La suite Kipling
Jason Bradley y Roy Emerson tenían muchas cosas en común, pensó Rupert Parkinson. Ambos pertenecían a una especie en extinción, el empresario americano independiente que había creado una nueva industria o había llegado a ser líder de una vieja. Los admiraba, pero no los envidiaba; se conformaba, como decía a menudo, con haber «heredado el oficio».
Había elegido adrede la suite Kipling para esta reunión, aunque ignoraba cuánto sabían sus invitados sobre el escritor. En todo caso, Emerson y Bradley parecían impresionados por la atmósfera de la habitación, con las fotografías históricas en la pared, y el escritorio donde había trabajado el gran hombre.
—Nunca me interesó demasiado T. S. Eliot —comenzó Parkinson—, hasta que descubrí su antología de poemas de Kipling. Recuerdo que le dije a mi profesor de literatura inglesa que un poeta a quien le gustaba Kipling no podía ser tan malo. No le hizo gracia.
—Me temo que no he leído demasiada poesía —dijo Bradley—. Lo único que conozco de Kipling es el poema «Si…».
—Una pena. Es el hombre para usted, el poeta del mar y de la ingeniería. Debe leer el «Himno a MacAndrew». Aunque su tecnología sea obsoleta hace cien años, nadie igualó jamás su tributo a las máquinas. Y escribió un poema sobre los cables submarinos que usted sabrá apreciar. Dice:
Los restos se disuelven sobre nosotros; su polvo cae desde lejos en la negra oscuridad donde moran las ciegas y blancas sierpes
[de mar.
No hay sonidos, ni ecos de sonidos, en los desiertos del abismo, ni en los vastos y grises cenagales donde reptan los cables
[erizados de conchas.
—Me gusta —dijo Bradley—. Pero se equivocaba al decir que no había ecos de sonidos. El mar es un lugar muy ruidoso, si uno tiene el equipo adecuado para escuchar.
—Bien, él no podía saberlo en el siglo XIX. Le habría fascinado nuestro proyecto… Escribió una novela sobre el Gran Banco de Terranova.
—¿De veras? —exclamaron Emerson y Bradley simultáneamente.
—No es muy buena; no está a la altura de Kim. ¿Pero qué otra lo está? Capitanes intrépidos habla sobre los pescadores de Terranova y su vida de penurias; Hemingway obtuvo un resultado mucho mejor, medio siglo después y veinte grados más al sur.
—Leí eso —dijo Emerson con orgullo—. El viejo y el mar.
—Estupendo, Roy. Siempre me pareció una tragedia que Kipling no escribiera un poema épico sobre el Titanic. Quizá se lo proponía, pero Hardy se le adelantó.
—¿Hardy?
—Olvídalo. Excúsanos, Rudyard, pero debemos ponemos a trabajar…
Tres pantallas planas (que habrían fascinado a Kipling) se elevaron simultáneamente. Mirando al suya, Rupert Parkinson comenzó:
—Tenemos tu informe del 30 de abril. Supongo que no hubo novedades desde entonces.
—Nada importante. Mi personal ha revisado todos los números. Creemos que podríamos mejorarlos, pero preferimos ser cautos. Nunca he conocido una operación submarina de envergadura que no tuviera sorpresas.
—¿Incluso tu famoso encontronazo con Oscar?
—La mayor sorpresa de todas. Fue mejor de lo que me esperaba.
—¿En qué situación se halla el Explorer?
—Sin cambios, Rupe. Todavía está varado en la bahía de Suisun.
A Parkinson no le gustó el «Rupe». Al menos era mejor que «Parky», permitido sólo para amigos íntimos.
—Me cuesta creer que un barco tan valioso, tan singular, sólo se haya usado una vez —dijo Emerson.
—Es demasiado grande para funcionar económicamente en cm proyecto comercial normal. Sólo la CIA se lo podía costear… y el Congreso se lo reprochó.
—Creo que una vez trataron de alquilárselo a los rusos.
Bradley miró a Parkinson.
—¿Conque estás enterado de eso?
—Desde luego. Nos documentamos antes de acudir a ti.
—No entiendo —dijo Emerson—. Explicadme, por favor.
—Bien, en 1989 uno de los submarinos rusos más nuevos…
—El único clase Mike que construyeron…
—… se hundió en el Mar del Norte, y una lumbrera del Pentágono pensó que así podrían recuperar parte de la inversión. Pero no resultó en nada. ¿Verdad, Jason?
