17

Congelamiento profundo

—Lamento que debamos reunimos en el aeropuerto, señora Craig… Donald… pero el tráfico hacia Tokio está cada día peor. Además, cuanto menos gente nos vea, mejor. Sin duda lo entenderéis.

Como de costumbre, el doctor Kato Mitsumasa, joven presidente de Nippon-Turner, estaba impecablemente vestido con un traje de Savile Row que permanecería de moda durante veinte años. También como de costumbre, iba acompañado por dos discretos clones de samurái que no dirían una palabra. A veces Donald se preguntaba si la robótica japonesa había hecho aún más progresos de lo que se sabía.

—Faltan unos minutos para que llegue nuestro otro invitado, así que me gustaría repasar algunos detalles que sólo nos conciernen a nosotros… Ante todo, hemos obtenido los derechos mundiales para cable y satélite de la versión libre de humo de La última noche del Titanic, por los primeros seis meses de 2012, con opción a una extensión de seis meses.

—Espléndido —dijo Donald—. Parecía imposible, Kato… pero me figuré que tú lo lograrías.

—Gracias. No fue fácil, como le dijo el puercoespín a su novia.

Durante los años de su educación occidental (London School of Economics, Harvard, Annenberg), Kato había desarrollado un sentido del humor que no parecía congeniar con su puesto actual. Si Donald cerraba los ojos, no podía creer que estuviera escuchando a un japonés nativo, pues su inglés era perfecto. Pero en ocasiones tenía alguna ocurrencia que era exclusivamente personal, y no debía nada a Oriente ni a Occidente. Aun cuando sus bromas fueran de mal gusto —lo cual no era infrecuente—, Donald sospechaba que Kato sabía muy bien lo que hacía. Instaba a los demás a subestimarlo, y eso los inducía a cometer errores muy caros.

—Ahora —dijo Kato animadamente—, me alegra decir que todas nuestras verificaciones con ordenador y pruebas en el tanque son satisfactorias. Con toda modestia, lo que haremos es único, y capturará la imaginación del mundo entero. ¡Nadie más intentará reflotar el Titanic tal como lo haremos nosotros!

—Bien, una parte de él. ¿Por qué sólo la popa?

—Varios motivos: algunos prácticos, otros psicológicos. Es el más pequeño de los dos fragmentos; menos de quince mil toneladas. Y fue el último en hundirse, con toda la gente que quedaba en cubierta aferrándose de él. Intercalaremos las escenas de La última noche del Titanic. Pensábamos volver a rodarlas… o colorear el original…

—¡No! —exclamaron simultáneamente los dos Craig.

Kato fingió que se amilanaba.

—¿Después de lo que le habéis hecho vosotros? ¡Ah, el inescrutable Occidente! De todos modos es una escena nocturna, así que funciona bien en blanco y negro.

—Hay otro problema que no hemos resuelto —dijo abruptamente Edith—. La orquesta del Titanic.

—¿Qué hay con ella?

—En la película toca «Nearer my God to Thee».

—¿Y?

—Ése es el mito… y no tiene el menor sentido. La orquesta procuraba mantener animados a los pasajeros, e impedir el pánico. Jamás tocaría un himno religioso melancólico. Uno de los oficiales del buque les habría disparado si lo hubieran intentado.

Kato se echó a reír.

—Más de una vez quise dispararle a una orquesta. Pero, ¿qué tocaban?

—Un popurrí de melodías populares, quizá terminando con un vals llamado «Canción de otoño».

—Entiendo. Eso sería verista… pero no podemos dejar que el Titanic se hunda al son de un vals, por amor de Dios. Ars longa, vita brevis, como casi decía el lema de la MGM. En este caso, gana el arte, y la vida pasa a segundo plano.

Kato miró la hora, luego a uno de los clones, que caminó hacia la puerta y se internó en el corredor. En menos de un minuto, regresó acompañado por un hombre bajo y fornido con la insignia universal del ejecutivo internacional: un bolso en una mano, un maletín electrónico en la otra.

Kato lo saludó cálidamente.

—Encantado de conocerle, señor Bradley. Alguien dijo que la puntualidad es el ladrón del tiempo. Nunca lo he creído, y me alegra que usted coincida. Jason Bradley, le presento a Edith y Donald Craig.

Mientras Bradley y los Craig se daban la mano con el aire distraído de gente que creía que debía conocerse pero no estaba segura, Kato se apresuró a aclarar las cosas.

—Jason es el ingeniero oceánico número uno del mundo…

—¡Por supuesto! Ese pulpo gigante…

—Manso como un gatito, señora Craig. No fue ninguna hazaña.

