18

En un jardín irlandés

—Cuando yo era pequeño —dijo nostálgicamente Patrick O’Brian—, me encantaba venir aquí a mirar las figuras mágicas. Parecían mucho más brillantes e interesantes que el mundo real. Claro que entonces no había televisión… y el cine ambulante sólo venía a la aldea una vez por mes.

—No le creas una palabra, Jason —dijo Donald Craig—. Pat no tiene cien años.

Aunque Bradley habría estimado setenta y cinco, era probable que O’Brian fuera octogenario. Así que habría nacido en los años treinta, o quizá en los veinte. El mundo de su juventud ya era inimaginablemente remoto; la realidad superaba las anécdotas más exageradas, aun entre irlandeses.

Pat meneó la cabeza mientras seguía tirando del cordel que hacía rotar la gran lente que estaba a cinco metros de altura. Estaban alrededor de una mesa blanca donde los parques, canteros y sendas de gravilla del castillo de Conroy realizaban una pirueta majestuosa. Todo era de una nitidez deslumbrante, y Bradley se figuraba que para un niño esta hermosa y vieja máquina debía haber transformado el conocido mundo externo en una tierra mágica.

—Es una vergüenza, señor Bradley, que el señor Donald se niegue a creerme. Podría contarle anécdotas del viejo lord… Pero, ¿de qué serviría?

—Se las cuentas a Ada, de todos modos.

—Claro; y ella sí me cree. Una niña sensata.

—También yo… a veces. Como ésas sobre lord Dunsany.

—Sólo me creyó después de haberlas confirmado con el padre McMullen.

—¿Dunsany? ¿El escritor? —preguntó Bradley.

—Sí. ¿Lo has leído?

—Eh… No. Pero era un gran amigo del doctor Beebe: el primer hombre que descendió media milla. Por eso conozco el nombre.

—Pues deberías leer sus relatos; sobre todo los que tratan sobre el mar. Pat dice que venía aquí a jugar al ajedrez con lord Conroy.

—Dunsany era gran maestro de Irlanda —añadió Patrick—. También era un hombre muy amable. Así que siempre le dejaba ganar al viejo lord… por poco. ¡Le habría encantado jugar contra su ordenador! Escribió un cuento sobre una máquina que jugaba al ajedrez.

—¿De veras?

—Bien, no exactamente una máquina; quizá un duende.

—¿Cómo se llama? Debo buscarlo.

—«El gambito de los tres marineros»… ¡Ah, allá está ella! Debí suponerlo.

La voz del anciano se ablandó apreciablemente cuando el pequeño bote estuvo a la vista. Bogaba en parsimoniosos círculos en el centro de un gran lago, y su única ocupante parecía estar enfrascada en un libro.

Donald Craig le habló por el comunicador de pulsera.

—Ada, tenemos visitas —susurró—. Bajaremos en un minuto.

La figura distante alzó una mano lánguida y siguió leyendo. Se redujo rápidamente cuando Donald ajustó la lente de la cámara oscura.

Ahora Bradley veía que el lago tenía forma de corazón, y que la punta se conectaba con un estanque circular. Éste desembocaba en un tercer estanque, mucho más pequeño, también circular. Era una curiosa configuración, y obviamente reciente; el parque aún mostraba las cicatrices que habían dejado las máquinas excavadoras.

—Bienvenido al lago Mandelbrot —dijo Patrick, con manifiesto desinterés—. Y sea prudente, señor Bradley: no la aliente a que se lo explique.

—Creo que no hará falta alentarla —dijo Donald—. Pero bajemos a averiguarlo.

Mientras su padre se acercaba con sus dos acompañantes, Ada puso en marcha el motor del botecito; estaba alimentado por un pequeño panel solar, y apenas podía igualar el lento andar de los tres hombres. No se dirigió directamente hacia ellos, como Bradley esperaba, sino que condujo el bote por el eje central del lago principal, y a través del istmo angosto que lo conectaba con su satélite menor. Lo cruzó rápidamente, y el bote ingresó en el tercer lago, el más pequeño. Aunque estaba a pocos metros, Bradley no oía el ruido del motor. Su alma de ingeniero aprobó semejante eficiencia.