—Bien, no fue idea del Pentágono; allí nadie tiene tanta imaginación. Pero te aseguro que pasé una grata semana en Ginebra con el vicedirector de la CIA y tres almirantes: uno nuestro, dos de ellos. Eso fue en la primavera de 1990, justo cuando empezaba la reforma, así que todo el mundo perdió el interés. Igor y Alexei se resignaron a dedicarse a importaciones y exportaciones. Todavía recibo tarjetas navideñas de su oficina de Leningrado… perdón, San Petersburgo. Como dijiste, no resultó en nada; pero todos engordamos diez kilos y tardamos semanas en recuperamos.
—Conozco esos restaurantes de Ginebra. Si tuvieras que poner el Explorer en condiciones de navegar, ¿cuánto tardarías?
—Si puedo escoger a los hombres, de tres a cuatro meses. Es mi única estimación segura. En cuanto a descender hasta el pecio, verificar su integridad, construir soportes estructurales adicionales, bajar esos millones de globos de vidrio… Con franqueza, aun esas cifras máximas que puse entre paréntesis son meras conjeturas. Pero podré refinarlas después de la investigación inicial.
—Parece muy razonable. Te agradezco la franqueza. A estas alturas, sólo queremos saber si el proyecto es viable dentro de ese marco.
—En tiempo, si; en coste, quién sube. ¿Cuál es tu techo?
Rupert Parkinson fingió ofenderse ante la crudeza de la pregunta.
—Todavía estamos haciendo nuestras sumas. ¿Verdad, Roy?
Intercambiaron una señal que Bradley no supo interpretar, pero Emerson le dio una pista con su respuesta.
—Todavía estoy dispuesto a igualar cualquier cosa que el directorio aporte, Rupert. Si la operación tiene éxito, lo recobraré todo con el plan B.
—¿Y cuál es el plan B? —dijo Bradley—. Más aún, ¿cuál es el plan A? Aún no me has dicho qué te propones hacer con el casco después de remolcarlo a Nueva York. ¿Exponerlo como el Vasa?
Parkinson alzó las manos remedando consternación.
—Ha adivinado el plan C —gruñó—. Sí, habíamos pensado en ponerlo en exhibición, después de llevarlo a Manhattan… con cien años de retraso. Pero ya sabes lo que pasa cuando reflotan un barco de hierro al cabo de varias décadas; preservar uno de madera ya es bastante dificultoso. Tratar el Titanic con las sustancias químicas adecuadas llevaría décadas… y quizá cueste más que reflotarlo.
—Entonces lo dejarás en aguas someras. Es decir, que lo llevarás a Florida, tal como sugería ese programa de televisión.
—Mira, Jason, todavía estamos estudiando las opciones: Disney World es sólo una de ellas. No quedaremos defraudados si tenemos que dejarlo en el fondo, siempre que podamos rescatar lo que hay en la suite del bisabuelo. Por suerte no permitió que despacharan esos baúles como cargamento; en su último marconigrama se quejaba porque no tenía espacio para recibir gente.
—¿Y confías en que ese frágil cristal estará intacto?
—El noventa por ciento. Hace siglos los chinos descubrieron que sus mercancías podían atravesar a salvo la ruta de la seda, si las protegían con hojas de té. Nadie descubrió nada mejor hasta que apareció la espuma de poliestireno. Y además puedes vender el té, y obtener ganancias suculentas.
—Lo dudo, en el caso de este envío.
—Me temo que tienes razón. Una pena: era un regalo personal de sir Thomas Lipton… El mejor producto de sus plantaciones de Ceilán.
—¿Estás seguro de que habrá absorbido el impacto?
—Fácilmente. La nave se clavó en lodo blando en ángulo, a treinta nudos. La desaceleración media sería de dos g; cinco a lo sumo.
Rupert Parkinson plegó la pantalla y cerró el milagro de inteligencia electrónica que ahora era aceptado con tanta naturalidad como el teléfono una generación atrás.
—Te volveremos a llamar antes del fin de semana, Jason —continuó Parkinson—. Mañana hay reunión de directorio, y espero que se zanje la cuestión. Una vez más, muchas gracias por tu informe; si decidimos seguir adelante, ¿podemos contar contigo?
—¿En qué sentido?
—Jefe de operaciones, desde luego.
Hubo una larga pausa; demasiado larga, pensó Parkinson.
—Me siento halagado, Rupe. Tendría que pensarlo… Ver cómo encajaría en mis planes…
—A decir verdad, Jason, no deberías tener «planes» si esto se concreta. Es el trabajo más grande que te ofrecerán jamás. —Estuvo a punto de añadir que quizá fuera demasiado grande para él, pero lo pensó mejor. No convenía irritar a Jason Bradley, y menos si esperaba su colaboración.