—Y Edith y Donald renuevan las películas viejas… y a veces las mejoran. Permítanme explicar por qué nos hemos reunido con tan poco tiempo de aviso.

Bradley sonrió.

—No es muy difícil de adivinar, señor Mitsumasa. Pero me interesarán los detalles.

—No me cabe duda. Todo esto, desde luego, es sumamente confidencial.

—Desde luego.

—Primero planeamos reflotar la popa, y filmar un especial de TV realmente espectacular mientras sube a la superficie. Luego la remolcaremos a Japón, y la haremos parte de una exhibición permanente en Tokio del Mar. Habrá un teatro de trescientos sesenta grados, con los espectadores sentados en botes salvavidas que se mecerán en el agua… una hermosa noche estrellada… casi helada… les daremos abrigos, desde luego, y verán y oirán los últimos minutos del hundimiento. Luego podrán bajar al gran tanque y mirar la popa a través de ventanales panorámicos en varios niveles. Aunque es sólo una tercera parte del barco, es tan grande que no se puede ver toda al mismo tiempo; si bien usaremos agua destilada, la visibilidad será inferior a cien metros. El fragmento se perderá en la distancia… ¿para qué reflotar más? Los espectadores tendrán la perfecta ilusión de estar en el fondo del Atlántico.

—Bien, eso parece lógico —dijo Bradley—. Además, la popa es la parte más fácil de rescatar. Ya está bastante fragmentada. Se podría subir por partes que pesaran sólo unos cientos de toneladas, y ensamblarlas después.

Hubo un silencio incómodo.

—Eso no quedará muy vistoso en TV, ¿verdad? —dijo Kato—. No. Tenemos planes más ambiciosos. Ésta es la parte más confidencial. Aunque la popa esté fragmentada, la elevaremos en una sola operación. Dentro de un iceberg. ¿No es un acto de justicia poética? Un iceberg hundió el barco… y otro lo devolverá a la luz del día.

Si Kato esperaba que su visitante se sorprendiera, quedó defraudado. A estas alturas, Bradley había oído todos los planes que la ingeniosa mente humana podía concebir para rescatar el Titanic.

—Continúe —dijo—. Necesitará una planta de refrigeración, ¿verdad?

Kato puso una sonrisa triunfal.

—No, gracias al último descubrimiento en física de estado sólido. ¿Ha oído hablar del efecto Peltier?

—Naturalmente. El enfriamiento que se obtiene cuando una corriente eléctrica atraviesa ciertos materiales; no sé exactamente cuáles. Pero toda nevera doméstica lo ha utilizado desde 2001, cuando los tratados ambientales prohibieron los fluorocarbonos.

—Exacto. Ahora bien, el sistema Peltier casero no es muy eficiente, pero no tiene por qué serlo mientras fabrica en silencio cubos de hielo sin abrir agujeros en la pobre capa de ozono. Sin embargo, nuestros físicos han descubierto un nuevo tipo de semiconductor: una derivación de la revolución de los superconductores que eleva la eficiencia varias veces. Lo cual significa que cada nevera del mundo es obsoleta desde la semana pasada.

Bradley sonrió.

—Me imagino que los fabricantes japoneses estarán afligidos.

—La lucha por las licencias de la patente se está librando ahora mismo. Y no hemos pasado por alto el factor publicitario: cuando el mayor cubo de hielo del mundo emerja con el Titanic en su interior.

—Impresionante. ¿Pero qué hay del suministro energético?

—Es otro aspecto que esperamos explotar… Transformaremos las espadas en arados, aunque la metáfora es un poco rebuscada en este caso. Planeamos usar un par de submarinos nucleares que han quedado fuera de servicio: uno ruso y uno estadounidense. Pueden generar todos los megavatios que necesitamos, y desde varios cientos de metros de profundidad, así que pueden operar en medio de las peores tormentas del Atlántico.

—¿Y los plazos?

—Seis meses para instalar los equipos en el fondo del mar. Luego dos años de enfriamiento Peltier. Recordemos que ese lugar está casi congelado. Sólo tenemos que bajar la temperatura un par de grados, y empezará a formarse un iceberg.

—¿Y cómo impedirá que emerja antes de que ustedes estén listos?

Kato sonrió.

—Obviemos los pormenores por ahora, pero le aseguro que nuestros ingenieros han pensado en ese detalle. De todos modos, aquí es donde entra usted… siempre que lo desee.

Bradley se preguntó si Kato sabría algo sobre los Parkinson. Era muy probable. Y aunque no estuviera seguro, sospecharía que le habían hecho una oferta.

—Excúseme un momento —se disculpó Kato, volviéndose para abrir su maletín. Cinco segundos después, cuando se volvió hacia sus visitantes, se había transformado en un capitán pirata. Sólo el cable casi invisible que bajaba al teclado que tenía en la mano revelaba que el parche que le cubría el ojo era de muy alta tecnología.

