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El castillo de Conroy

El conjunto de Mandelbrot —que a partir de ahora llamaremos conjunto M— es uno de los descubrimientos más extraordinarios de la historia de las matemáticas. Es una afirmación osada, pero esperamos justificarla.

Gracias a la asombrosa belleza de las imágenes que genera, su atracción es emocional y universal. Invariablemente estas imágenes provocan jadeos de asombro entre quienes nunca las habían visto; hemos encontrado gente casi hipnotizada por las películas generadas por ordenador que exploran sus ramificaciones literalmente infinitas.

No es sorprendente, pues, que el descubrimiento que Benoit Mandelbrot realizó en 1980 influyera una década después en las artes y artesanías visuales, como el diseño de telas, alfombras, empapelados y joyas. Y las fábricas de sueños de Hollywood pronto lo usaban a él (y sus parientes) veinticuatro horas al día.

Los motivos psicológicos de esta atracción todavía constituyen un misterio, y quizá lo sean siempre; quizá exista en la mente humana una estructura, si cabe el término, que se identifica con las figuras del conjunto M.

A Carl Jung le habría sorprendido y complacido saber que, treinta años después de su muerte, la revolución informática cuyos inicios él apenas llegó a ver daría nuevo ímpetu a su teoría de los arquetipos y su creencia en un «inconsciente colectivo». Muchas configuraciones del conjunto M evocan el arte islámico; quizá el mejor ejemplo sea el famoso diseño de Cachemira. Pero otras formas nos recuerdan a estructuras orgánicas: tentáculos, ojos de insecto, ejércitos de hipocampos, trompas de elefante. Luego, abruptamente, se transforman en los cristales y copos de nieve de un mundo anterior al comienzo de la vida.

Pero el rasgo más asombroso del conjunto M es su simplicidad. A diferencia de todo lo demás en las matemáticas modernas, cualquier niño puede entender cómo se produce. Para generarlo, sólo se requiere sumar y multiplicar; ni siquiera hay que restar o dividir, y mucho menos recurrir a otras funciones más elevadas.

En principio —¡aunque no en la práctica!— se pudo haber descubierto en cuanto el hombre aprendió a contar. Pero aunque nunca se cansaran, y nunca cometieran un error, todos los seres humanos que han existido no habrían bastado para realizar las operaciones aritméticas elementales que se requieren para producir un conjunto M de modesta magnificación.

(Edith y Donald Craig, «La psicodinámica del conjunto M», en Ensayos presentados al profesor Benoit Mandelbrot en su octogésimo cumpleaños, MIT Press, 2004.)

—¿Estamos pagando por la perra, o por el pedigrí? —preguntó Donald Craig fingiendo indignación, cuando llegó el impresionante pergamino—. Hasta tiene escudo de armas, por amor de Dios.

Había sido amor a primera vista entre Lady Fiona McDonald de Glen Abercrombie —una velluda cairn terrier de medio kilogramo— y la niña de nueve años. Para sorpresa y decepción de sus vecinos, Ada no había demostrado ningún interés en los ponis.

—Animales malignos y apestosos —le había dicho a Patrick O’Brian, el jefe de jardineros—: por una punta muerden, y por la otra cocean.

El viejo se había escandalizado ante esa reacción tan antinatural en una joven que era medio irlandesa. Tampoco le agradaban algunos proyectos del nuevo propietario para la finca en que su familia había trabajado durante cinco generaciones. Claro que era maravilloso que el dinero volviera a circular en el castillo de Conroy, tras décadas de pobreza… ¡Pero convertir la cuadra en centro de informática! Era suficiente para arrastrar a un hombre al alcoholismo, si no tenía esa inclinación antes.

Patrick se las había apañado para obstruir las ideas más excéntricas de los Craig mediante una campaña de sabotaje constructivo, pero ellos estaban empeñados en remodelar el lago. Sobre todo la señora Edith. Después de drenarlo y eliminar cientos de toneladas de jacinto de agua, le había presentado a Patrick un mapa extraordinario.

—Quiero que el lago se vea así —dijo, con un tono que Patrick ya conocía de sobra.

—¿Qué es esto? —preguntó, con evidente disgusto—. ¿Un bicho?

—Se podría decir que sí —había respondido Donald, con esa voz que daba a entender que era culpa de Edith y no de él—. El mandelbicho. Pídele a Ada que te lo explique un día.

Pocos meses antes, O’Brian habría considerado paternalista ese comentario, pero ahora entendía la situación. Ada era una niña extraña, pero era una especie de genio. Patrick intuía que sus brillantes padres le tenían tanta reverencia como admiración. Y Donald le gustaba mucho más que Edith; para ser inglés, era bastante aceptable.

—El lago no es problema. Pero mover todos esos cipreses crecidos… Yo era niño cuando los plantaron. Puede matarlos. Tendré que hablar con el departamento forestal de Dublin.

—¿Cuánto tiempo llevará? —preguntó Edith, sin prestar atención a sus objeciones.

—¿Lo quiere rápido, barato o bien hecho? Puedo darle a escoger dos de las tres.

Era una vieja broma entre Patrick y Donald, y la respuesta fue la que ambos esperaban.

—Que sea rápido, y que esté muy bien hecho. El matemático que descubrió esto es octogenario, y nos gustaría que lo vea cuanto antes.

—Yo no me enorgullecería de ese descubrimiento.

Donald se echó a reír.

—Esto es sólo una burda aproximación. Espera a que Ada te muestre el original en el ordenador. Te sorprenderá.

Lo dudo mucho, pensó Patrick.

Ese astuto y viejo irlandés casi nunca se equivocaba. Ésta fue una de las raras ocasiones.