—Estoy de acuerdo, y me gustaría aceptar —dijo Bradley—. No sólo por el dinero, que sin duda será suficiente, sino por el desafío. Ganar o perder. Ha sido un placer conoceros… Tengo que irme.
—¿No piensas ver nada en Londres? Puedo conseguirte billetes para el nuevo musical de Andrew Lloyd Weber sobre libro de Stephen King. No hay muchos que puedan hacerte ese ofrecimiento.
Bradley rió.
—Me encantaría ir… pero se ha averiado un separador de líquidos en el yacimiento de las Oreadas, y prometí estar en Aberdeen esta tarde.
—Muy bien. Nos mantendremos en contacto.
—¿Qué piensas, Roy? —preguntó Parkinson cuando estuvieron a solas.
—Un tipo recio, ¿verdad? ¿Sospechas que está buscando el mejor postor?
—Eso mismo me preguntaba. En tal caso, no tendrá suerte.
—Ah… ¿Nuestros abogados han obrado su magia?
—Casi. Todavía quedan algunos cabos sueltos. ¿Recuerdas cuando te llevé a Lloyd’s?
—Desde luego.
Había sido una ocasión memorable para un visitante; aun en el siglo XXI, el «nuevo» edificio de Lloyd’s tenía aspecto futurista. Pero lo que más había impresionado a Emerson era el Casualty Book, el libro donde se consignaban los naufragios. Esa serie de macizos volúmenes registraba los momentos más dramáticos de la historia marítima. El guía les había mostrado la página del 15 de abril de 1912, y la letra caligráfica que sintetizaba la noticia que acababa de espantar al mundo.
Aunque era emocionante leer esas palabras, tuvieron menos impacto en Roy Emerson que una tremenda trivialidad en la que reparó al hojear los volúmenes anteriores.
Todas las anotaciones, que abarcaban un periodo de más de doscientos años, estaban hechas con la misma letra. Era un insuperable ejemplo de tradición y continuidad.
—Bien, papá ha sido miembro de Lloyd’s durante años, así que tenemos cierta influencia allí.
—No me cuesta creerlo.
—Gracias. De todos modos, el directorio ha conversado con la Autoridad Internacional de los Fondos Marinos. Hay muchas pretensiones conflictivas, y los abogados han avanzado bastante. Son los únicos que no pueden perder, pase lo que pase.
Las digresiones de Rupert a veces exasperaban a Roy Emerson; nunca llevaba prisa por ir al grano. Costaba creer que pudiera actuar rápidamente en una emergencia. Sin embargo, era uno de los mejores regatistas del mundo.
—Sería agradable si pudiéramos alegar propiedad exclusiva… A fin de cuentas, era un barco británico…
—Construido con dinero estadounidense.
—Un detalle que pasaremos por alto. Por el momento, no pertenece a nadie, y se tendrá que zanjar en la Corte Internacional. Eso podría llevar años.
—No tenemos años.
—Precisamente. Pero creemos que podemos obtener un mandato judicial para detener a cualquiera que intente reflotarlo… mientras seguimos discretamente con nuestros planes.
—¿Discretamente? Estás bromeando. ¿Sabes cuántas entrevistas rechacé últimamente?
—Quizá tantas como yo. —Rupert miró su reloj de pulsera—. Justo a tiempo. ¿Quieres ver algo interesante?
—Por supuesto. —Emerson sabía que cuando Parkinson decía «interesante» se trataba de algo que quizá no tuviera oportunidad de ver de nuevo en su vida. Las auténticas joyas de la corona, quizá; o H 221b de Baker Street; o esos libros de la biblioteca del Museo Británico que curiosamente definían como curiosos, y no figuraban en el catálogo principal…
—Es enfrente; estamos a pocos pasos. La Royal Institution. El laboratorio de Faraday… donde nació la mayor parte de nuestra civilización. Estaban reorganizando la exhibición cuando un patán dejó caer la retorta que usaba cuando descubrió el benceno. El director quiere saber si podemos imitar el vidrio, y repararlo de tal modo que no se note.
No todos los días, pensó Emerson, tenías la oportunidad de visitar el laboratorio de Michael Faraday. Cruzaron la angosta calle Albemarle, esquivando fácilmente el lento tráfico, y caminaron unos metros hasta la fachada clásica de la Royal Institution.
—Buenas tardes, señor Parkinson. Sir Ambrose lo está esperando.