—Ada —dijo Donald, llamando a través de la extensión de agua—. Éste es el visitante de quien te hablé: el señor Bradley. Nos ayudará a reflotar el Titanic.

Ada, disponiéndose a entrar en el puerto, se limitó a saludar con un cabeceo. El último lago, apenas un estanque abarrotado de palos, se comunicaba con el cobertizo por un canal angosto y largo. Era totalmente recto, y Bradley comprendió que allí se hallaba el eje central de los tres lagos eslabonados. Era obvio que esto estaba planeado, aunque no entendía con qué propósito. Por la sonrisa picara de Patrick, sospechó que el jardinero estaba disfrutando de su perplejidad.

Hermosos cipreses de más de veinte metros de altura bordeaban ambos lados del canal; era, pensó Bradley, como una versión en miniatura de la aproximación al Taj Mahal. Sólo había visto esa obra maestra brevemente, años atrás, pero nunca había olvidado su esplendor.

—Mira, Pat, todos están bien… a pesar de lo que dijiste —le dijo Donald al jardinero.

Patrick frunció los labios y miró críticamente la hilera de árboles. Señaló varios que, a ojos de Bradley, no se distinguían de los demás.

—Habrá que plantar ésos de nuevo —observó—. No diga que no les advertí, a usted y a la señora.

Habían llegado al cobertizo que estaba al final del canal arbolado, y esperaron a que Ada completara su lenta aproximación. Cuando estaba a sólo un metro, se oyó un aullido histérico y algo semejante a un estropajo saltó del bote y se arrojó a los pies de Bradley.

—Si no te mueves —dijo Donald—, quizá decida que eres inofensivo y te deje vivir.

Mientras la diminuta cairn terrier le olisqueaba los zapatos con suspicacia, Bradley examinó a la dueña. Notó con aprobación el cuidado con que Ada amarraba el bote, aunque era totalmente innecesario; era evidente que era una joven muy organizada, en gran contraste con su histérica mascota, que había pasado de inmediato a un afecto servil.

Ada recogió a Lady con una mano y la abrazó mientras miraba a Bradley con franca curiosidad.

—¿De veras nos ayudará a reflotar el Titanic? —preguntó.

Bradley se sintió incómodo y eludió esa mirada desconcertante.

—Eso espero —dijo evasivamente—. Pero primero debemos hablar de muchas cosas. —Y éste no es el momento ni el lugar, pensó. Tendría que esperar a que se reunieran con la señora Craig, y no aguardaba ese encuentro con ansiedad—. ¿Qué leías en el bote, Ada? —preguntó, para cambiar de tema.

—¿Por qué quiere saberlo? —preguntó ella.

Era una pregunta amable, sin el menor rastro de impertinencia. Bradley todavía buscaba una respuesta adecuada cuando Donald Craig se apresuró a intervenir.

—Me temo que mi hija no tiene mucho tiempo para cultivar sus modales. Considera que hay cosas mucho más importantes en la vida. Como los fractales y la geometría no euclidiana.

Bradley señaló a la perrita.

—Eso no me parece muy geométrico.

Para su sorpresa, Ada le regaló una sonrisa encantadora.

—Tendría que ver a Lady cuando se ha secado después de un baño y su pelo apunta hacia todas partes. Entonces es un encantador fractal tridimensional.

Bradley no entendió la broma, pero se sumó a la risa general. Ada tenía la gracia salvadora del sentido del humor; quizá le gustara, mientras se acordara de tratarla como a alguien del doble de edad.

Con gran audacia, aventuró otra pregunta.

