19

Rescaten el Titanic

Lenta y desganadamente, los miles de toneladas de metal comenzaron a moverse, como un monstruo marino que despertara. Las cargas explosivas que intentaban arrancarlas del fondo marino levantaron grandes nubes de cieno que ocultaron el barco hundido en una bruma arremolinada.

El lodo que lo había sujetado durante décadas comenzó a ceder; las enormes hélices se desprendieron del lecho oceánico. El Titanic inició el ascenso hacia el mundo que había abandonado mucho tiempo atrás.

La turbulencia de las profundidades hacía hervir la superficie del mar. Del torbellino de espuma surgió un mástil delgado que todavía llevaba la cofa desde donde Frederick Fleet había telefoneado las palabras fatales: «Iceberg a proa».

Y ahora la proa se elevaba: la arruinada superestructura, la extensa cubierta, las anclas gigantescas que habían requerido un tiro de veinte caballos para desplazarse, las tres imponentes chimeneas, y el tocón de la cuarta, el gran acantilado de acero, erizado de ojos de buey, y al fin:

TITANIC

LIVERPOOL

La pantalla del monitor quedó en blanco; hubo una pausa de silencio en el plato, provocada por una mezcla de estupor, reverencia y admiración por los efectos especiales de la película.

—Me temo que no será tan dramático —rezongó Rupert Parkinson, que nunca quedaba atónito mucho tiempo—. Desde luego, cuando se hizo esa película no sabían que el barco estaba partido en dos. Ni que todas las chimeneas se habían perdido. Aunque eso tendría que haber sido obvio.

—¿Es cierto —preguntó el presentador de Canal Diez, Marcus Kilford (sus enemigos, que eran legión, lo llamaban Mucus Killjoy, «Moco Aguafiestas»)— que la maqueta que usaron en la película costó más que el barco original?

—He oído esa historia… Podría ser cierto, teniendo en cuenta la inflación.

—Y la broma…

—¿De que habría sido más barato bajar las aguas del Atlántico? Créame, estoy harto de oírla.

—Entonces no la mencionaré —dijo Kilford, torciendo el famoso monóculo que era su marca registrada. Muchos creían que esa ostentosa antigüedad sólo servía para hipnotizar a sus invitados, y no tenía ninguna propiedad óptica. El departamento de física del King’s College de Londres había realizado un análisis por ordenador de las imágenes que se reflejaban cuando recibía las luces del estudio, y sostenía que lo había demostrado con un noventa y cinco por ciento de certidumbre. El asunto sólo se zanjaría cuando alguien se adueñara de ese objeto, pero hasta ahora todos los intentos habían fracasado. Parecía estar inamoviblemente adherido a Marcus, y él había advertido a los que aspiraban a robarlo que estaba equipado con un minúsculo dispositivo de autodestrucción. Si se activaba, él no sería responsable de las consecuencias. Desde luego, nadie le creía.

—En la película —continuó Kilford— hablaban con soltura de bombear espuma dentro del casco para elevar el barco. ¿Habría funcionado?

—Según cómo se hiciera. La presión es tan grande (¡cuatrocientas atmósferas!) que todas las espumas comunes se habrían colapsado al instante. Pero con nuestras microesferas obtendremos el mismo resultado, pues cada una encierra su pequeña burbuja de aire.

—¿Podrán resistir esa tremenda presión?

—Sí: trate de reventar una.

Parkinson desperdigó un puñado de canicas de vidrio sobre la mesilla del plato. Kilford recogió una y silbó sin disimular su sorpresa.

—¡No pesa nada!

—Tecnología punta —respondió Parkinson con orgullo—. Y las han probado en el fondo de la fosa de las Marianas. El Titanic se encuentra a una profundidad tres veces menor.

Kilford se volvió hacia la otra invitada.

—Éstas le habrían venido bien con el Mary Rose, en 1982, ¿verdad, doctora Thomley?

La arqueóloga marina negó con la cabeza.

—No creo. Era un problema muy distinto. El Mary Rose estaba en aguas someras, y nuestros buzos pudieron instalar una base debajo del barco. Entonces la mayor grúa flotante del mundo la elevó.

—Fue peliagudo, ¿verdad?

—Sí. Muchos casi tuvieron un infarto cuando cedió esa correa de metal.

—Me lo creo. Ahora bien, ese casco ha estado en el muelle de Southampton durante un cuarto de siglo, y todavía no está preparado para ser mostrado al público. ¿Hará un trabajo más rápido con el Titanic, señor Parkinson, si consigue rescatarlo?

—Ciertamente. Es la diferencia entre la madera y el acero. El mar tuvo cuatro siglos para impregnar el maderamen del Mary Rose, y no es de extrañar que tarden décadas en secarlo. Toda la madera del Titanic ha desaparecido, así que no nos estorbará. Nuestro problema es el óxido; y hay poco a esa profundidad, gracias al frío y la falta de oxígeno. La mayor parte de los restos se hallan en uno de dos estados: excelente, o pésimo.

—¿Cuántas de estas… microesferas… necesitarán?

—Cincuenta mil millones.

—¡Cincuenta mil millones! ¿Y cómo las llevarán allá abajo?

—Muy sencillo. Las dejaremos caer.

—Con una pequeña pesa enlazada a cada una… ¿Otros cincuenta mil millones?

Parkinson sonrió paternalmente.

—De ningún modo. Nuestro buen señor Emerson ha inventado una técnica tan simple que nadie cree que funcionará. Un tubo bajará de la superficie al barco hundido. Extraeremos el agua por bombeo, introduciremos las microesferas en el extremo superior, y las mandaremos al fondo. Llegarán abajo en minutos.