—Me temo que esto demuestra que no soy un auténtico japonés… Malos modales. Mi padre todavía usa un ordenador portátil de finales de la dinastía Ming. Pero los monóculos son mucho más cómodos, y ofrecen una estupenda definición.

Bradley y los Craig no pudieron contener una sonrisa. Kato tenía razón; muchos artilugios portátiles de vídeo ahora usaban micropantallas compactas que pesaban poco más que un par de gafas, y a menudo se incorporaban a ellas. Aunque el monóculo sólo estaba a un centímetro del ojo, un ingenioso sistema de lentes lograba que la minúscula imagen adquiriese el tamaño que uno deseaba.

Era espléndido para el entretenimiento, pero aún más útil para los empresarios, abogados, políticos y todos los que quisieran tener acceso a información confidencial con plena privacidad. No había manera de espiar el monóculo electrónico de otra persona, salvo que uno recibiera el mismo flujo de datos. Su principal desventaja era que el uso excesivo conducía a nuevos tipos de esquizofrenia, muy fascinantes para los investigadores del fenómeno del «cerebro escindido».

Cuando Kato hubo concluido su letanía de megavatios-hora, calorías-tonelada y coeficientes de grados por mes, Bradley guardó silencio un instante para procesar la información que le habían metido en el cerebro. Muchos detalles eran demasiado técnicos para asimilarlos de inmediato, pero eso no tenía importancia; podía estudiarlos después. No dudaba que los cálculos serían precisos, pero quizá hubieran pasado por alto detalles esenciales. No sería la primera vez que lo veía suceder.

El instinto, sin embargo, le decía que el plan era sólido. Había aprendido a tomar en serio las primeras impresiones, máxime cuando eran negativas, aunque no pudiera precisar el motivo de su premonición. Esta vez no había malas vibraciones. El proyecto era extravagante, pero realizable.

Kato lo observaba solapadamente, tratando de medir sus reacciones. Puedo ser bastante inescrutable si me lo propongo, pensó Bradley. Además, debo tener en cuenta mi reputación.

Entonces Kato, esbozando una sonrisa, le entregó un papel plegado. Bradley se tomó su tiempo para abrirlo. Al ver las cifras, comprendió que no tendría que pensar más en su carrera profesional aunque el proyecto fuera un desastre. En circunstancias normales, no podía durar muchos años más… y no había ahorrado ese monto en toda su vida.

—Me siento halagado —murmuró—. Es usted sumamente generoso. Pero debo resolver otras cuestiones antes de darle una respuesta definitiva.

Kato se sorprendió.

—¿Cuánto tiempo? —preguntó con voz cortante.

Cree que todavía estoy negociando con otro, pensó Bradley. Lo mui es cierto…

—Deme una semana. Pero le diré sin rodeos que no creo que nadie pueda igualar su oferta.

—Lo sé —dijo Kato, cerrando el maletín—. Si alguien desea hacer algún comentario… ¿Edith, Donald?

—No —dijo Edith—, creo que has pensado en todo.

Donald sólo asintió en silencio. Ésta es una pareja extraña, se dijo Bradley, y no muy feliz. Había simpatizado al instante con Donald, que parecía una persona cálida y delicada. Pero Edith era huraña y dominante, casi agresiva. Obviamente, ella llevaba la voz cantante.

—¿Y cómo está esa deliciosa niña prodigio que es vuestra hija? —preguntó Kato a los Craig cuando iban a marcharse—. Dadle un beso de mi parte, por favor.

—Lo haremos —respondió Donald—. Ada está bien, y disfrutó su viaje a Kioto. Lina pausa en su exploración del conjunto de Mandelbrot.

—¿Qué es el conjunto de Mandelbrot? —preguntó Bradley.

—Es mucho más fácil mostrarlo que explicarlo —respondió Donald—. ¿Por qué no nos visita? Nos gustaría enseñarle el estudio… ¿Verdad, Edith? Sobre todo si trabajaremos juntos, como espero.

Sólo Kato reparó en la breve vacilación de Bradley.

—Me gustaría —respondió Bradley con una sonrisa—. La semana que viene iré a Escocia, y creo que podría acomodar esa invitación. ¿Qué edad tiene la niña?

—Casi nueve. Pero si le preguntara a ella, probablemente respondería que 8,876545 años.

Bradley se echó a reír.

—Típico de una niña prodigio. Me intimida un poco.

—Y éste es el hombre que ahuyentó a un pulpo de cincuenta toneladas —dijo Kato—. Nunca entenderé a estos americanos.