
—De excelente humor, señor Craig. Me pidió que la llevara de compras. Quiere un sombrero nuevo.
—¡De compras! ¡Es la primera vez que quiere salir!
Donald tendría que haberse alegrado, pero sintió una punzada de resentimiento. Edith nunca le hablaba; peor aún, no parecía reparar en su presencia, y miraba a través de él como si no existiera.
—¿Qué dijo el doctor Jafferjee? ¿La dejará salir de la clínica?
—Me temo que no. Pero es buena señal: vuelve a demostrar interés en el mundo que la rodea.
Un sombrero nuevo, pensó Craig. Una reacción típicamente femenina… pero no típica de Edith. Siempre se había vestido con sentido práctico, sin preocuparse por la moda, y encargaba la ropa por telecompra. No se la imaginaba en una tienda exclusiva de Mayfair, rodeada de sombreros, papel de envolver y vendedoras serviciales. Pero si eso quería, allá ella; cualquier cosa con tal de que escapara de ese laberinto matemático, literalmente infinito.
¿Dónde se encontraría ahora, en su interminable exploración? Como de costumbre, estaba encorvada en una silla giratoria, mientras una imagen se armaba en la pantalla de un metro de anchura que dominaba una pared de la habitación. Craig notó que estaba en alta resolución —las dos mil líneas— así que aun el súper ordenador tardaba en pintar un pixel cada pocos segundos. Un observador distraído habría visto una imagen fija e inconclusa; sólo una inspección atenta habría mostrado que el final de la línea de abajo avanzaba despacio por la pantalla.
—Inició esta secuencia ayer por la mañana —susurró Dolores—. Claro que no se pasó todo el tiempo sentada allí. Ahora está durmiendo bien, aun sin sedantes.
La imagen parpadeó mientras una línea de barrido se completaba y otra comenzaba a arrastrarse de izquierda a derecha por la pantalla. Ahora se proyectaba más del noventa por ciento de la imagen; la parte inferior que aún se estaba generando no aportaría demasiado.
Aunque Donald Craig había presenciado la creación de esas imágenes centenares de veces, nunca perdían su fascinación. En parte era por estar mirando algo que ningún ojo humano había visto antes, y que nadie volvería a ver si las coordenadas no se guardaban en el ordenador. Cualquier búsqueda aleatoria de una imagen perdida sería más fútil que buscar un determinado grano de arena en todos los desiertos del mundo.
¿Y dónde estaba Edith, en su incesante exploración? Miró la pequeña pantalla que estaba bajo el monitor principal, y verificó la magnitud de los enormes números que la recorrían, un dígito implacable tras otro. Estaban agrupados en series de cinco para facilitar la tarea a los ojos humanos, aunque la mente humana no podía aprehenderlos.
Seis, siete, ocho grupos… Cuarenta dígitos en total. Eso significaba…
Hizo el cálculo mentalmente; un talento del que estaba exageradamente orgulloso, pues nadie lo cultivaba en estos tiempos. El resultado era impresionante, pero no sorprendente. A esa escala, la imagen original sería mucho mayor que la galaxia. Y el ordenador continuaría expandiéndola hasta que fuera mucho mayor que el cosmos, aunque con esa magnificación, procesar una sola imagen podía llevar años.
Donald entendía por qué Georg Cantor, el descubridor (¿o inventor?) de los números transfinitos, había terminado su vida en un sanatorio psiquiátrico. Edith había dado los primeros pasos en ese camino interminable, asistida por una maquinaria que superaba los sueños de cualquier matemático del siglo XIX. El ordenador que generaba esas imágenes realizaba billones de operaciones por segundo; en pocas horas manipularía más números de los que había manipulado toda la raza humana desde que el primer cromagnon empezó a contar guijarros en el suelo de su caverna.
Aunque las imágenes no se repetían nunca, se podían clasificar en varias categorías reconocibles. Había estrellas de varias puntas, con grados de simetría séxtuple, óctuple o superior; espirales que a veces parecían trompas de elefante, y a veces tentáculos de pulpo; amebas negras enlazadas por redes de zarcillos ondulantes; facetados ojos de insecto… Como no había el menor sentido de escala, algunas figuras que se generaban en la pantalla se podrían haber interpretado como galaxias extravagantes, o la microfauna de una gota de agua sucia.
Una y otra vez, mientras el ordenador aumentaba el grado de magnificación y se sumergía cada vez más en las honduras geométricas que exploraba, la extraña forma original —con el aspecto de un difuso número ocho acostado— que contenía este caos controlado reaparecía. Luego el ciclo incesante se reiniciaba, aunque con variaciones tan sutiles que escapaban a la visión.
Donald pensó que en alguna parte de su mente Edith debía comprender que estaba atrapada en un bucle incesante. ¿Qué había pasado con el maravilloso cerebro que había concebido y diseñado el programa que en las primeras horas del 1 de enero de 2000 la había transformado brevemente en una de las mujeres más famosas del mundo?
—Edith —murmuró—, soy Donald. ¿Hay algo que pueda hacer?
La enfermera Dolores lo miraba con expresión inescrutable. Nunca era huraña, pero siempre lo saludaba con frialdad. A veces se preguntaba si ella lo culpaba por el estado de Edith.
Se había hecho esa pregunta todos los días, en los meses que habían transcurrido desde la tragedia.