—Pero sin duda…

—Ah, tendremos que instalar esclusas de aire en ambos extremos, pero será un proceso continuo. Cuando lleguen, las microesferas estarán unidas en racimos de un metro cúbico de volumen. Eso nos dará una flotabilidad de una tonelada por unidad; un tamaño cómodo para que lo manejen los robots.

Marcus Kilford se volvió hacia la callada arqueóloga.

—Doctora Thomley, ¿usted cree que dará resultado? —preguntó.

—Supongo que sí —dijo ella a regañadientes—, pero no soy experta en estos asuntos. ¿Ese tubo no tendrá que ser muy fuerte, para soportar la enorme presión del fondo?

—Ningún problema. Usaremos el mismo material. Como dice el lema de mi compañía: «Con vidrio se puede hacer cualquier cosa».

—¡Basta de anuncios, por favor! —Kilford se volvió hacia la cámara y entonó solemnemente, aunque con un destello en los ojos—: Aprovecho la oportunidad para negar el malicioso rumor de que el señor Parkinson fue visto en un guardarropa de la BBC entregándome una caja de zapatos llena de billetes usados.

Todos rieron, aunque detrás del grueso vidrio de la sala de control el productor le susurró al asistente:

—Si vuelve a hacer esa broma, sospecharé que es cierta.

—¿Puedo hacer una pregunta? —dijo inesperadamente la doctora Thomley—. ¿Qué hay de sus… rivales, por así llamarlos? ¿Cree que lograrán hacerlo primero?

—Bien, llamémoslos competidores amigables.

—¿De veras? —dijo escépticamente Kilford—. El que logre izar primero su sección del barco se llevará toda la publicidad.

—Adoptamos una perspectiva a largo plazo —dijo Parkinson—. Cuando nuestros nietos vayan a Florida a bucear en el Titanic, no les importará si lo reflotamos en 2012 o en 2020… aunque esperamos llegar para el centenario. —Se volvió hacia la arqueóloga—. Ojalá pudiéramos usar Portsmouth, y organizar una inauguración simultánea. Seria grato tener lado a lado el Victory de Nelson, el Mary Rose de Enrique VIII y el Titanic. Cuatrocientos años de construcción naviera británica. Todo un concepto.

—Yo estaría allí —dijo Kilford—. Pero me gustaría plantear un par de asuntos más serios. Ante todo, todavía se habla mucho de… bien, «profanación» es una palabra muy fuerte… pero, ¿qué le dice a la gente que considera el Titanic como una tumba que se debería dejar en paz?

—Respeto esa opinión, pero ya es un poco tarde. Se han hecho cientos de exploraciones en ese barco… y en otros que se hundieron con gran cantidad de víctimas. La gente sólo plantea objeciones con el Titanic. ¿Cuántos murieron en el Mary Rose, doctora Thomley? ¿Alguien ha objetado a su trabajo?

—Casi seiscientas personas, la mitad de las víctimas del Titanic, y en una nave mucho más pequeña. No, nunca hemos recibido quejas en serio. Más aún, todo el país aprobaba la operación. A fin de cuentas, la mayor parte de la financiación consistía en fondos privados.

—Otro detalle que se pasa por alto —añadió Parkinson—. Muy poca gente pudo morir a bordo del Titanic; la mayoría bajaron, y murieron ahogados o congelados.

—¿Se podrán recuperar cuerpos?

—En absoluto. Allí abajo hay muchas criaturas voraces.

—Bien, me alegra que hayamos cerrado ese tema deprimente. Pero hay algo quizá más importante… —Kilford cogió una de las pequeñas esferas de vidrio, la hizo rodar entre el pulgar y el índice—. Usted echará miles de millones de estas cosas al mar. Inevitablemente, muchas se perderán. ¿Qué hay del impacto ecológico?

—Veo que ha leído la bibliografía de Bluepeace. Bien, no habrá tal impacto.

—¿Ni siquiera cuando lleguen a la costa y llenen nuestras playas de vidrios rotos?

—Fusilaría al creativo que acuñó esa frase… o lo contrataría. Ante todo, esas esferas tardarán siglos en desintegrarse, quizá milenios. Y recuerde de qué están hechas: ¡sílice! Cuando al fin se desintegren, ¿comprende en qué se transformarán? En ese conocido elemento que contamina nuestras playas: ¡arena!

—Bien dicho. ¿Pero qué hay de la otra objeción? Supongamos que los peces u otros animales marinos se las comen.

Parkinson cogió una microesfera y la hizo rodar entre los dedos tal como había hecho Kilford.

—El vidrio no es venenoso: es químicamente inerte. Una criatura que tenga el tamaño suficiente para tragar una de éstas no saldrá lastimada.

Y se metió la esfera en la boca.

Detrás del panel de control, el productor encaró a Roy Emerson.

—Eso estuvo magnífico… Pero todavía lamento que usted no haya participado.

—Parky se las apañó muy bien sin mí. ¿Cree que me habrían dado más participación que a la pobre doctora Thomley?

—Quizá no. Y fue una gran ocurrencia tragarse la microesfera. Creo que yo no me habría animado. Apuesto a que desde ahora todos las llamarán píldoras de Parky.

Emerson se rió.

—No me sorprendería. Y le pedirán que repita ese número cada vez que salga en televisión.

Le parecía innecesario añadir que Parkinson, entre sus muchos talentos, era un buen mago aficionado. Nadie podría averiguar qué había sucedido con esa píldora, ni siquiera congelando la imagen.

Y había otro motivo por el cual prefería no participar en el programa: él era un extranjero, y éste era un asunto de familia.

Aunque estaban a siglos de distancia, el Mary Rose y el Titanic tenían mucho en común. Ambos eran triunfos espectaculares del genio naviero británico, hundidos por ejemplos igualmente espectaculares de incompetencia británica.