—Ese número 1999 pintado en el cobertizo… —dijo—. ¿Es una referencia al famoso programa finisecular de tu madre?

Donald Craig rió entre dientes.

—Buen intento, Jason; es lo que piensa la mayoría. Díselo con suavidad, Ada.

La formidable señorita Craig depositó a Lady en la hierba, y la perra fue a investigar el ciprés más cercano. Bradley tuvo la incómoda sensación de que Ada trataba de medir su cociente de inteligencia antes de responder.

—Si mira con cuidado, señor Bradley, verá un signo menos delante del número, y un punto sobre el último nueve.

—¿Entonces?

—Entonces es menos 1,9999… para siempre.

—Amén —dijo Patrick.

—¿No habría sido más fácil escribir menos dos?

—Mis palabras exactas —dijo Donald, riendo entre dientes—. Pero no le digas eso a un verdadero matemático.

—Pensé que tú eras bastante bueno.

—Claro que no… soy sólo un chapuzas, comparado con Edith.

—Y con la dama aquí presente, sospecho. Tengo la sensación de estar en profundidades desconocidas. En mi profesión, no es buena idea.

La risa de Ada contribuyó a disipar la extraña inquietud que sentía Bradley. Había algo deprimente en ese lugar, algo ominoso que flotaba más allá del horizonte de la percepción. No tenía sentido tratar de detectarlo mediante un acto de voluntad. El elusivo jirón de memoria se escabullía en cuanto él intentaba identificarlo. Tendría que esperar. Surgiría en el momento oportuno.

—Usted me preguntó qué libro estaba leyendo, señor Bradley…

—Por favor, llámame Jason.

—Pues aquí está.

—Debí adivinarlo. Él también era matemático, ¿verdad? Pero me avergüenza confesar que nunca he leído Alicia. El equivalente americano más próximo es El mago de Oz.

—También lo leí, pero Dodgson… Carroll… es mucho mejor. ¡Le habría encantado esto!

Ada señaló los lagos de extraña forma, y el pequeño cobertizo con su enigmática inscripción.

—Verá, señor Brad… Jason… Aquél es el extremo oeste. Menos dos es el infinito para el conjunto M: no hay absolutamente nada más allá. Ahora estamos caminando por la Punta, y este estanque es el último miniconjunto del lado negativo. Un día plantaremos un arriate, ¿verdad, Pat? Eso nos dará una idea de los fantásticos detalles que rodean los lóbulos principales. Y allá, al este, esa protuberancia donde se juntan los dos lagos más grandes es el Valle del Hipocampo, en menos 0,745. El origen (cero cero, desde luego) está en el medio del lago mayor. El conjunto no se extiende demasiado hacia el este; la protuberancia del Cruce del Elefante, por allá, frente al castillo, está alrededor de más 0,273.

—Aceptaré tu palabra —respondió Bradley, totalmente abrumado—. Sabes muy bien que no tengo la menor idea de lo que dices.

No era del todo cierto: era obvio que los Craig habían usado su fortuna para dar al paisaje la forma de una extravagante función matemática. Parecía una obsesión inocua; había peores modos de gastar el dinero, y debía haber brindado empleo a los lugareños.

—Suficiente, Ada —dijo Donald, con mayor firmeza de la que había demostrado hasta el momento—. Démosle algo de comer a Jason, antes de arrojarlo de cabeza al conjunto M.

Abandonaban la avenida arbolada, en el punto en que el angosto canal se internaba en el menor de los lagos, cuando el cerebro de Bradley localizó el recuerdo que lo inquietaba: la gran extensión de agua, el bote, los cipreses… ¡Todos los elementos de la pintura de Boecklin! Era increíble que no lo hubiera notado antes…

La cautivadora música de Rajmáninov brotó de las honduras de su mente: tranquilizadora, familiar, sedante. Al identificar la causa de su desazón, superó su ánimo sombrío.

Ni siquiera después llegó a creer que hubiera sido una premonición.